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Authors: Bernard Cornwell

El enemigo de Dios (60 page)

BOOK: El enemigo de Dios
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—Derfel me acompañará —nos comunicó.

Yo no quería acompañarlo. Había otros que podían actuar de intérpretes, y así lo declaré; sólo deseaba unirme a Morfans y adentrarme en el mediodía de Dumnonia. No deseaba enfrentarme con mi padre Aelle. Deseaba luchar, no para devolver a Mordred al trono sino para derrocar a Lancelot y buscar a Dinas y a Lavaine.

Arturo se negó a complacerme.

—Tú vendrás conmigo, Derfel —me ordenó, y nos llevaremos a cuarenta hombres.

—¿Cuarenta? —objetó Morfans. Eran muchos, mermarían la ya reducida banda de guerreros que había de distraer a Lancelot.

—No puedo permitirme aparecer débil ante Aelle —arguyó Arturo—, en verdad, tendría que llevarme más, pero bastará con cuarenta para convencerlo de que no estoy desesperado. —Hizo una pausa—. Queda otra cosa aún —dijo con una voz grave que llamó la atención de todos los que se disponían a salir del salón de las termas—. Algunos de vosotros no deseáis luchar por Mordred. Culhwch ya ha abandonado Dumnonia, Derfel sin duda hará otro tanto tan pronto como termine esta guerra, y quién sabe cuántos más de entre vosotros os iréis. Dumnonia no puede permitirse perder a tales hombres. —Hizo otra pausa. Había comenzado a llover y el agua se colaba por entre los ladrillos que asomaban en los descascarillados de la pintura del techo—. He hablado con Cuneglas —prosiguió Arturo, saludando al rey con un movimiento cabeza—, y he hablado con Merlín, y conversamos sobre las leyes y costumbres antiguas de nuestro pueblo. Todo lo que yo haga se ajustará a los dictados de la ley, no puedo libraros de Mordred porque mi juramento me lo prohibe y las leyes antiguas de nuestro pueblo no pueden aprobarlo. —Se detuvo de nuevo agarrando inconscientemente la empuñadura de Excalibur con la mano derecha—. Pero —prosiguió— la ley permite una cosa. Si un rey no es digno de reinar, su consejo puede hacerlo en su lugar hasta que al rey se le reconozcan los honores y privilegios de su rango. Merlín me asegura que es así y el rey Cuneglas afirma que un caso semejante sucedió en el reino de su bisabuelo Brychan.

—¡Estaba loco de atar! —comentó Cuneglas alegremente.

Arturo esbozó una sonrisa y volvió a fruncir el ceño al retomar el hilo de sus pensamientos.

—Nada más lejos de mis deseos —dijo con calma, y su voz sombría resonó en la sala llena de goteras— pero propondré al consejo de Dumnonia que reine en lugar de Mordred.

—¡Sí! —gritó Culhwch, y Arturo lo hizo callar.

—Abrigaba la esperanza de que Mordred aprendiera lo que es la responsabilidad, pero no ha sido así. No me importa que deseara mi muerte pero sí me importa que haya perdido su reino. Faltó al juramento que hizo el día de su proclamación y ahora dudo que jamás sea capaz de cumplirlo. —Hizo una pausa más; muchos de nosotros debíamos de estar pensando en el largo tiempo que se había tomado Arturo en comprender una cosa que a todos nos parecía clara desde el principio. Un año tras otro se había negado empecinadamente a reconocer la incapacidad de Mordred para reinar, pero en aquel momento, cuando Mordred había perdido el trono y, lo que aún era mucho más grave a ojos de Arturo, no había sabido proteger a sus subditos, se sintió preparado por fin para afrontar la verdad. Le caía agua en la cabeza descubierta pero hizo caso omiso—. Merlín me dice —continuó con tono melancólico— que Mordred está poseído por un mal espíritu. Yo no soy ducho en cuestiones de esa índole, pero el veredicto no parece imposible y, por lo tanto, si el consejo está de acuerdo, propongo que después de devolver el trono a Mordred, le honremos como se merece un rey. Que viva en el palacio de invierno, que cace, que sea agasajado como un rey y sacie todos sus apetitos dentro de la ley, pero que no gobierne. Propongo mantener todos sus privilegios pero ninguno de los deberes del trono.

