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Authors: Bernard Cornwell

El enemigo de Dios (50 page)

BOOK: El enemigo de Dios
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Arturo desmigajó un trozo de pan en el plato.

—¿De verdad os congratulan las revueltas? —le preguntó—. ¿Os parece bien que ataquen a los paganos? ¿Que se incendien y se pintarrajeen los templos?

Tewdric miró por la puerta abierta hacia los verdes bosques que se apelmazaban alrededor de su pequeño monasterio.

—Supongo que ha de ser difícil de entender para los demás —dijo, evitando responder directamente a la pregunta de Arturo—. Los disturbios deben ser interpretados como síntomas de excitación, lord Arturo, no como señales de la gracia divina. —Se santiguó y nos sonrió—. Nuestra fe —dijo con convicción— es la fe del amor. El hijo de Dios se humilló para salvarnos de nuestros pecados, y nos invita a imitarlo en todos nuestros actos y pensamientos. Nos dice que amemos a nuestros enemigos y que hagamos el bien a los que nos odian, aunque son mandamientos difíciles de cumplir, excesivamente difíciles para la mayoría de la gente. Y no debemos olvidar qué rogamos en nuestras más fervientes oraciones, rogamos por el regreso de Nuestro Señor Jesucristo. —Se santiguó nuevamente—. La gente reza y desea el segundo advenimiento del Señor, y temen que si en el mundo impera el paganismo todavía, tal vez no regrese, y por eso sienten el impulso de acabar con los infieles.

—La destrucción del paganismo —puntualizó Arturo con aspereza— no me parece un fin propio de una religión que predica el amor.

—Acabar con el paganismo es un acto lleno de amor —insistió Tewdric—. Si vosotros los paganos os negáis a aceptar a Cristo, seguro que iréis al infierno. Aunque hayáis sido virtuosos arderéis eternamente. Los cristianos tenemos el deber de salvaros de tan horrendo destino, ¿acaso tal deber no es un acto de amor?

—No, si no deseo ser salvado —replicó Arturo.

—Entonces, debéis soportar la enemistad de los que os aman —replicó Tewdric—, al menos hasta que la excitación se aplaque, porque se aplacará. Estos entusiasmos nunca duran mucho tiempo, y si nuestro Señor Jesucristo no vuelve dentro de cuatro años, seguro que la exaltación se desvanecerá hasta la celebración del primer milenio. —Se quedó mirando de nuevo los profundos bosques—. ¡Qué gloria sería —exclamó como transido— si yo viviera para ver a mi Salvador en Britania! —Se volvió otra vez hacia Arturo—. Los portentos que precederán su regreso serán inquietantes, me temo. Sin duda, los sajones serán una molestia. ¿Son motivo de graves problemas últimamente?

—No —replicó Arturo—, pero su número aumenta de año en año. Creo que no permanecerán tranquilos mucho tiempo.

—Rezaré para que Cristo venga antes de que ellos se agiten —dijo Tewdric—. No creo que pueda soportar que los sajones se apoderen de nuestras tierras. Aunque a mí ya no me concierne, claro —añadió apresuradamente—; ahora he dejado esa clase de asuntos en manos de Meurig. —Se levantó al oír un cuerno cerca de la capilla—. ¡Es la hora de la oración! —exclamó contento—. ¿Deseáis uniros a mí, por ventura?

Nos excusamos y, a la mañana siguiente, nos alejamos del monasterio del viejo rey y subimos las colinas hasta llegar a Powys. Dos noches más tarde entramos en Caer Sws, donde nos reunimos con Culhwch, que prosperaba en su nuevo reino. Aquella noche bebimos todos hidromiel en exceso y a la mañana siguiente, cuando Cuneglas y yo cabalgamos hasta Cwm Isaf, me dolía la cabeza. El rey había mantenido intacta nuestra antigua casa.

—Nunca se sabe cuándo podrás necesitarla otra vez, Derfel —me dijo.

—Pronto, tal vez —admití con tristeza.

—¿Pronto? Eso espero.

—En realidad, no somos queridos en Dumnonia. Mordred me guarda rencor.

