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Authors: Bernard Cornwell

El enemigo de Dios (61 page)

BOOK: El enemigo de Dios
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Frente al palacio, y tal como lo recordaba de aquel día lejano en que pronuncié el precioso juramento de la Mesa Redonda, los dos terraplenes cubiertos de arcos descendían hacia el arroyo. La luz del sol caía de lleno sobre el palacio, blanco, grandioso y bello.

—Si los romanos volvieran hoy —dijo Arturo con orgullo— no se darían cuenta en absoluto de que ha sido reconstruido

—Si los romanos volvieran hoy—comentó Issa—, tendrían una verdadera batalla. —Insistí en que mi segundo nos acompañara a la linde del bosque porque no conocía a nadie dotado de mejor vista, y aquel día teníamos que averiguar cuántos soldados había dejado Lancelot en el palacio del mar.

A lo largo de la mañana no vimos a más de doce. Nada más salir el sol, dos hombres subieron a una plataforma de madera construida sobre el tejado, desde la cual vigilaban el camino del norte. Cuatro lanceros más montaban guardia en la arcada más cercana, y parecía lógico suponer que habría otros cuatro en la arcada occidental, que quedaba oculta a nuestra vista. Los demás patrullaban por el terreno que mediaba entre una terraza de piedra con balaustres, al fondo de los jardines, y el arroyo; obviamente vigilaban los caminos que recorrían la costa. Issa, sin armadura ni yelmo, hizo el reconocimiento en aquella dirección, arrastrándose por el bosque para intentar situarse ante la fachada que había entre las arcadas gemelas.

Arturo no tenía ojos sino para el palacio; estaba discretamente eufórico porque se sabía a punto de protagonizar un rescate arriesgado que haría tambalearse al nuevo reino de Lancelot. En verdad, pocas veces había visto a Arturo tan alegre como aquel día. Al hallarse en el interior de Dumnonia se había desentendido de las responsabilidades del gobierno y en aquel momento, como en el pasado remoto, su futuro sólo dependía de su destreza con la espada.

—¿Piensas alguna vez en el matrimonio, Derfel? —me preguntó súbitamente.

—No, señor. Ceinwyn ha jurado no casarse jamás y no siento necesidad de forzarla. —Sonreí y toqué mi anillo de amante con su pequeña esquirla de oro de la olla—. Os aseguro que estamos más casados que muchas parejas que han comparecido ante un druida o un sacerdote.

—No me refería a eso. ¿No reflexionas nunca sobre el matrimonio? —repitió, haciendo énfasis en la palabra «sobre».

—No, señor. No mucho.

—Obstinado Derfel —bromeó—. Cuando me muera —dijo soñadoramente— creo que prefiero unos funerales cristianos.

—¿Por qué? —pregunté horrorizado, y me toqué la cota de malla para que el hierro ahuyentara el mal.

—Porque así yacería con mi Ginebra para siempre. Ella y yo, juntos en una tumba.

Pensé en la carne de Norwenna, que colgaba en jirones de sus huesos amarillos y me estremecí.

—Estaréis en el otro mundo con ella, señor.

—Nuestros espíritus sí —admitió—, y también nuestros cuerpos de sombra, pero ¿por qué no habrían de yacer también estos cuerpos, tomados de la mano?

—Que os incineren, a menos que deseéis que vuestro espíritu vague por toda Britania sin saber dónde ir.

—Tal vez tengas razón —comentó con ligereza. Estaba tumbado boca abajo, oculto a la villa tras una cortina de zuzón y aciano. Ninguno de nosotros llevaba la armadura puesta. Nos pondríamos el atuendo guerrero al anochecer, antes de salir de la oscuridad para matar a la guardia de Lancelot.

—¿Qué os hace felices a Ceinwyn y a ti? —me preguntó Arturo. No se había afeitado desde que salimos de Glevum y la nueva barba crecía gris.

—La amistad.

—¿Y ninguna otra cosa? —preguntó con el ceño fruncido.

