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Authors: Bernard Cornwell

El enemigo de Dios (30 page)

BOOK: El enemigo de Dios
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Cuando Arturo cargó, yo escupía a un sajón barbudo y desdentado que maldecía por encima del borde de los escudos. El manto blanco flotaba tras él, las plumas blancas se alzaban altaneramente y, al arremeter con la lanza, su escudo resplandeciente abatió la enseña del jefe sajón, que era un cráneo de toro pintado de sangre. Abandonó la lanza en las entrañas de un enemigo, desenvainó a Excalibur y fue penetrando en las filas enemigas pinchando a diestra y siniestra. Después cargó Agravain espantando sajones aterrorizados; luego, Lanval y los demás arremetieron a golpes de espada y lanza contra la rota defensa enemiga.

Las fuerzas sajonas se dispersaron como huevos bajo un martillo. Simplemente, echaron a correr. Dudo que la batalla durara más de diez minutos desde el punto de partida marcado por los perros hasta el momento final señalado por los caballos, aunque nuestros hombres tardaron una hora o más en completar la matanza. Nuestra caballería ligera galopaba por el brezal lanza en ristre persiguiendo con gran griterío al enemigo que huía, mientras que los caballos más pesados de Arturo se movían entre la desbandada humana matando sin tino, seguidos por los lanceros que se abalanzaban a por los despojos.

Los sajones corrían como corzos. Dejaban por el camino capas, armaduras y armas en su prisa por huir. Aelle trató de detenerlos unos momentos, pero comprendió que era inútil y, tirando su capa de piel de oso al suelo, huyó con sus hombres. Escapó entre los árboles unos momentos antes de que nuestra caballería ligera se lanzara en su persecución.

Yo permanecí entre los muertos y heridos. Los perros heridos aullaban lastimeramente. Culhwch se arrastraba sangrando por un muslo pero sobreviviría, de modo que no le presté atención y me acuclillé junto a Cavan. Nunca lo había visto llorar hasta aquel momento, pero el dolor debía de ser terrible porque la espada del jefe sajón le había atravesado el vientre. Le tomé la mano, le enjugué las lágrimas y le dije que había acabado con su enemigo al contraatacar. No importaba que fuera cierto o no, sólo pretendía hacérselo creer, y le aseguré que cruzaría el puente de espadas con la quinta punta de la estrella en su escudo.

—Serás el primero de nosotros en llegar al otro mundo —le dije—, así que vete preparándonos un sitio.

—Sí, señor.

—Y nos reuniremos contigo.

Apretó los dientes y arqueó la espalda para contenerse un grito; lo sujeté por el cuello con la derecha y acerqué la cara a su mejilla. Se me escaparon las lágrimas.

—Diles a los del otro mundo —le susurré al oído— que Derfel Cadarn te reconoce como un valiente.

—La olla mágica —dijo—. Tendría que haberme...

—No —le interrumpí—, no —y, con un leve gemido, expiró.

Me quedé sentado a su lado, meciéndome adelante y atrás por el dolor del hombro y la pesadumbre de mi espíritu. Las lágrimas me corrían por las mejillas. Issa estaba a mi lado sin saber qué decir, y por lo tanto no dijo nada.

—Siempre quiso morir en casa —dije—, en Irlanda—. Y pensé que, después de aquella batalla, habría podido hacerlo con todos los honores y todas las riquezas.

—Señor —me dijo Issa.

Creí que quería consolarme pero yo no deseaba consuelo alguno. La muerte de un valiente merece lágrimas, de modo que no presté atención a Issa y seguí abrazado al cuerpo de Cavan mientras su espíritu emprendía el último viaje hacia el puente de espadas que se abre más allá de la gruta de Cruachan.

—¡Señor! —insistió Issa, y su tono de voz me hizo levantar la mirada. Señaló hacia el este, en dirección a Londres, pero al volverme hacia allí no vi nada porque las lágrimas me nublaban la vista. Rabioso, me las limpié con el puño.

