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Authors: Bernard Cornwell

El enemigo de Dios (53 page)

BOOK: El enemigo de Dios
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Pagué a Balig y nos adentramos en tierra firme cruzando campos llanos y húmedos. No lejos de la playa había un poblado, pero los habitantes habían avistado el humo, estaban asustados y, tomándonos por enemigos, huyeron a sus cabañas. En el poblado había una pequeña iglesia, una simple choza de paja con una cruz de madera clavada al hastial, pero no vimos rastro de los cristianos. Uno de los habitantes paganos, que no habían desaparecido, me contó que todos los cristianos se habían ido hacia el este.

—Seguían a su sacerdote, señor —me dijo.

—¿Por qué? ¿Adonde iban? —le pregunté.

—No lo sabemos, señor. —Se quedó mirando el humo en la lejanía—. ¿Han vuelto los sajones?

—No —le consolé, con la esperanza de no equivocarme. La humareda parecía provenir de unas seis o siete millas de distancia y no creí posible que Cerdic ni Aelle se hubieran adentrado tanto en Dumnonia. De ser así, toda Britania estaría perdida.

Continuamos la marcha apresuradamente. En aquellos momentos lo único que deseábamos era encontrar a nuestras familias y asegurarnos de que estaban a salvo, ya averiguaríamos después lo que sucedía. Teníamos dos rutas posibles para llegar a la fortaleza de Ermid. Una, la más larga, se adentraba en la tierra, nos llevaría cuatro o cinco horas y tendríamos que cubrirla en su mayor parte durante la noche, y la otra cruzaba las extensas marismas de Avalon; era una zona pantanosa traicionera, jalonada de arroyuelos, ciénagas rodeadas de sauces y yermos cubiertos de juncias donde, con la pleamar y cuando el viento soplaba de poniente, el mar entraba a veces y llenaba e inundaba los niveles ahogando a los viajeros desprevenidos. Existían algunas rutas entre las ciénagas, e incluso senderos de troncos que llevaban a los sotos de sauces desmochados y a los pozos donde se tendían trampas para pescar anguilas y otros peces, pero ninguno de nosotros conocía aquellos vericuetos. A pesar de todo, escogimos el camino peligroso porque era el más corto para llegar a casa.

Encontramos a un guía al caer la tarde. Era pagano, como la mayoría de los habitantes de las marismas y, tan pronto como supo quién era yo, se ofreció a ayudarnos de buena gana. En medio de las marismas, alzándose oscuro en el ocaso, avistamos el Tor. Teníamos que pasar por allí forzosamente, nos dijo el guía, y luego buscar a un barquero de Ynys Wydryn que nos transportara en una barca de juncos por las aguas poco profundas del lago de Issa.

Aún llovía cuando salimos del pueblo del pantano, las gotas golpeaban los juncos y moteaban los charcos pero, al cabo de una hora cesó y, poco a poco, la luna, lechosa y lánguida, empezó a brillar tenuemente tras las nubes ligeras que la brisa arrastraba desde poniente. Nuestro camino cruzaba negras zanjas sobre puentes de tablones, pasaba por las intrincadas urdimbres de mimbre de las trampas para anguilas y serpenteaba incomprensiblemente entre relucientes ciénagas donde el guía musitaba encantamientos contra los espíritus del pantano. Nos contó que algunas noches se veían extrañas luces azules flotando sobre las húmedas planicies; pensaba que eran los espíritus de las gentes que habían muerto en aquellos laberintos de agua, cieno y juncias. El ruido de nuestros pasos asustaba a las aves silvestres, que, presas de pánico, levantaban el vuelo de sus nidos agitando las alas oscuras contra el cielo nublado. El guía iba hablando conmigo y me contaba que, bajo las aguas del pantano, dormían dragones y demonios necrófagos que se deslizaban entre los ponzoñosos arroyos. Llevaba un collar hecho con las vértebras de un ahogado; según él era el único amuleto seguro contra los seres temibles que poblaban nuestro tétrico camino.