Lo vitoreamos, y de qué forma, pues al fin parecía que teníamos un motivo que defender. No Mordred, aquel sapo perverso, sino Arturo, porque a pesar del elocuente argumento a favor de que el consejo del reino gobernara Dumnonia en lugar de Mordred, todos comprendimos el significado de sus palabras. Arturo sería el rey de Dumnonia en todos los aspectos excepto en el título, y por tan buen fin llevaríamos nuestras lanzas a la guerra. Lo vitoreamos, pues ya teníamos una causa por la que luchar y morir. Teníamos a Arturo.

Arturo escogió a veinte de sus mejores jinetes e insistió en que yo escogiera a otros tantos de mis mejores lanceros para la misión con Aelle.

—Hemos de impresionar a tu padre —me dijo— y no se impresiona a un hombre presentándose con lanceros cansados y viejos. Llevémonos a los mejores. —También insistió en que Nimue nos acompañara. Habría preferido la compañía de Merlín pero el druida se declaró viejo en exceso para tan largo viaje y propuso a Nimue en su lugar.

Dejamos a Mordred bajo la vigilancia de los lanceros de Meurig. Mordred sabía lo que Arturo pensaba hacer con él, pero carecía de aliados en Glevum y en su espíritu podrido no había valor, aunque sí se permitió la satisfacción de ver estrangular a Ligessac en el foro y, tras la muerte lenta del prisionero, Mordred se plantó en la terraza del gran salón y farfulló un discurso en el que amenazó con un destino semejante a todos los traidores de Dumnonia. Después, se retiró de mal talante a sus habitaciones mientras nosotros marchábamos con Culhwch hacia levante. Culhwch se había adelantado a unirse a Sagramor para ayudarlo a emprender el ataque con que esperábamos salvar Corinium.

Arturo y yo viajamos por las altas y fértiles campiñas de la provincia oriental de Gwent. Eran tierras de lujosas villas, extensos campos de labor y abundante riqueza, proveniente en su mayoría de los lomos de las ovejas que pastaban en las onduladas colinas. Marchábamos bajo dos enseñas, el oso de Arturo y mi estrella, muy al norte de la frontera dumnonia, de modo que las noticias que llegaran a Lancelot apuntarían a que Arturo no amenazaba su trono usurpado. Nimue caminaba con nosotros. Merlín había logrado convencerla de que se lavara y buscara ropa limpia, y después, desesperado porque no podía desenredar la porquería incrustada en el pelo, se lo cortó y quemó los mugrientos mechones. Le sentaba bien el pelo corto, volvió a ponerse un parche y llevaba báculo, pero nada más. Iba descalza y avanzaba a regañadientes, pues no quería acompañarnos, pero Merlín la convenció nuevamente, aunque ella seguía pensando que su presencia era innecesaria.

—Cualquier idiota puede con un druida sajón —le dijo a Arturo cuando nos acercábamos al final del primer día de marcha—. Sólo hace falta escupirles, poner los ojos en blanco y agitar un hueso de pollo. Nada más.

—No vamos a ver druidas sajones —respondió Arturo con calma. Nos hallábamos en campo abierto, lejos de cualquier pueblo; detuvo a su caballo, levantó una mano y aguardó a que los hombres lo rodearan—. No vamos a ver druidas sajones —nos dijo— porque no vamos a ver a Aelle. Vamos a adentrarnos en el sur de nuestro país, muy al sur.

—¿Hasta el mar? —me aventuré a preguntar.