Entonces descubrí que había acudido otro ejército al campo de batalla. Otro ejército enfundado en pieles, tras enseñas de calaveras y cuernos de toro. Otro ejército con perros y hachas. Otra horda sajona.

Cerdic había llegado.

6

Más tarde comprendí que todas las estratagemas ideadas para provocar el ataque de Aelle y las buenas viandas sacrificadas para tentarlo habían sido en vano, pues el
Bretwalda
debía de saber que Cerdic estaba en camino, pero no para luchar contra nosotros sino contra sus congéneres sajones. Ciertamente, Cerdic se proponía unirse a nosotros y Aelle debió de pensar que la mejor combinación para sobrevivir a los dos ejércitos sería vencer primero a Arturo y habérselas después con Cerdic.

Aelle perdió la apuesta. Los jinetes de Arturo lo aplastaron y Cerdic llegó tarde para sumarse al combate, aunque, sin duda, en algún momento, por breve que fuera, el traidor Cerdic debió de sentir la tentación de atacar a Arturo. Un ataque relámpago habría acabado con nosotros y, ciertamente, una semana de campaña habría liquidado al destrozado ejército de Aelle; así Cerdic se habría convertido en amo y señor de todo el sur de Britania. Con toda certeza sentiría la tentación de hacerlo, pero vaciló. Contaba con menos de trescientos hombres, más que suficientes para haber arrollado a los pocos britanos que quedaban en la cima de la loma, pero el cuerno de plata de Arturo sonó una y otra vez y a su llamada salió de entre los árboles suficiente caballería pesada como para hacer una convincente exhibición de valentía en el flanco norte de Cerdic. El caudillo sajón nunca se había enfrentado a los grandes brutos en la batalla; la sola estampa que componían le hizo detenerse a pensar, tiempo suficiente para que Sagramor, Agrícola y Cuneglas organizaran una barrera de escudos en la cima de la loma. Era una defensa peligrosamente escasa porque muchos de los nuestros perseguían aún a los guerreros de Aelle o saqueaban su campamento en busca de víveres.

Los que quedábamos en la baja cima nos preparamos para una batalla poco prometedora, pues nuestro frente, reunido de nuevo a toda prisa, era mucho menor que el de Cerdic. En aquellos momentos, todavía no sabíamos que se trataba del ejército de Cerdic; al principio dimos por supuesto que eran refuerzos del propio Aelle que se unían tardíamente a la batalla; la enseña que desplegaron, una calavera de lobo pintada de rojo y adornada con una piel humana curtida, carecía de significado para nosotros. La enseña habitual de Cerdic consistía en un par de colas de caballo atadas a un fémur cruzado sobre un palo, pero sus magos habían inventado el nuevo símbolo que nos confundió momentáneamente. Cuando Arturo volvió con sus jinetes a la cima de la loma, empezaron a llegar más hombres que abandonaban la persecución de los soldados de Aelle para engrosar nuestra barrera. Pasó al trote entre nuestras filas y recuerdo que tenía el manto blanco manchado de sangre.

—¡Morirán como los demás! —nos animaba, con Excalibur ensangrentada en la mano—. ¡Morirán como los demás!

Entonces, de la misma forma que el ejército se había abierto para dar paso a Aelle, se abrió la nueva formación sajona para dar paso a sus jefes, que se acercaron a nosotros. Tres se aproximaron a pie y seis a caballo, refrenando las monturas para mantener el paso con los de a pie. Unos de los que caminaban portaba la truculenta enseña del cráneo de lobo; otro izó un segundo pendón que arrancó una contenida exclamación de asombro de nuestro ejército. Al oír la exclamación, Arturo se dio la vuelta en su yegua y se quedó mirando horrorizado a los hombres que se acercaban.