Tenía la impresión de que no acortábamos distancias al Tor, pero no era sino el producto de la impaciencia pues yarda a yarda, arroyo a arroyo, íbamos acercándonos; a medida que el gran farallón crecía y se elevaba contra el cielo, empezamos a distinguir un brillante resplandor de luz al pie de la peña. Era una gran llama, y al principio pensamos que el templo del Santo Espino estaría ardiendo, pero al acercarnos, el resplandor no aumentaba y supuse que se trataría de hogueras, encendidas quizás para iluminar alguna ceremonia cristiana cuyo fin fuera preservar el templo de la desgracia. Hicimos todos un gesto contra el mal y, por fin, alcanzamos el terraplén que llevaba directamente de las tierras húmedas al terreno más elevado de Ynys Wydryn.

Allí nos dejó el guía. Prefería los peligros del pantano a los del fuego de Ynys Wydryn, de modo que se arrodilló ante mí y le recompensé con el último oro que me quedaba, después se levantó y le di las gracias.

Cruzamos los seis el pueblo de Ynys Wydryn, lugar de pescadores y canasteros. Las casas estaban a oscuras y los callejones vacíos, sólo encontramos perros y ratas. Nos dirigíamos hacia la empalizada de madera que rodeaba el templo y, aunque veíamos el humo iluminado de las hogueras que se levantaba por encima de la valla, aún no podíamos ver lo que sucedía dentro; pero el camino nos llevó más allá de la entrada principal de la iglesia y, al acercarnos, vi a dos lanceros haciendo guardia en la puerta. El resplandor de las fogatas que llegaba por las puertas abiertas iluminó el escudo de uno de ellos y vi un símbolo que jamás hubiera esperado ver en Ynys Wydryn. Era el águila pescadora de Lancelot con el pez entre las patas.

Nosotros llevábamos el escudo atado a la espalda, de modo que no se veían las estrellas blancas y, aunque todos teníamos la cola de lobo gris, los lanceros debieron de tomarnos por amigos, pues no hicieron amago de detenernos cuando nos aproximamos. Al contrario, pensarían que deseábamos entrar en el templo y se hicieron a un lado; sólo cuando ya estaba en medio de la entrada, atraído por la curiosidad que me despertaba la inesperada presencia de Lancelot, los dos lanceros se percataron de que no éramos camaradas suyos. Uno intentó cerrarme el paso con la pica.

—¿Quién eres? —preguntó en tono desafiante.

Aparté la lanza y entonces, antes de que pudiera dar la voz de alarma, lo arrojé de la entrada con un empujón mientras Issa se llevaba a su compañero a rastras. Había una numerosa congregación en el templo, pero todos estaban de espaldas a nosotros y nadie se percató del incidente de la entrada. Tampoco pudieron oír nada porque la multitud cantaba y recitaba y el poco ruido que hicimos quedó ahogado por su confuso parloteo. Arrastré a mi cautivo hacia las sombras del camino y me arrodillé a su lado. Se me había caído la lanza al atacarlo en la entrada, de modo que saqué el puñal que llevaba al cinturón.

—¿Eres soldado de Lancelot? —le pregunté.

—Sí —dijo entre dientes.

—¿Y qué haces aquí? Esto es el país de Mordred.

—El rey Mordred ha muerto —respondió, intimidado por el puñal que le amenazaba la garganta. No dije nada, pues la respuesta me sorprendió tanto que me quedé sin palabras. El hombre debió de tomar mi silencio por el presagio de su muerte, pues gritó desesperado—: ¡Todos han muerto! —exclamó.

—¿Quiénes?

—Mordred, Arturo, todos.

Durante unos segundos, mi mundo se tambaleó desde los cimientos. El hombre intentó oponer resistencia, pero la presión de la hoja en la garganta lo aquietó.

