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Authors: Bernard Cornwell

El enemigo de Dios (56 page)

BOOK: El enemigo de Dios
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—Pero Lancelot no ha matado a Sagramor —dije, con la esperanza de no equivocarme—, y Sagramor tiene un ejército.

—Sagramor vive —me aseguró Merlín, pero en seguida me dio las peores noticias de aquella noche nefasta—; ha sido atacado por Cerdic. Tengo la impresión —prosiguió— de que Lancelot y Cerdic han acordado repartirse Dumnonia entre ambos. Cerdic se quedará con las tierras fronterizas y Lancelot gobernará el resto del territorio.

Me quedé sin palabras. Me parecía incomprensible. ¿Cerdic campaba a sus anchas por Dumnonia? ¿Y los cristianos se habían levantado para entronizar a Lancelot? Había sucedido todo tan súbitamente, en pocos días... Antes de salir de Dumnonia no habíamos percibido señal alguna de lo que se fraguaba.

—Señales hubo —comentó Merlín como si me hubiera leído el pensamiento—. Señales hubo, pero ninguno de nosotros las tomó en serio. ¿A quién le importaba que un puñado de cristianos pintara un pez en la puerta de su casa? ¿A quién le importaba su fanatismo? Nos acostumbramos tanto a los raptos de sus sacerdotes que ni escuchábamos ya sus palabras. ¿Quién de nosotros cree que su dios vendrá a Britania dentro de cuatro años? Señales hubo, Derfel, mas no las vimos. No obstante, la causa del horror no es ésa.

—Sansum y Lancelot son la causa —dije.

—La olla es la causa —me corrigió Merlín—. La han utilizado, Derfel, y su poder se ha desatado en la tierra. Sospecho que la poseen Dinas y Lavaine, aunque ignoran cómo controlarla, y así el horror se extiende sin tino.

Seguí avanzando en silencio. Ya se divisaba el mar Severn como una marea reptante de negro plateado a la luz de la luna. Ceinwyn lloraba en silencio y le tomé la mano.

—He descubierto —le dije, procurando distraerla del dolor— quien es mi padre. Ayer mismo lo averigüé.

—Tu padre es Aelle —intervino Merlín plácidamente, y me quede mirándolo.

—¿Cómo lo sabéis?

—Lo llevas escrito en la cara, Derfel, en la cara. Esta noche, cuando irrumpiste por la puerta, sólo te faltaba la piel de oso para ser él. —Me sonrió—. Te recuerdo como un niño muy serio, siempre preguntando y frunciendo el ceño, pero esta noche te presentaste como un guerrero de los dioses, un ser terrorífico de hierro y acero, escudo y penacho.

—¿Es cierto eso? —me preguntó Ceinwyn.

—Sí —dije, temiendo su reacción. Pero no tenía motivos para temer.

—En tal caso, Aelle ha de ser un gran hombre —concluyó con firmeza, y me sonrió tristemente—, lord príncipe.

Llegamos al mar y viramos hacia el norte. No teníamos adonde ir, salvo hacia Gwent o Powys, donde la locura no se había extendido todavía, pero nuestro camino terminó en el punto en que la marea que subía rompía en blanca espuma sobre una gran extensión de barro. El mar nos quedaba a la izquierda y, a la derecha, las marismas de Avalon, y tuve la sensación de que estábamos atrapados; pero Merlín dijo que no había por qué preocuparse.

—Descansad —nos aconsejó—, porque enseguida recibiremos ayuda. —Miró hacia levante, donde una raya de luz despuntaba sobre las colinas que rodeaban las marismas—. Al alba —anunció—, cuando el sol haya salido del todo, llegará nuestra ayuda. —Se sentó a jugar con Seren y sus gatitos mientras los demás nos acostábamos en la arena, con los paquetes al lado, y Pyrlig, nuestro bardo, cantaba la canción de amor de Rhiannon, que siempre había sido la preferida de Dian. Ceiwnyn lloraba rodeando a Morwenna con un brazo, y yo miraba fijamente el inquieto mar gris soñando con la venganza.