—Hasta el mar —replicó con una sonrisa. Unió las manos sobre la silla de montar—. Somos pocos y Lancelot cuenta con muchos, pero Nimue puede hacernos un encantamiento para pasar inadvertidos; marcharemos de noche, en largas jornadas. —Sonrió y se encogió de hombros—. Estoy atado de manos mientras mi esposa y mi hijo permanezcan prisioneros, pero si los rescatamos, quedaré libre. Tan pronto como sea libre estaré en condiciones de luchar contra Lancelot, pero sabed que estaremos lejos para recibir ayuda, en plena Dumnonia, en la parte de Dumnonia que está en manos de nuestros enemigos. Tan pronto como recupere a Ginebra y a Gwydre no sé cómo saldremos, pero contamos con la ayuda de Nimue. También cuento con la ayuda de los dioses, mas si alguno de vosotros teme esta tarea, que regrese ahora.

Nadie dio media vuelta, y él lo sabía. Los cuarenta que llevábamos eran los mejores y habrían seguido a Arturo a un pozo de serpientes. Naturalmente, Arturo no había revelado sus planes a nadie excepto a Merlín, de modo que a oídos de Lancelot no llegaría la menor pista; me dio un abrazo a modo de disculpa por haberme engañado, pero sabía la alegría que me había proporcionado, pues no sólo iríamos al lugar donde Ginebra y Gwydre permanecían como rehenes, sino también al escondite de los dos asesinos de Dian, que se creían a salvo de toda venganza.

—Partimos esta noche —dijo Arturo—, y no descansaremos hasta el alba. Nos dirigimos al sur; quiero llegar a las montañas de más allá del Támesis por la mañana.

Nos cubrimos la armadura con el manto, amortiguamos el ruido de los cascos de los caballos con trapos y emprendimos el viaje a través de la noche. Los jinetes llevaban a sus bestias y Nimue nos llevaba a nosotros, guiada por su raro don de encontrar el camino en territorio desconocido y en la oscuridad.

En algún momento de la noche volvimos a entrar en Dumnonia y, mientras descendíamos desde las colinas hasta el valle del Támesis, avistamos a la derecha, en la distancia, el brillo del campamento de los hombres de Cerdic, en las afueras de Corinium. Tan pronto como dejamos atrás las colinas, el camino nos llevó inevitablemente entre aldeas y pueblos oscuros donde los perros nos ladraban al pasar, pero nadie salió a preguntarnos. Los habitantes estarían muertos o temían que fuéramos sajones, y así pasamos ante ellos como fantasmas. Uno de los jinetes de Arturo era nativo de las tierras ribereñas y nos condujo hasta un vado donde el agua nos llegaba al pecho. Sostuvimos en alto las armas y las bolsas de pan y cruzamos desafiando la fuerte corriente hasta alcanzar la otra orilla, donde Nimue pronunció en voz baja un encantamiento de invisibilidad dirigido al pueblo próximo. Al amanecer estábamos en los montes del sur, sanos y salvos en una de las fortalezas de tierra del pueblo antiguo.

Dormimos al sol y, por la noche, reemprendimos la marcha hacia el sur. Cruzamos feraces tierras no holladas aún por los sajones, pero tampoco nos salió ningún campesino al paso, pues nadie sino un loco sería capaz de detener a una banda de hombres armados que viajaba al amparo de la noche en tiempos de turbulencias. Al rayar el día habíamos llegado a la gran meseta y el sol naciente proyectaba las largas sombras de los túmulos funerarios del pueblo antiguo sobre el claro césped. En algunos túmulos aún había tesoros guardados por necrófagos de ultratumba, y los evitamos al buscar una hondonada donde los caballos pudieran pastar y nosotros, descansar.

Durante la noche siguiente dejamos atrás Las Piedras, el gran corro misterioso donde Merlín entregara a Arturo su espada y donde, muchos años antes, habíamos entregado oro a Aelle antes de la campaña del valle del Lugg. Nimue paseó ceremoniosamente entre los grandes pilares coronados tocándolos con la vara; después se detuvo en el centro del círculo mirando a las estrellas. La luna estaba casi llena e iluminaba las piedras con un resplandor pálido.