—¿Cómo? —pregunté entre dientes.

—No lo sé.

—¿Cómo? —pregunté en voz más alta.

—No lo sabemos —insistió—. Mordred fue asesinado antes de que llegáramos y dicen que Arturo murió en Powys.

Me giré e hice una seña a uno de mis hombres para que mantuvieran a los dos lanceros en silencio a punta de lanza. Luego, conté las horas desde que me había despedido de Arturo. Hacía muy pocos días que me había separado de él en la cruz de Cadoc y su camino de vuelta era mucho más largo que el mío; pensé que si hubiera muerto, la noticia no habría podido llegar a Ynys Wydryn antes que yo.

—¿Vuestro rey está aquí? —pregunté al hombre.

—Sí.

—¿A qué ha venido?

—A tomar posesión del trono, señor —contestó el lancero en un susurro audible apenas.

Cortamos unas tiras de tela del manto de los lanceros, los atamos de pies y manos y les llenamos la boca de lana para que guardaran silencio. Los abandonamos en una zanja, les advertimos que no se movieran y volví con mis cinco hombres a las puertas del templo. Quería ver lo que pasaba dentro, enterarme de cuanto pudiera y después, volver rápidamente a casa.

—Cubrios el casco con el manto —ordené a mis hombres, e invertid el escudo.

Nos colocamos el manto por encima del casco con el fin de ocultar la cola de lobo y nos sujetamos el escudo más abajo de lo normal para que las estrellas no se vieran, y de tal guisa entramos sigilosamente en el templo, esta vez ya sin centinelas en la puerta. Nos movimos entre las sombras, rodeando la últimas filas de la exaltada multitud hasta que llegamos a los cimientos de piedra de la capilla que Mordred había empezado a construir para su difunta madre. Nos encaramamos a las piedras más altas del sepulcro inacabado y desde allí vimos las cabezas de la gente y las cosas extrañas que sucedían entre la doble fila de hogueras que iluminaba la noche de Ynys Wydryn.

Al principio me pareció una ceremonia cristiana igual a la que había presenciado en Isca, porque el pasillo entre las hogueras estaba lleno de mujeres que bailaban, hombres que se bamboleaban y sacerdotes que cantaban. Sus voces eran una barahúnda de gritos, gemidos y lamentos. Unos monjes con látigos de cuero paseaban entre los extasiados azotándoles las desnudas espaldas, y cada nuevo azote arrancaba mayores exclamaciones de gozo. Una mujer, arrodillada ante el espino sagrado, gritaba:

—¡Jesús nuestro señor! ¡Ven!—. Un monje, presa de un rapto, la azotó con tanta fuerza que su espalda desnuda quedó completamente cubierta de sangre; cada golpe de flagelo aumentaba el frenesí de su oración.

Estaba a punto de saltar del sepulcro para volver a las puertas cuando llegaron unos lanceros procedentes de los edificios anexos al templo y apartaron rudamente a los suplicantes para dejar libre un espació entre las hogueras que iluminaban el espino sagrado. Se llevaron a rastras a la mujer que gritaba
y
entraron más lanceros, dos de los cuales portaban una litera tras la cual, el obispo Sansum avanzaba con un séquito de sacerdotes suntuosamente ataviados. Lancelot y su ayudantes desfilaban con los sacerdotes. Bors, el paladín de Lancelot, también estaba allí, y Amhar y Loholt, pero no vi a los temibles gemelos Lavaine y Dinas.