—Pues pide que te liberen de tu juramento.

—Lo pedí, y se negó a dármelo. —Lo había solicitado después de la ceremonia de proclamación, cuando la vergüenza de los dos azotes todavía me quemaba la cara; seis meses más tarde, insistí y una vez más me lo negó. Así demostró inteligencia, pues sabía que la forma más efectiva de castigarme era obligarme a servirle.

—¿Necesita a tus lanceros? —me preguntó Cuneglas, sentado en un banco bajo un manzano, a la puerta de su casa.

—Sólo mi lealtad a regañadientes —repliqué con amargura—. No parece que quiera librar batalla alguna.

—Entonces no es tan insensato —comentó secamente. Después hablamos de Ceinwyn y de las niñas; Cuneglas se ofreció a mandar a Malaine, su nuevo druida mayor, junto a Dian—. Malaine domina admirablemente la hierbas —dijo—. Mejor que el viejo Iorweth. ¿Sabías que ha muerto?

—Lo sabía. Y si podéis prescindir de Malaine, lord rey, os lo agradecería.

—Partirá mañana. No puedo soportar que mis sobrinas estén enfermas. ¿Nimue no os ayuda?

—Ni más ni menos que Merlín —dije, rozando la punta de la hoja de una vieja hoz incrustada en la corteza del manzano. Toqué el hierro para evitar el mal que amenazaba a Dian—. Los viejos dioses —dije con amargura— han abandonado a Dumnonia.

—Derfel —dijo Cuneglas con una sonrisa—, subestimar a los dioses nunca da buen resultado. Volverán a florecer en Dumnonia. —Hizo una pausa—. A los cristianos les gusta llamarse ovejas a sí mismos, ¿no es así? Bueno, pues oiremos sus balidos cuando vengan los lobos.

—¿Qué lobos?

—Los sajones —replicó, descontento—. Nos han dejado en paz diez años pero no cesan de arribar naves a las costas orientales y noto que su poder crece. Si comienzan a luchar de nuevo contra nosotros, esos cristianos que tanto te preocupan agradecerán las espadas paganas. —Se levantó y me puso la mano en el hombro—. El asunto de los sajones no ha concluido, Derfel, no ha concluido.

Aquella noche nos ofreció una fiesta y a la mañana siguiente, con un guía que nos proporcionó el propio Cuneglas, viajamos hacia el sur, hacia las grises montañas que formaban la antigua frontera de Siluria.

Nos dirigíamos a una remota comunidad cristiana. Aún escaseaban los cristianos en Powys, pues Cuneglas expulsaba de su reino, sin miramientos, a los misioneros de Sansum siempre que descubría su presencia; pero había algunos en el reino, y abundaban en las antiguas tierras de Siluria. El grupo que buscábamos era famoso entre los cristianos de Britania por su santidad, la cual demostraban viviendo en la extrema pobreza en un lugar salvaje y hostil. Ligessac había encontrado refugio entre aquellos cristianos fanáticos que, como nos había contado Tewdric, mortificaban su cuerpo, es decir, que competían unos con otros por ver quién era capaz de vivir más miserablemente. Algunos moraban en cavernas, otros sobrevivían a la intemperie, otros sólo comían cosas verdes, otros rechazaban cualquier prenda de vestir, otros se cubrían con camisas de pelo en las que entretejían zarzas, otros llevaban coronas de espinas y otros se azotaban a sí mismos hasta sangrar, día tras día como los que habíamos visto flagelándose en Isca. En mi opinión, el mejor castigo para Ligessac era dejarlo allí, pero teníamos órdenes de prenderlo y llevarlo a Dumnonia, es decir, que tendríamos que enfrentarnos con el jefe de la comunidad, un obispo feroz llamado Cadoc, renombrado por su beligerancia.

Tal reputación nos persuadió de acudir armados al escuálido refugio de Cadoc, situado en los altos montes. No utilizamos nuestras mejores armaduras, al menos los que teníamos donde escoger, pues tanto lujo habría sido inútil con un grupo de santos fanáticos y medio locos, pero todos llevábamos yelmo, cota de malla o de cuero y escudo. Pensamos que al menos los avíos de guerrero intimidarían a los discípulos de Cadoc, que, según nuestro guía, no eran más de veinte.