Lo pensé un poco más. En la distancia se veía a los primeros esclavos salir hacia los campos de heno y el sol arrancaba brillos a las hoces. Unos niños pequeños corrían de un lado a otro de los huertos espantando a los arrendajos de las plantas de guisantes y de las hileras de uva espina, grosella y frambuesa, y un poco más cerca, donde unos convólvulos entretejían sus flores rosadas entre las zarzamoras, una bandada de verderones peleaba alborotadamente. Al parecer, allí no habían llegado los agitadores cristianos; en verdad, habríase dicho que en Dumnonia reinaba la paz.

—Todavía siento punzadas cada vez que la miro —confesé.

—¡Eso es! ¿Verdad que sí? —exclamó con entusiasmo—. ¡Punzadas! El corazón se acelera.

—Amor —resumí secamente.

—Somos afortunados, tú y yo —comentó sonriendo—. Es amistad, es amor y es algo más. Es lo que los irlandeses llaman
anmchara,
una amistad de espíritus. ¿Con qué otra persona deseas hablar al final del día? Nada hay que más me plazca que sentarme sin más y hablar mientras el sol se pone y las polillas acuden a la luz de los candiles.

—Y hablamos de las niñas —dije, y me arrepentí nada más decirlo—, de las disputas de los criados y de si la esclava bizca de la cocina está embarazada otra vez; nos preguntamos quién rompería el gancho de la olla y si hará falta reparar la techumbre o si durará un año más; buscamos una solución para el perro viejo que ya no puede andar o imaginamos la excusa que inventará Cadell para no pagar la renta la próxima vez; discutimos sobre si el lino estará suficientemente macerado o si habría que untar las ubres de las vacas con tirigaña para que den más leche. De esas cosas hablamos.

Arturo se rió.

—Ginebra y yo hablamos de Dumnonia, de Britania y, por descontado, de Isis. —Al pronunciar tal nombre, su entusiasmo se enfrió un poco, pero se encogió de hombros—. Aunque no pasamos juntos mucho tiempo. Por eso tenía yo la esperanza de que Mordred me quitara el peso de encima, pues así pasaría aquí el resto de mis días.

—¿Hablando del gancho de la olla que se ha roto, en vez de hablar de Isis? —bromeé.

—De esas cosas y de todas las demás —contestó con ternura—. Un día araré estos campos y Ginebra continuará con su trabajo.

—¿Con su trabajo?

—Conocer a Isis —dijo con una sonrisa irónica—. Me dice que si pudiera establecer contacto con la diosa, su poder afluiría de nuevo a la tierra. —Se encogió de hombros, escéptico como de costumbre ante tan extravagantes postulados religiosos. Sólo Arturo habría osado clavar a Excalibur en el suelo y retar a Gofannon a que acudiera en su ayuda, pues no creía verdaderamente que Gofannon fuera a comparecer. En una ocasión me había dicho que para los dioses somos como ratones en el tejado y que sobrevivimos, siempre y cuando pasemos desapercibidos. Sólo en nombre del amor toleraba sardónicamente la pasión religiosa de Ginebra—. Ojalá estuviera más convencido de la verdad de Isis —me confesó —pero, claro, los hombres no toman parte en sus misterios. —Sonrió—. Ginebra llama Horus a Gwydre.

—¿Horus?

—El hijo de Isis. ¡Qué nombre tan feo!

—No tanto como Wygga —dije.

—¿Cómo? —preguntó, y de pronto tensó el cuerpo—. ¡Mira! —dijo exaltado—. ¡Mira!

Levanté la
cabeza
para atisbar entre las flores y vi a Ginebra. Era inconfundible incluso a un cuarto de milla de distancia, pues su cabello rojizo caía en una masa desordenada sobre el largo vestido azul que llevaba. Caminaba por la arcada más cercana en dirección al pequeño templete abierto que daba al mar. Tras ella iban tres sirvientas con dos perros de caza. Los centinelas se hicieron a un lado e inclinaron la cabeza a su paso. Cuando llegó al templete, se sentó a una mesa de piedra y las tres doncellas le sirvieron el desayuno.