Dicho pendón mostraba un águila pescadora con un pez entre las garras. Era el distintivo de Lancelot y en aquel momento lo identifiqué entre los seis jinetes. Venía espléndidamente ataviado con su blanca armadura esmaltada y su casco con alas de cisne, flanqueado por los dos hijos gemelos de Arturo, Amhar y Loholt. Dinas y Lavaine cabalgaban detrás vestidos de druidas, y Ade, la amante pelirroja de Lancelot, portaba la bandera del rey de Siluria.

Sagramor se había colocado a mi lado y me miró para cerciorarse de que los dos veíamos lo mismo; luego escupió al suelo.

—¿Malla está a salvo? —le pregunté.

—A salvo y entera —contestó, satisfecho de mi interés. Volvió a mirar a Lancelot, que ya estaba más cerca—. ¿Entiendes lo que está pasando?

—No. —Ninguno de nosotros lo entendía.

Arturo envainó a Excalibur y se dirigió a mí.

—¡Derfel! —me llamó para que hiciera de intérprete, y luego hizo señas a los demás jefes en el momento en que Lancelot se separaba del resto de la delegación y animaba emocionado a su caballo colina arriba, hacia nosotros.

—¡Aliados! —le oí gritar, y señaló hacia los sajones—. ¡Aliados! —exclamó de nuevo, y su caballo se acercó a Arturo.

Arturo no dijo nada. Se limitó a mantener quieto a su caballo mientras Lancelot se esforzaba por dominar a su negro semental.

—¡Aliados! —gritó por tercera vez—. Es Cerdic —añadió en tono exaltado, señalando con gestos al rey sajón que caminaba lentamente hacia nosotros.

—¿Qué has hecho? —preguntó Arturo en voz baja.

—¡Traigo aliados! —replicó Lancelot satisfecho, y me miró de soslayo—. Cerdic tiene su propio intérprete —añadió con desprecio.

—¡Derfel se queda! —replicó Arturo con la voz repentinamente impregnada de ira. Entonces recordó que Lancelot era un rey y suspiró—. ¿Qué habéis hecho, lord rey? —volvió a preguntar.

Dinas, que se había adelantado con los demás jinetes, cometió la torpeza de responder en lugar de Lancelot.

—¡Hemos conseguido la paz, señor! —dijo con su lóbrega voz.

—¡Idos! —rugió Arturo, asustando y asombrando al par de druidas con su furor. Siempre lo habían visto como hombre sereno, paciente y procurador de paz, no sospechaban ni remotamente que fuera capaz de tanta rabia. Pero esa rabia no era nada comparada con la furia que lo había devorado en el valle del Lugg, cuando el moribundo Gorfyddyd llamó ramera a Ginebra, aunque de todas formas no dejaba de ser impresionante—. ¡Idos! —gritó a los nietos de Tanaburs—. Esta reunión es de lores. ¡Y vosotros idos también! —añadió, señalando a sus hijos. Aguardó a que los acompañantes de Lancelot se hubieran retirado y se dirigió nuevamente al rey de Siluria—. ¿Qué habéis hecho? —preguntó por tercera vez con voz desabrida.

Lancelot se sintió herido en su dignidad y se puso tenso.

—He conseguido la paz —contestó con acritud—. He evitado que Cerdic os atacara. He hecho lo que he podido por ayudaros.

—Lo que habéis hecho —replicó Arturo enfadado, pero en voz tan baja que ninguno de los que rodeaban a Cerdic pudo apreciarlo— es librar el combate de Cerdic. Acabamos de destruir a Aelle, ¿en qué posición queda Cerdic ahora? ¡Es dos veces más poderoso que antes! ¡Eso es lo que habéis conseguido! ¡Que los dioses nos asistan! —Con tales palabras, movió las riendas en dirección a Lancelot, un insulto sutil, se bajó del caballo, se alisó el ensangrentado manto y se quedó mirando a los sajones altivamente.