El griterío de la multitud aumentó cuando apareció Lancelot. Tendían las manos hacia él y algunos hasta se arrodillaron a su paso. Se había ataviado con su blanca cota de escamas esmaltadas, que según juraba, había pertenecido a un antiguo héroe llamado Agamenón; llevaba el yelmo negro con alas de cisne y su largo pelo negro, que solía untar de aceite para que brillara, caía desde el yelmo por la espalda suavemente, sobre una capa sujeta en los hombros. Tenía Espada de Cristo al costado y las piernas cubiertas con altas botas rojas de guerra. Tras él avanzaba su guardia sajona, de hombres altísimos armados con cota de malla plateada y hachas de guerra de ancha hoja donde se reflejaban las llamas de las hogueras. No vi a Morgana pero un coro de sus santas mujeres envueltas en blanco trataba vanamente de imponer su cántico a las exclamaciones y berridos de la exaltada turba.

Uno de los lanceros portaba una estaca, que colocó en un agujero preparado a tal efecto junto al Santo Espino. Por un momento temí que tendríamos que ver a un pobre pagano quemado en la hoguera y escupí para ahuyentar el mal. La víctima llegaba en la litera, pues los hombres que la transportaban depositaron la carga al lado del espino sagrado y se apresuraron a atar al prisionero a la estaca; pero cuando se apartaron y vimos con claridad, me di cuenta de que no se trataba de un prisionero ni habría sacrificios en la hoguera. Ciertamente, quien estaba atado al palo no era un pagano sino un cristiano, y no íbamos a presenciar una muerte sino unos esponsales.

Entonces me acordé de la extraña profecía de Nimue. Los muertos contraerían matrimonio.

Lancelot, el futuro esposo, se situó junto a la futura esposa, que estaba atada a la estaca. Era una reina, princesa de Powys en otro tiempo, princesa de Dumnonia después y, más tarde, reina de Siluria. Era Norwenna, nuera de Uther, rey supremo, y madre de Mordred, que llevaba muerta catorce años. Todo aquel tiempo había pasado en la tumba, pero había sido desenterrada, y sus restos atados al poste junto al Santo Espino, cargado de votos.

Yo miraba horrorizado, hice un gesto para ahuyentar el mal y toqué la cota de hierro de mi armadura. Issa me agarró por el brazo como para convencerse de que no era víctima de una pesadilla inimaginable.

La difunta reina era poco más que un esqueleto. Le habían cubierto los hombros con una capa blanca que no ocultaba los tétricos jirones de piel amarillenta y los gruesos pegotes de carne blanca y grasa que aún le pendían de los huesos. El cráneo, ladeado y sujeto por una de las cuerdas que la mantenían atada al poste, estaba medio cubierto de piel tensa, la mandíbula pendía del cráneo sólo por un lado, pues el otro se había roto, y los ojos no eran más que negras sombras en la máscara de la muerte de su rostro. Uno de los lanceros la había coronado con una guirnalda de amapolas, y de su cabeza colgaban unos húmedos mechones de pelo que caían lacios sobre la capa.

—¿Qué están haciendo? —me preguntó Issa en voz baja.

—Lancelot reclama Dumnonia —musité—, y casándose con Norwenna emparenta con la familia real de Dumnonia. —No podía haber otra explicación. Lancelot estaba adueñándose del trono de Dumnonia, y la macabra ceremonia entre las grandes hogueras le daría una magra justificación legal. Se casaba con la muerta para convertirse así en heredero de Uther.

Sansum pidió silencio y los monjes que llevaban flagelos gritaron a la exaltada multitud, que poco a poco fue calmando su frenesí. De vez en cuando gritaba una mujer y la muchedumbre se estremecía, pero por fin se hizo el silencio. Las voces del coro cesaron y Sansum levantó los brazos y rogó al dios todopoderoso que bendijera la unión de un hombre y una mujer, el rey presente y la reina presente, y luego indicó a Lancelot que tomara la mano de la esposa. Lancelot tomó los huesos amarillentos con su enguantada mano derecha; tenía levantados los protectores de las mejillas del yelmo y vi que sonreía. El gentío gritó alborozado; me acordé de las palabras de Tewdric sobre señales y portentos y supuse que para los cristianos, aquella boda irreverente sería una prueba de la inminente llegada de su dios.

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