—Estará tomando fruta —comentó Arturo con cariño—. En el verano, es lo único que toma por la mañana. —Sonrió—. ¡Si supiera lo cerca que estoy!

—Esta noche, señor —le dije animosamente—, estaréis con ella.

—Al menos le dan buen trato.

—Señor, Lancelot os teme en exceso como para no dárselo.

Unos momentos después, Dinas y Lavaine aparecieron en la arcada con sus ropajes blancos de druida. Toqué la empuñadura de Hywelbane al verlos y prometí al espíritu de mi hija que los gritos de sus asesinos harían encogerse de miedo a todo el más allá. Los dos druidas llegaron al templete, se inclinaron ante Ginebra y se sentaron con ella a la mesa. Unos momentos después llegó Gwydre corriendo y vimos a Ginebra agitarle el pelo y mandarlo después al cuidado de una doncella.

—Es un buen muchacho —comentó Arturo con ternura—. No engaña, al contrario que Amhar y Loholt. No me he portado bien con ellos, ¿verdad?

—Todavía son jóvenes, señor.

—Pero ahora están al servicio de mi enemigo —contestó sombríamente—. ¿Qué haré con ellos?

Culhwch no habría vacilado en aconsejarle que los matara, pero yo me encogí de hombros.

—Enviadlos al exilio —dije. Los gemelos podrían unirse a los desgraciados que no tenían señor, vivir como mercenarios de quien fuera hasta que por fin encontraran la muerte en cualquier batalla olvidada contra los sajones, los irlandeses o los escoceses.

Llegaron más mujeres a la arcada. Unas eran doncellas y otras sirvientas de Ginebra que hacían de cortesanas. Lunete, mi antiguo amor, sería probablemente una de aquellas doce mujeres confidentes de Ginebra y sacerdotisas de su fe.

A media mañana me dormí con la cabeza apoyada en los brazos, arropado por el cálido sol estival. Cuando desperté, Arturo se había marchado e Issa había vuelto.

—Lord Arturo ha regresado con los lanceros, señor —me informó.

—¿Qué has visto? —dije tras un bostezo.

—Seis hombres más, todos de la guardia sajona.

—¿De los de Lancelot?

Issa asintió con un gesto.

—Están todos en el jardín grande, señor, pero los sajones solos. En total hemos contado dieciocho hombres, y habrá otros montando guardia por la noche, aunque no creo que sumen más de treinta en total.

Supuse que estaba en lo cierto. Treinta hombres serían suficientes para proteger el palacio, más sería un despilfarro, sobre todo cuando Lancelot necesitaba hasta la última lanza disponible para conservar el trono usurpado. Levanté la cabeza y vi la arcada vacía, sólo quedaban los cuatro centinelas, que parecían completamente aburridos. Dos se habían sentado con la espalda apoyada en una columna y los otros dos charlaban sentados en el banco de piedra donde Ginebra había tomado el desayuno. Las lanzas estaban apoyadas contra la mesa. Los dos que vigilaban en la plataforma de madera también holgaban. En el palacio del mar todo era grato ocio al sol veraniego y nadie creía que pudiera haber un enemigo en cien millas a la redonda.

—¿Informaste a Arturo de la presencia de los sajones? —pregunté a Issa.

—Sí, señor. Dijo que era de esperar. Lancelot quiere que esté bien protegida.

—Ve a dormir, yo me quedaré vigilando.

Issa se marchó y yo, a pesar de mis intenciones, caí dormido nuevamente. Había caminado toda la noche y estaba cansado y, además, no parecía haber peligro en el lindero de aquel bosque en pleno verano. Dormí, pues, hasta que unos ladridos y el retumbar de unas grandes zarpas me despertaron bruscamente.

Abrí los ojos y vi, aterrorizado, a un par de lebreles con la boca llena de espuma encima de mí, uno de ellos ladraba y el otro gruñía. Busqué el. puñal, pero una voz femenina gritó a los perros.

