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Authors: Bernard Cornwell

El enemigo de Dios (65 page)

BOOK: El enemigo de Dios
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—Es decir, que Gorfyddyd tenía razón —comenté al cabo de un rato.

—¿Gorfyddyd? —preguntó Nimue asombrada de que sacara del pasado el nombre del viejo rey.

—En el valle del Lugg —le recordé— dijo que Ginebra era una ramera.

—Y tú, Derfel Cadarn —se volvió Nimue burlonamente— eres todo un experto en rameras, ¿verdad?

—¿Qué es, si no? —pregunté con rabia.

—Una ramera no —dijo Nimue. Señaló a lo lejos, hacia unos jirones de humo que se levantaban por encima de los árboles, señal de que la guarnición de Vindocladia estaba preparándose el desayuno—. Tenemos que evitarlos —dijo; salió del sendero y nos condujo hacia un denso cinturón de árboles que crecía a la izquierda. Supuse que habrían llegado a la guarnición noticias de la incursión de Arturo en el palacio del mar y no tendrían el menor deseo de hacerle frente, pero seguí a Nimue obedientemente y lo mismo hicieron los jinetes.

—Lo que hizo Arturo —dijo Nimue al cabo de un rato— fue casarse con una rival, no con una compañera.

—¿Una rival?

—Ginebra podría reinar en Dumnonia tan bien como cualquier hombre y mejor que la mayoría. Es más inteligente que Arturo y posee la misma determinación. Si hubiera sido hija de Uther, en vez del loco de Leodegan, todo habría sido distinto. Habría sido la segunda Boudicca y habría cristianos muertos desde aquí hasta el mar de Irlanda, y sajones muertos hasta el mar alemán.

—Boudicca —le recordé— perdió la guerra.

—Y también Ginebra —añadió Nimue sombríamente.

—No me parece que sea rival de Arturo —dije al cabo—. Tenía poder, no creo que Arturo tomara nunca una decisión sin consultárselo.

—Y él consultaba al consejo, al que las mujeres no tienen acceso —dijo Nimue con acritud—. Ponte en el lugar de Ginebra, Derfel. Es más inteligente que todos vosotros juntos, pero cualquier idea que se le ocurriera había de enfrentarse con un montón de hombres obtusos y lentos. Tú y el obispo Emrys, y ese bellaco de Cythryn que se finge tan juicioso y justo pero que cuando llega a casa golpea a su esposa y la obliga a ver cómo se lleva a una muchacha enana al lecho. ¡Consejeros! ¿Crees que Dumnonia lo notaría si os ahogarais todos juntos?

—¡Los reyes necesitan un consejo! —repliqué indignado.

—No si fueran inteligentes —contestó Nimue—. ¿Para qué? ¿Acaso Merlín necesita un consejo? ¿Acaso Merlín recurre a una sala llena de necios pomposos para que le digan lo que debe hacer? Para lo único que sirve el consejo es para daros importancia a vosotros mismos.

—Y para más cosas. ¿Cómo sabría el rey lo que piensa su pueblo si no tuviera un consejo?

—¿A quién le importa lo que piensen los descerebrados? Deja que el pueblo piense por sí mismo y todos se harán cristianos; su capacidad de pensar paga tributo —escupió—. ¿Qué es lo que haces en el consejo, Derfel? ¿Contar a Arturo lo que dicen tus pastores? Y me imagino que Cythryn representa a los dumnonios que copulan con enanos. ¿No es así? —Se rió—. ¡El pueblo! El pueblo es idiota, por eso tienen rey y por eso el rey necesita lanceros.

—Arturo —contesté categóricamente— ha gobernado el país con rectitud y sin usar lanzas contra el pueblo.