El sol salió anunciando otro agradable día de verano en Dumnonia, aunque aquel día los soldados de Dumnonia se desparramarían por el país buscándonos. Finalmente habían usado la olla, los cristianos se habían apiñado alrededor de la enseña de Lancelot, el horror se extendía por toda la tierra y los esfuerzos de Arturo estaban en peligro.

Aquella mañana, los hombres de Lancelot no eran los únicos que nos buscaban. La noticia del incendio en la fortaleza de Ermid había llegado a las aldeas de los pantanos, y también que la macabra ceremonia celebrada en Ynys Wydryn había sido una boda cristiana, y todo enemigo de los cristianos era amigo del pueblo marismeño, de modo que los barqueros, los rastreadores y los cazadores organizaron partidas por todos los pantanos para dar con nosotros.

Nos encontraron dos horas después de la salida del sol y nos llevaron hacia el norte siguiendo los senderos pantanosos donde el enemigo no osaría adentrarse. A la caída de la noche y fuera ya de las marismas, nos hallábamos cerca de la ciudad de Abona de donde partían barcos hacia las costas de Siluria cargados de cereales, alfarería, estaño y plomo. Un grupo de hombres de Lancelot montaba guardia en los embarcaderos situados en el puerto fluvial, pero el ejército estaba muy repartido y no había más de veinte lanceros vigilando los barcos, ebrios en su mayoría porque habían saqueado un cargamento de hidromiel. Acabamos con todos. La muerte había llegado ya a Abona, pues doce cuerpos de paganos yacían en el lodo sobre la línea, seca ya, de la marea. Los cristianos fanáticos que habían asesinado a los paganos habían partido ya a unirse al ejército de Lancelot, y las gentes que quedaban en la ciudad lloraban. Nos contaron lo sucedido y juraron ser inocentes de la matanza; luego cerraron con trancas las puertas de sus casas, pintadas todas con el símbolo del pez. A la mañana siguiente, con la marea alta navegamos rumbo a Isca, en Siluria, la plaza fuerte de Usk donde Lancelot había construido su palacio cuando recibió de mala gana el poco propicio trono de Siluria.

Ceinwyn estaba sentada a mi lado, junto a los imbornales de la nave.

—¡Es curioso cómo vienen y van las guerras con los reyes! —exclamó.

—¿Qué? —pregunté.

—Uther murió —dijo—, y no hubo sino guerras hasta que llegó Arturo y mató a mi padre, luego tuvimos paz, y ahora, cuando Mordred sube al trono, volvemos a tener guerra. Es como las estaciones del año, Derfel. La guerra viene y va. —Apoyó la cabeza en mi hombro—. ¿Qué pasará ahora?

—Las niñas y tú iréis al norte, a Caer Sws —dije—, y yo me quedaré luchando.

—¿Arturo también luchará?

—Si han matado a Ginebra —dije—, luchará hasta que no quede un enemigo con vida. —Nada sabíamos de Ginebra, pero si los cristianos extendían el terror por toda Dumnonia, no parecía posible que la hubieran dejado al margen.

—Pobre Ginebra —dijo Ceinwyn—, y pobre Gwydre —apreciaba mucho al hijo de Arturo.

Tocamos tierra en el río Usk, a salvo por fin en territorio gobernado por Meurig, y desde allí caminamos hacia el norte, a Burrium, la capital de Gwent. Gwent era un país cristiano, pero la demencia que barría Dumnonia no se había extendido aún hasta su territorio. El rey de Gwent era cristiano, y tal vez dicha circunstancia hubiera bastado para que su pueblo mantuviera la calma.

—Arturo tenía que haber abolido el paganismo —comentó Meung en tono de reproche.

—¿Por qué, lord in? —pregunté—. El mismo es pagano.

—Yo diría que la verdad de Cristo es cegadoramente cierta —dijo Meurig—. Si un hombre no es capaz de leer las mareas de la historia, sólo él tiene la culpa. El cristianismo es el futuro, lord Derfel, y el paganismo es el pasado.