—Y todos están locos —nos dijo el guía—. ¡Uno estuvo quieto como un muerto durante un año entero! Dicen que no movía ni un músculo..., tieso como un palo, y le metían comida por un lado y, por el otro, le retiraban la mierda. ¡Qué exigencias tan raras, las de ese dios!

El camino que llevaba al refugio de Cadoc, hecho por pies de peregrinos, subía retorciéndose por las laderas de montes anchos y desnudos donde los únicos seres vivos que se veían eran ovejas y cabras. No avistamos pastores, aunque seguro que ellos a nosotros sí.

—Si Ligessac tiene algo de sentido común —dijo Arturo— se habrá marchado. Seguro que a estas alturas ya nos han visto.

—¿Y qué vamos a decirle a Mordred?

—La verdad, naturalmente —replicó Arturo sin entusiasmo. Su armadura consistía en un sencillo casco de lancero y una coraza de cuero, pero hasta tan humildes aperos parecían limpios y correctos en él. Nunca tuvo la ostentosa vanidad de Lancelot pero le enorgullecía la buena presencia, y la expedición a aquellas áridas tierras altas ofendía de alguna manera su sentido del aseo y la corrección. El tiempo no ayudó mucho, pues hacía un día plomizo y gris de verano y un viento helado traía llovizna del oeste.

A pesar del triste ánimo de Arturo, nuestros hombres estaban alegres. Bromeaban sobre asaltar la fortaleza del poderoso rey Cadoc y se jactaban del oro, los aros de guerrero y los esclavos que capturarían, y tales extravagancias los hacían reír, hasta que por fin salvarnos el último repecho de los montes y contemplamos desde lo alto el valle donde Ligessac se había refugiado. Era verdaderamente un lugar inhóspito, un mar de lodo donde se levantaban una docena de cabañas redondas de piedra en torno a una pequeña iglesia cuadrada, de piedra también. Había algunos huertos míseros, una charca oscura y unos corrales de piedra para las cabras de la comunidad, pero no había empalizada.

La única defensa de que presumía el valle era una gran cruz de piedra con intrincados dibujos grabados y una imagen del dios cristiano gloriosamente entronizado. La cruz, una maravillosa obra de arte, marcaba el collado donde comenzaba la tierra de Cadoc y, al lado de la cruz, a la vista del diminuto asentamiento que se levantaba a unos escasos doce tiros de lanza, Arturo detuvo a la compañía.

—No invadiremos el terreno —nos dijo suavemente— hasta que hayamos hablado con ellos. —Apoyó la lanza en el suelo junto a los cascos delanteros de su montura y aguardó.

Vimos a unas cuantas personas en el poblado y, tan pronto como nos avistaron, corrieron a refugiarse en la iglesia de donde, un momento después, salió un hombre muy corpulento que se dirigió a nosotros a grandes zancadas. Era un verdadero gigante, alto como Merlín, de ancho pecho y grandes manos. También estaba muy sucio, no se había lavado la cara y llevaba un sayo marrón lleno de barro y porquería, mientras que su pelo gris, sucio como la ropa, no parecía haber recibido un lavado en su vida. La barba le crecía al descuido hasta más abajo de la cintura y, por detrás de la tonsura, le salían los enmarañados mechones disparados como si fuera un enorme vellocino gris recién esquilado. Tenía la cara muy morena y su boca era ancha, la frente prominente y los ojos iracundos. Era un rostro impresionante. En la mano derecha llevaba un báculo y, de la cadera izquierda, colgaba, sin vaina, una gran espada oxidada. Parecía haber sido un buen lancero en algún tiempo, y no dudé que fuera capaz de asestar todavía dos o tres estocadas mortales.

—No sois bienvenidos aquí —gritó, mientras se acercaba a nosotros—, a menos que queráis ofrecer a Dios vuestra alma miserable.

—Ya se la hemos ofrecido a nuestros dioses —replicó Arturo en tono risueño.