—¡Echados! —les ordenó secamente—. ¡Drudwyn, Gwen, echados! ¡Quietos!

Los perros se echaron en el suelo a regañadientes; me volví y me encontré con Gwenhwyvach, que me miraba. Llevaba una vieja saya marrón, un pañuelo a la cabeza y, colgada del brazo, una cesta en la que había recogido hierbas silvestres. Tenía la cara más rellena que nunca y le asomaban unos mechones despeinados y enredados bajo el pañuelo.

—Lord Derfel el durmiente —dijo riendo.

Me llevé el dedo a los labios y miré hacia el palacio.

—No me vigilan —dijo—, no se preocupan de mí. Además, muchas veces hablo sola. Cosas de locos, ya sabéis.

—Vos no estáis loca, señora.

—Pues me gustaría. Nadie tendría que desear otra cosa en este mundo. —Soltó una carcajada, se levantó un poco la saya y se sentó con todo su peso a mi lado. Se oyó un ruido a mi espalda, los perros gruñeron y ella volvió la cabeza sonriendo al ver a Arturo arrastrarse por el suelo hacia mí. Seguro que había oído los ladridos.

—¿Arrastrándoos sobre el vientre como las serpientes, Arturo? —preguntó.

Arturo también se llevó un dedo a los labios, igual que yo.

—De mí no se preocupan —repitió Gwenhwyvach—. ¡Mirad! —y empezó a agitar los brazos vigorosamente hacia los centinelas, los cuales se limitaron a hacer un gesto con la cabeza y luego nos dieron la espalda—. Para ellos no existo. Sólo soy la gorda loca que lleva a los perros de paseo. —Volvió a hacer señales con los brazos, y los soldados, nuevamente, hicieron caso omiso—. Ni siquiera Lancelot me presta la menor atención —añadió con tristeza.

—¿Está en el palacio? —preguntó Arturo.

—No, claro. Está muy lejos. Como vosotros, según me dijeron. ¿No habíais ido a hablar con los sajones?

—He venido a llevarme a Ginebra —dijo Arturo—, y a vos también —añadió con galantería.

—Yo no quiero que me lleven a ninguna parte —se opuso Gwenhwyvach—, y Ginebra no sabe que estáis aquí.

—Nadie debe saberlo —replicó Arturo.

—¡Ella sí! ¡Ginebra tendría que saberlo! Consulta el cuenco de aceite y dice que ve el futuro. Pero a vos no os ha visto. —Se rió con malicia y luego se volvió a mirar a Arturo como si su presencia le hiciera mucha gracia—. ¿Habéis venido a rescatarla?

—Sí.

—¿Esta noche?

—Sí.

—No os lo agradecerá; esta noche no. No hay nubes, ¿comprendéis? —Señaló al cielo, que estaba prácticamente limpio—. Cuando está nublado no se puede adorar a Isis, ¿sabéis? y esta noche habrá luna llena. Una luna grande y redonda como un queso fresco. —Acarició a uno de los perros de largo pelo—. Éste es Drudwyn —nos dijo—, un muchacho muy travieso. Y esta otra, Gwen. ¡Plon! —exclamó inesperadamente—. Así llega la luna, ¡plon! Se cuela en el templo. —Volvió a reírse—. Cae por el cañón y hace ¡plon! en medio del pozo.

—¿Gwydre estará en el templo? —le preguntó Arturo.

—No, Gwydre no. Los hombres no pueden entrar, eso es lo que me han dicho —respondió con tono sarcástico, e iba añadir algo más pero se encogió de hombros—. A Gwydre lo ponen a dormir —dijo. Se quedó mirando el palacio con un sonrisa lenta y maliciosa en su redonda cara—. ¿Cómo vais a entrar, Arturo? Esas puertas tienen muchas trancas y todas las ventanas están cerradas.

—Nos las arreglaremos —le respondió—, siempre y cuando no digáis a nadie que nos habéis visto.

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