—Un futuro que por lo visto será breve —comenté sarcásticamente—, si el fin de la historia se va a producir dentro de cuatro años.

—¡No será el fin, sino el principio! —exclamó Meurig—. ¡Cuando Cristo vuelva a la tierra, lord Derfel, llegarán días de gloria! Todos seremos reyes, todos seremos dichosos y todos seremos benditos.

—Excepto los paganos.

—Naturalmente, hay que alimentar el infierno. Pero aún estáis a tiempo de aceptar la verdadera fe.

Tanto Ceinwyn como yo rechazamos la invitación al bautismo y, a la mañana siguiente, Ceinwyn partió hacia Powys con Morwenna y Seren, acompañadas por otras mujeres con sus hijos. Los lanceros abrazamos a nuestras familias y las vimos alejarse hacia el norte. Meurig les proporcionó una escolta y yo envié a seis de los míos con orden de volver tan pronto como las mujeres quedaran a salvo en los dominios de Cuneglas. Malaine, druida de Powys, fue con ellas, pero Merlín y Nimue, que habían reemprendido la búsqueda de la olla con el mismo ardor con que lo habían hecho en la época del Sendero Tenebroso, permanecieron con nosotros.

El rey Meurig nos acompañó a Glevum; tratábase de una ciudad dumnonia situada en la frontera con Gwent, y sus murallas de tierra y madera guardaban el dominio de Meurig, de modo que éste, previsoramente, había enviado allí una guarnición de lanceros con el fin de asegurarse de que los tumultos de Dumnonia no se extendieran por el norte hasta Gwent. Tardamos medio día en llegar a Glevum y allí, en el espacioso salón romano donde había tenido lugar el último gran consejo de Uther, encontré al resto de mis hombres, a los hombres de Arturo y al propio Arturo.

Me vio entrar en la fortaleza y su expresión de alivio fue tan sincera que se me llenaron los ojos de lágrimas. Mis lanceros, los que se habían quedado con Arturo cuando me dirigí al sur en busca de mi madre, lanzaron vítores y luego se produjo un gran revuelo de reencuentros e intercambio de noticias. Les conté lo sucedido en la fortaleza de Ermid, les dije los nombres de los que habían muerto, los tranquilicé porque sus esposas seguían con vida y luego me dirigí a Arturo.

—Pero mataron a Dian —dije.

—¿A Dian? —Me dio la impresión de que no me creía.

—A Dian —repetí, y las malditas lágrimas me cegaron nuevamente.

Arturo me acompañó fuera del recinto, me pasó la mano por los hombros y recorrimos las murallas de Glevum; los hombres de Meurig con sus mantos rojos dominaban en aquel momento todas las almenas. Me obligó a repetir el relato completo, desde el mismo momento en que nos separamos hasta el instante en que tomamos la nave desde Abona.

—Dinas y Lavaine —pronunció los nombres con amargura, luego desenvainó a Excalibur y besó la hoja gris—. Hago mía tu venganza —anunció con solemnidad, y volvió a enfundar la espada.

Estuvimos un rato sin hablar, apoyados en lo alto de la muralla contemplando el ancho valle del sur de Glevum. Todo parecía en paz. El heno estaba a punto para la siega y entre el maíz destacaban las amapolas.

—¿Sabes algo de Ginebra? —preguntó Arturo rompiendo el silencio, y me pareció percibir un matiz de desesperación en su voz.

—No, señor.

Se estremeció pero en seguida se sobrepuso.

—Los cristianos la odian —dijo con un hilo de voz y, cosa extraña en él, tocó la empuñadura de hierro de Excalibur para ahuyentar el mal.

—Señor —dije, tratando de calmarlo—, tiene guardias a su servicio y el palacio está a la orilla del mar. De haberse encontrado en peligro, habría huido.

—¿A dónde? ¿A Broceliande? ¿Y si Cerdic ha enviado naves? —Cerró los ojos unos segundos y sacudió la cabeza—. Sólo nos cabe esperar noticias.

Le pregunté por Mordred pero no sabía más que el resto de nosotros.