—¡Infieles! —El hombretón, al que tomé por el famoso Cadoc nos escupió—. ¿Osáis venir con hierro y acero a un lugar donde los discípulos de Cristo juegan con el Cordero de Dios?

—Venimos en son de paz —insistió Arturo.

El obispo escupió un esputo enorme y amarillento en dirección al caballo de Arturo.

—Eres Arturo ap Uther ap Satán —dijo— y tu alma es un trapo sucio.

—Y vos sois el obispo Cadoc, supongo —replicó Arturo amablemente.

El obispo se plantó junto a la cruz y marcó una línea en el suelo con el báculo.

—Sólo los fieles y los penitentes pueden cruzar esta raya —declaró—, porque esto es tierra sagrada.

Arturo miró unos segundos la extensión fangosa y mísera que tenía delante y sonrió gravemente al osado Cadoc.

—No deseo entrar en vuestra tierra sagrada, obispo, pero os pido pacíficamente que nos entreguéis a un hombre llamado Ligessac.

—Ligessac —tronó Cadoc, como si se dirigiera a una multitud de miles— es hijo de Dios, bendito y santo. Aquí está acogido a sagrado y ni vosotros ni ninguno de los que llamáis lord podéis violar el santuario.

—Aquí gobierna un rey, obispo, no vuestro dios —replicó Arturo con una sonrisa—. Sólo Cuneglas puede ofrecer refugio, y no lo ha hecho.

—Mi rey, Arturo —replicó Cadoc con orgullo—, es el rey de los reyes, y Él me ordena que os niegue la entrada.

—¿Os resistís? —preguntó Arturo con un tono de amable sorpresa.

—¡A muerte! —gritó Cadoc.

—Obispo —contestó Arturo sin alterarse—, yo no soy cristiano, pero, ¿no predicáis acaso que vuestro más allá es un lugar de delicias sin fin? —Cadoc no respondió y Arturo se encogió de hombros—. Así pues, os haría un favor, ¿no es cierto?, acelerando vuestra llegada a tal destino —dijo, y desenvainó a Excalibur.

El obispo ahondó la línea del suelo con el báculo.

—Te prohibo que cruces esta raya —gritó—, ¡te lo prohibo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo! —Alzó el báculo y señaló a Arturo con él; lo mantuvo así un instante y después movió la punta señalándonos a todos; confieso que en aquel momento me estremecí. Cadoc no era como Merlín y pensé que su dios no tenía el mismo poder que los dioses de Merlín, y sin embargo me estremecí al ver el báculo apuntándome, y el temor me hizo tocar la cota de hierro y escupir en el camino—. Ahora me retiro a mis oraciones, Arturo —añadió Cadoc—, y si deseas vivir, da media vuelta y aléjate de este lugar, pues si cruzas esta santa cruz, te juro, por la dulce sangre de nuestro Señor Jesucristo, que vuestras almas arderán en el tormento. Conoceréis el fuego eterno, seréis malditos desde el principio de los tiempos hasta el final y desde la bóvedas celestiales hasta las simas más profundas del infierno. —Y tras tan terrible maldición, escupió una vez más, dio medio vuelta y se alejó.

Arturo limpió las gotas de llovizna de la espada con una punta del manto y la envainó.

—Parece que aquí no nos quieren —dijo de buen humor; luego hizo una seña a Balin, que era el jinete más veterano de los presentes—. Idos con los caballos hasta detrás del pueblo y cubrid la salida, que no escape nadie. En cuanto hayáis tomado posiciones, Derfel y sus hombres registrarán las casas. ¡Y escuchad! —exclamó, levantando la voz para que los sesenta hombres le oyeran—: Estas gentes presentarán oposición. Nos provocarán y lucharán contra nosotros, pero no tenemos pendencia alguna con ellos. Sólo queremos a Ligessac. No robéis nada y no hagáis daño a nadie sin necesidad. Recordad que sois soldados y ellos no. Tratadlos respetuosamente y responded a sus insultos con el silencio. —Habló con severidad y luego, cuando creyó que todos nuestros hombres le habían entendido, sonrió a Balin y le hizo seña de que partiera.

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