Aquélla fue la primera vez que vi a Cerdic y, aunque los bardos lo pintan como un demonio de pezuñas hendidas y mordacidad de serpiente, era en realidad un hombre de baja estatura, ligeramente gordo, de cabellos finos y rubios recogidos en un moño en la nuca. Tenía el cutis muy claro, la frente ancha y el mentón estrecho y bien rasurado. Los labios eran finos, la nariz puntiaguda y los ojos claros como el agua del rocío. Aelle no ocultaba sus emociones, sin embargo, a primera vista, me pareció que Cerdic controlaba sus pensamientos y no permitía que se traslucieran en sus expresiones. Llevaba cota romana, calzones de lana y una capa de piel de zorro. Tenía un aspecto pulcro y preciso; ciertamente, de no ser por el oro que lucía en el cuello y en las muñecas, lo habría tomado por un escribano. Sin embargo, no miraba como un amanuense; sus ojos claros no perdían detalle de nada ni revelaban nada.

—Soy Cerdic —se presentó solo, en voz baja.

Arturo se hizo a un lado para que Cuneglas se presentara también y Meurig insistió en tomar parte en la conversación. Cerdic miró a ambos, le parecieron poco importantes y volvió a dirigirse a Arturo.

—Te traigo un regalo —dijo, al tiempo que tendía la mano hacia el jefe que lo acompañaba, el cual le entregó un cuchillo con empuñadura de oro que Cerdic ofreció a Arturo.

—Ese regalo —traduje las palabras de Arturo— debe ser entregado a nuestro rey Cuneglas.

Cerdic se puso la hoja en la palma y cerró la mano. Sin dejar de mirar a Arturo a los ojos, la abrió de nuevo y había sangre.

—El regalo es para Arturo —insistió.

Arturo lo tomó con un nerviosismo poco común en él; tal vez temiera algún efecto mágico del acero ensangrentado o que el hecho de aceptar el presente le hiciera cómplice de las ambiciones de Cerdic.

—Dile al rey —me pidió— que no tengo presentes para él.

Cerdic sonrió glacialmente y me imaginé lo que el lobo debe de parecer al cordero extraviado.

—Dile a lord Arturo que él me ha dado el regalo de la paz —me pidió.

—Pero,
¿y
si prefiero la guerra? —preguntó Arturo en tono desafiante—. ¡Aquí y ahora! —Señaló a la cima de la loma, donde nuestros lanceros seguían congregándose a toda prisa, de modo que nuestro número igualaba ya el de los contingentes de Cerdic.

—Dile —me ordenó Cerdic— que tengo más hombres que estos que veis —dijo, refiriéndose a su barrera de escudos, que nos observaba— y que el rey Lancelot me ha dado la paz en nombre de Arturo.

Se lo traduje a Arturo y vi que se le movía un músculo de la cara, aunque mantuvo la ira bajo control.

—Dentro de dos días —dijo, no como una invitación sino como una orden— nos reuniremos en Londres. Allí discutiremos los términos de la paz.

Se coloco el cuchillo ensangrentado en el cinto y, cuando terminé de traducir sus palabras, me llamó. No esperó a escuchar la respuesta de Cerdic sino que me llevó loma arriba hasta que ninguna de las dos delegaciones podía oírnos. Fue entonces cuando me vio el hombro herido.

—¿Es grave? —se interesó.

—Sanará —respondí. Arturo se detuvo, cerró los ojos y respiró hondo.

—Lo que Cerdic quiere —me dijo abriéndolos de nuevo— es reinar en toda Lloegyr. Pero si se lo permitimos, tendremos un solo enemigo temible en vez de dos más débiles. —Dio unos pasos en silencio entre los muertos sembrados durante el ataque de Aelle—. Antes de esta guerra —continuó con amargura— Aelle era poderoso y Cerdic, un estorbo; tras el triunfo sobre Aelle, habríamos podido volvernos contra Cerdic. Ahora, es justo al revés. Aelle se ha debilitado pero Cerdic es poderoso.

—Pues luchemos ahora contra él —dije. Me miró con cansados ojos castaños.

—Sé sincero, Derfel —dijo en voz baja—, no fanfarronees. ¿Ganaríamos si nos enfrentáramos con él?

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