—Sospecho que ha muerto —dijo sombríamente— pues si hubiera escapado, tendría que haber llegado ya aquí.

De quien sí tenía nuevas frescas era de Sagramor, pero eran poco halagüeñas.

—Cerdic le ha asestado un duro golpe. Caer Ambra ha caído, Calleva se ido y Corinium está asediada. Supongo que resistirá unos cuantos días más, porque Sagramor consiguió añadir doscientas lanzas a la guarnición, pero se quedarán sin víveres a finales de mes. Al parecer, volvemos a estar en guerra. —Soltó una breve y ronca risotada—. No erraste en cuanto a Lancelot ¿verdad?, y yo estaba ciego. Creí que era amigo. —No dije nada, sólo lo miré y, para mi sorpresa, descubrí que le habían salido canas en las sienes. A mí seguía pareciéndome joven, pero supuse que cualquiera que lo viera en aquellos momentos por primera vez pensaría que era ya un hombre maduro—. ¿Cómo habrá sido Lancelot capaz de introducir a Cerdic en Dumnonia? —preguntó con furia—. ¿Y de arrastrar a los cristianos en su locura?

—Porque quiere ser rey de Dumnonia —dije— y necesita sus lanzas. Y Sansum quiere ser su consejero principal, su tesorero real y todo lo demás.

—¿Crees de verdad —preguntó con un estremecimiento— que Sansum había planeado nuestra muerte en el templo de Cadoc?

—¿Quién, si no? —pregunté a mi vez. Estaba convencido de que había sido Sansum el primero en relacionar el pez de la enseña de Lancelot con el nombre de Cristo, y quien había espoleado el fervor de la exaltada comunidad cristiana en favor de Lancelot con la intención de alzarlo al trono de Dumnonia. No creía que Sansum confiara a pies juntillas en la inminente llegada de Cristo, pero sí deseaba concentrar todo el poder que le fuera posible y Lancelot era su candidato para el reino de Dumnonia. Si Lancelot lograba hacerse con el trono, todas las riendas del poder reverterían en el señor de los ratones—. Es un canalla peligroso —dije rencorosamente—. Teníamos que haberlo matado hace diez años.

—¡Pobre Morgana! —suspiró Arturo, y luego sonrió de modo extraño—. ¿Qué hicimos de malo? —me preguntó.

—¿Nosotros? —pregunté indignado—. No hemos hecho nada malo.

—No hemos llegado a comprender lo que querían los cristianos —dijo—, pero ¿de qué nos habría servido comprenderlo? No habrían aceptado jamás nada que no fuera la más aplastante victoria.

—No es por lo que nosotros hayamos hecho, sino el efecto que ejerce el calendario sobre ellos. El año quinientos los trastoca.

—Tenía la esperanza —replicó en voz baja— de haber eliminado la locura de Dumnonia.

—Les disteis paz, señor, y la paz les dio la oportunidad de engordar su locura. Si hubiéramos seguido en lucha con los sajones durante todos estos años, habrían abocado sus energías en la batalla y en la supervivencia; pero les dimos tiempo para fomentar la imbecilidad.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó encogiéndose de hombros.

—¿Ahora? ¡Luchar!

—¿Con qué? —preguntó amargamente—. Sagramor tiene suficiente con Cerdic. Cuneglas nos prestará algunas lanzas, no lo dudo, pero Meurig no luchará.

—¿No? —pregunté alarmado—. ¡Pero se comprometió con el juramento de la Mesa Redonda!

—¡Esos juramentos, Derfel! —replicó Arturo con una sonrisa triste—. ¡Cómo nos persiguen! Y al parecer, los hombres los toman a la ligera en estos malos tiempos. También Lancelot hizo el juramento, ¿no es cierto? Sin embargo, Meurig dice que habiendo muerto Mordred, no hay
casus belli. —
Lo dijo en latín con rabia, y me acorde del día en que Meurig había usado esas mismas palabras antes de la batalla del valle del Lugg, y Culhwch se había reído de la erudición del rey repitiendo el latinajo a gritos.

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