—Y ya ves en lo que ha terminado el país —replicó Nimue. Guardó silencio unos minutos y, al cabo, suspiró—. Ginebra estuvo en lo cierto desde el principio, Derfel. Arturo tenía que ser rey, ella lo sabía y lo deseaba. Hasta se habría conformado con eso, porque si Arturo hubiera sido rey, ella habría sido reina, cosa que le habría dado todo el poder que necesitaba. Pero tu adorado Arturo no quiso aceptar el trono. ¡Qué moral tan elevada! ¡Cuántos juramentos sagrados! ¿Y qué era lo que quería en realidad? Ser campesino, vivir como Ceinwyn y tú, un hogar feliz, los niños, la risa. —Dijo tales cosas como si fueran ridículas—. ¿Hasta qué punto crees tú que Ginebra se habría conformado con semejante vida? ¡Se aburría sólo de pensarlo! Pero era lo único que Arturo deseaba. Es una mujer inteligente y de vivo ingenio y él quería convertirla en una vaca lechera. ¿Te extraña que buscara otras diversiones?

—¿La prostitución?

—¡No seas necio, Derfel! ¿Soy yo una ramera por haberme acostado contigo? —Habíamos llegado a los árboles y Nimue giró hacia el norte, metiéndonos entre los fresnos y los altos álamos. Los lanceros nos seguían como ovejas, creo que no habrían protestado aunque los hubiéramos llevado en círculos, de tan confusos y aturdidos como se encontraban por los horrores de la noche anterior—. Faltó al juramento del matrimonio —continuó Nimue—, ¿y qué? ¿Piensas que es la primera que lo hace? ¿Crees que tal cosa la convierte en ramera? De ser así, Britania estaría llena de rameras hasta los bordes. No es ramera, Derfel, es una mujer fuerte que nació bella y dotada de inteligencia, y Arturo se enamoró de su belleza pero nada quiso saber de su inteligencia. No permitió que lo convirtiera en rey y entonces ella se entregó a esa ridícula religión suya. Y lo único que hacía Arturo era decirle lo feliz que la haría cuando por fin colgara la espada y se dedicara a la crianza de ganado. —Tal pensamiento le provocó una carcajada—. Y como a Arturo no se le habría ocurrido engañarla jamás, no pensó que ella pudiera engañarlo a él. Los demás sí, pero Arturo no. Se decía sin cesar que el matrimonio era perfecto y, mientras él permanecía a millas de Ginebra, ella, con su belleza, atraía a los hombres como la carroña a las moscas. Hombres gallardos, inteligentes, ingeniosos, hombres ambiciosos, y uno era muy atractivo y deseaba todo el poder que pudiera reunir, de modo que Ginebra decidió ayudarlo. Arturo quería un establo de vacas, pero Lancelot quiere ser rey supremo de Britania y a Ginebra le parece una aspiración mucho más interesante que criar terneros o limpiar culos de niños. Esa estúpida religión le prestó ánimos. ¡Arbitro de tronos! —Escupió—. No se acostaba con Lancelot porque fuera ramera, gran necio, se acostaba con él para hacer que su hombre fuera rey supremo.

—¿Y Dinas y Lavaine?

—Eran los ministros. La ayudaban y, en algunas religiones, Derfel, la copulación entre hombres y mujeres forma parte de las ceremonias. ¿Por qué no? —Dio un puntapié a un guijarro, que salió botando por encima de unas correhuelas—. Y créeme, Derfel, era una pareja de hombres muy atractivos. Lo sé porque yo los despojé de su belleza, pero no por lo que hacían con Ginebra, sino por la forma en que insultaron a Merlín y por lo que hicieron con tu hija. —Continuó varias yardas en silencio—. No desprecies a Ginebra —me dijo después—. No la desprecies porque se aburriera. Y si has de despreciarla, hazlo por haber robado la olla y da gracias porque Dinas y Lavaine no lograran desatar todo su poder. Sin embargo, Ginebra sí lo consiguió. Se bañaba en ella una vez a la semana y por eso no envejecía. —Oímos unos pasos a la espalda y Nimue volvió la cabeza. Era Arturo, que corría para darnos alcance. Aún estaba trastocado, pero en algún momento durante los últimos minutos debió de percatarse de que nos habíamos desviado del camino.

—¿Adonde vamos? —preguntó en tono autoritario.

—¿Queréis que nos vea la guarnición? —preguntó Nimue, señalando de nuevo hacia el humo de los hogares.