—¿Todavía son mágicas? —le pregunté cuando volvió a reunirse con nosotros.

—Un poco —dijo—, pero cada vez menos, Derfel. Toda nuestra magia se está desvaneciendo. Necesitamos la olla. —Sonrió en la oscuridad—. No está muy lejos ya —dijo—, noto su presencia, aún está viva, Derfel; la encontraremos y se la devolveremos a Merlín. —Hablaba con pasión, con la misma pasión con que hablaba cuando nos acercábamos al final del Sendero Tenebroso. Arturo avanzaba en la noche por Ginebra, yo por venganza y Nimue para llamar a los dioses con la olla mágica, pero aun así éramos pocos, y los enemigos, numerosos.

Nos habíamos adentrado mucho en los nuevos dominios de Lancelot pero no se veían soldados suyos por ninguna parte, ni rastro de las virulentas bandas cristianas que, según decían, seguían aterrorizando a los campesinos paganos. Nada tenían que hacer los lanceros de Lancelot en aquella parte de Dumnonia, pues estaban vigilando los caminos de Glevum, y los cristianos debían de haber acudido a reforzar su ejército porque lo consideraban obra de Cristo, de forma que descendimos sin interrupciones de la gran meseta hasta las vegas del río de la costa meridional de Dumnonia. Rodeamos la ciudad fortificada de Sorviodunum y olimos el humo de las casas incendiadas allí. Pero nadie salió a detenernos porque marchábamos bajo una luna casi llena y nos protegían los encantamientos de Nimue.

La quinta noche llegamos al mar. Habíamos dejado atrás sigilosamente la fortaleza romana de Vindocladia, donde, según Arturo, habría una guarnición de tropas de Lancelot y, al amanecer, nos ocultamos en los profundos bosques que dominaban el arroyo donde se alzaba el palacio de invierno. El palacio se encontraba a una milla a nuestra izquierda, y habíamos llegado sin que nadie nos viera, en la noche, como fantasmas en nuestra propia tierra.

Atacaríamos por la noche. Lancelot utilizaba a Ginebra a modo de escudo, nosotros le quitaríamos el escudo y, una vez libre, llevaríamos nuestras lanzas hasta su corazón. Pero no por Mordred, pues luchábamos ya por Arturo y por el reino feliz que vislumbrábamos después de la guerra.

Tal como ahora lo cuentan los bardos, luchamos por Camelot. Casi todos los lanceros durmieron aquel día, pero Arturo, Issa y yo nos arrastramos hasta el lindero del bosque a contemplar el palacio del mar, al otro lado del pequeño valle.

Se veía tan hermoso con la piedra blanca brillando al sol de la madrugada. Observamos el flanco oriental desde un pico ligeramente menos elevado que el palacio. En el muro de levante sólo se abrían tres pequeñas ventanas, de modo que parecía un gran alcázar blanco sobre una loma verde, aunque tal efecto quedaba deslucido por el enorme símbolo del pez que habían pintarrajeado torpemente con alquitrán sobre la encalada pared, seguramente para preservar el palacio de la ira de los cristianos itinerantes. Los constructores romanos habían abierto las ventanas en la larga fachada meridional que se asomaba al río, en cuya orilla sur se formaba una isleta arenosa; más allá, se extendía el mar. De la misma forma, los romanos habían relegado las cocinas, las habitaciones de los esclavos y los graneros al terreno norte de la parte de atrás de la villa, donde se encontraba la casa de madera de Gwenhwyvach. Allí había surgido además una pequeña aldea de chozas con techumbre de paja, que me imaginé servirían para acoger a los lanceros y a sus familias, y de los hogares salían pequeñas columnas de humo. Más allá de las chozas se encontraban los huertos y los campos de cultivo, y más allá aún, rodeados de profundos bosques, que en esa parte del país crecían densos, se extendían los campos de heno, segados en parte.

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