No respondió; se quedó mirando las humaredas como si jamás hubiera visto cosa igual. Nimue me miró a su vez y se encogió de hombros al verlo tan confundido.

—Si quisieran pelear —dijo Arturo al fin—, habrían empezado a buscarnos ya. —Tenía los ojos enrojecidos e hinchados y, tal vez fuera mi imaginación, pero me pareció que la barba le había encanecido más—. ¿Qué harías tú si fueras el enemigo? —me preguntó. No se refería a la raquítica guarnición de Vindocladia, pero no pronunciaría el nombre de Lancelot.

—Tender una trampa, señor —dije.

—¿Cómo? ¿Dónde? —preguntó irritado—. Al norte ¿no? Es la ruta más rápida hacia los lanceros amigos, y lo saben. Así pues, no podemos ir al norte. —Me miró pero no daba señales de reconocerme—. Derfel, vamos a por sus gaznates ahora mismo —añadió con fiereza.

—¿A por sus gaznates, señor?

—Vamos a Caer Cadarn.

Tardé un rato en hablar. Arturo no pensaba correctamente; el dolor y la rabia lo habían trastocado y empecé a buscar la forma de alejarlo del suicidio.

—Sólo somos cuarenta, señor —dije en voz baja.

—Caer Cadarn —dijo, desoyendo mi objeción—. Quien tenga Caer Cadarn tendrá Dumnonia, y quien tenga Dumnonia tendrá Britania. Si no quieres venir, Derfel, ve por tu camino. Yo voy a Caer Cadarn —dijo, y dio media vuelta.

—¡Señor! —lo llamé—. Dunum se interpone en el camino. —Tratábase de una importante fortaleza y, aunque la guarnición estuviera diezmada sin duda, tendría lanzas más que suficientes como para destruir nuestras pequeñas fuerzas.

—Derfel, no me importaría aunque todas las fortalezas de Britania se interpusieran en el camino. —Arturo me escupió las palabras—. Haz lo que quieras, pero yo voy a Caer Cadarn. —Se alejó gritando a los jinetes que tomaran dirección oeste.

Cerré los ojos convencido de que mi señor buscaba la muerte. Sin el amor de Ginebra sólo deseaba morir. Quería caer bajo las lanzas del enemigo en el centro de la tierra por la que tanto había luchado. Yo no veía otra forma de justificar por qué habría de llevar a tan reducida banda de agotados lanceros hasta el centro mismo de la rebelión, a menos que quisiera morir junto a la piedra de los reyes de Dumnonia. Pero entonces, recordé un detalle y abrí los ojos.

—Hace mucho tiempo —le dije a Nimue— hablé con Ailleann. —Ésta era una esclava irlandesa mayor que Arturo que había sido su cariñosa amante antes de la aparición de Ginebra, y la madre de dos hijos ingratos, Amhar y Loholt. Aún vivía, era encantadora y de canos cabellos ya, y seguramente estaba sitiada en aquellos momentos en Corinium. De pronto, perdido en medio de la conmocionada Dumnonia, su voz me llegó a través del tiempo. «Fijaos en Arturo, cuando parece acabado, cuando se hunde en el pozo más oscuro, os asombrará. Triunfará», me dijo. Se lo conté a Nimue.

—Y también dijo —añadí— que después cometería el error de siempre, perdonar a sus enemigos.

—Esta vez no —contestó Nimue—. Esta vez no. Ese necio ha aprendido la lección, Derfel. ¿Y tú qué vas a hacer?

—Lo que hago siempre. Ir con él.

A la boca misma del enemigo, a Caer Cadarn.

Aquel día, Arturo estaba poseído por una energía frenética y desesperada como si la respuesta a todas sus preguntas aguardara en la cima de Caer Cadarn. No hizo el menor esfuerzo por ocultar su pequeña banda, sino que marchamos hacia el norte y el oeste con el pendón del oso ondeando por encima de nuestras cabezas. Montó en el caballo de uno de sus hombres y se puso su famosa armadura para que cualquiera identificara al que cabalgaba hacia el centro del país. Marchaba a la mayor velocidad que mis lanceros podían permitirse, y cuando un caballo se hirió en el casco, abandonó a la bestia en el camino y continuó adelante. Quería llegar al Caer.

Primero pasamos por Dunum. El pueblo antiguo había levantado una gran fortaleza en la cima de la loma, los romanos habían añadido la muralla y Arturo había reparado las fortificaciones y mantenido una guarnición. Aquellos soldados no habían visto jamás la batalla, pero si Cerdic hubiera atacado alguna vez por el oeste a lo largo de la costa de Dumnonia, Dunum habría constituido uno de los principales obstáculos y, a pesar de los largos años de paz, Arturo no había permitido que la plaza fuerte decayera. Una enseña se ondeaba en lo alto de la muralla; al acercarnos, vi que no era el águila pescadora sino el dragón rojo. Dunum seguía siendo leal.

De la guarnición quedaban treinta hombres. Los demás eran cristianos o habían desertado, o bien, temiendo que tanto Arturo como Mordred hubieran muerto, habían abandonado la posición y se habían evadido, pero Lanval, el comandante de la guarnición, permanecía allí al frente de las mermadas fuerzas, esperando contra toda probabilidad que la mala noticia no fuera cierta. Entonces, llegó Arturo y Lanval llevó a sus hombres a las puertas. Arturo bajó del caballo y abrazó al viejo guerrero. Éramos ya setenta lanzas, en vez de cuarenta y pensé en las palabras de Ailleann. «Cuando más hundido está, empieza a triunfar».

Lanval llevaba el caballo por las riendas y caminaba a mi lado; me contó que los lanceros de Lancelot habían pasado por la fortaleza.

—No pudimos detenerlos —dijo con amargura—, pero tampoco presentaron batalla. Sólo intentaron que me rindiera. Les dije que arriaría la bandera de Mordred cuando Arturo me lo ordenara y que no creería que Arturo estaba muerto hasta que me presentaran su cabeza en un escudo. —Arturo debió de decirle algo acerca de Ginebra porque, a pesar de haber sido en otro tiempo el comandante de su guardia personal, la evitó. En pocas palabras, le conté lo sucedido en el palacio del mar y él movió la cabeza con tristeza.

—Lancelot y ella lo hacían en Durnovaria —dijo— en el templo de Isis que ella construyó allí.

—¿Lo sabías? —pregunté horrorizado.

—No lo sabía —dijo cansinamente— pero me llegaban rumores, Derfel, meros rumores, y no quise averiguar más. —Escupió a la vera del camino—. Yo estaba presente el día en que Lancelot llegó de Ynys Trebes y recuerdo que eran incapaces de dejar de mirarse el uno al otro. Después lo ocultaron, naturalmente, y Arturo jamás sospechó nada. ¡Se lo puso tan fácil! Confiaba en ella y nunca estaba en casa, siempre ausente, inspeccionando una plaza fuerte o actuando en un juicio. —Volvió a sacudir la cabeza—. No dudo que lo llame religión, Derfel, pero te aseguro que si esa dama está enamorada de alguien, es de Lancelot.

—Yo creo que ama a Arturo —dije.

—Tal vez, pero Arturo es sencillo en exceso para ella; no oculta misterios en su corazón, lo lleva todo escrito en la cara, y a ella le gusta la sutileza. Te lo aseguro, quien le acelera el corazón es Lancelot. —Y sin embargo, pensé con tristeza, el corazón de Arturo late por Ginebra. No me atreví a imaginar siquiera lo que estaría padeciendo su corazón en aquellos momentos.

Aquella noche dormimos al raso. Mis hombres vigilaban a Ginebra, que se ocupaba de Gwydre. Nada se había dicho sobre su destino y nadie quería preguntar a Arturo, de modo que todos la tratábamos con distancia y amabilidad. Ella nos devolvía idéntico trato, no pidió favores y evitó a Arturo. Al caer la noche, contó unos cuentos a Gwydre, pero tan pronto como el niño se durmió, empezó a mecerse de delante a atrás llorando en silencio. Arturo también la vio, no pudo evitar las lágrimas y se alejó hasta el confín más distante de la ancha colina para que nadie fuera testigo de su desgracia.

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