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Authors: Bernard Cornwell

El enemigo de Dios (34 page)

BOOK: El enemigo de Dios
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—El carro de Modron —dijo Dinas respetuosamente.

—Modron —repitió Lavaine—, la madre de los dioses.

—Cuyo carro —prosiguió Dinas— conecta la tierra con los cielos. Y Merlín no lo quiere —añadió con sorna.

—Pues lo tomaremos nosotros —anunció Lavaine.

El intérprete de Cerdic había hecho grandes esfuerzos por traducir a su rey cuanto se decía, pero, evidentemente, Cerdic permanecía impasible ante el lamentable montón de maderos podridos. No obstante, ordenó a sus hombres que recogieran los fragmentos y los colocaran en una capa que Lavaine tomó. Nimue los maldijo entre dientes y Lavaine se limitó a reírse de ella.

—¿Quieres pelear con nosotros por el carro? —inquirió, señalando hacia los hombres de Cerdic.

—No podréis ocultaros en las faldas de los sajones eternamente —dije—; llegará el día en que tendréis que luchar.

Dinas escupió al pozo vacío.

—Somos druidas, Derfel, y no puedes arrebatarnos la vida sin condenar al horror tu espíritu y el de todos sus seres queridos por los siglos de los siglos.

—Yo sí puedo mataros —dijo Nimue y los escupió.

Dinas la miró fijamente y luego la amenazó con el puño. Nimue escupió al puño para evitar el maleficio, pero Dinas se lo devolvió, abrió la palma de la mano, le mostró un huevo de zorzal y se lo arrojó.

—Toma, mujer, para la cuenca del ojo —añadió despectivamente; se dio media vuelta y salió del templo detrás de su hermano y de Cerdic.

—Lo siento, señor —le dije a Merlín una vez nos quedamos solos.

—¿Por qué, Derfel? ¿Crees que habrías podido vencer a veinte lanceros? —Suspiró y volvió a rascarse la barba violada—. ¿Ves con qué golpes responden los nuevos dioses? Pero, mientras estemos en posesión de la olla, estamos en posesión del mayor de los poderes. Vamos. —Tendió el brazo sobre los hombros de Nimue, no para consolarla sino porque necesitaba apoyarse. Lo vi viejo y cansado de pronto, avanzando lentamente por la nave.

—¿Qué hacemos, señor? —me preguntó uno de mis hombres.

—Preparaos para marchar —contesté, sin perder de vista la espalda encorvada de Merlín. Pensé que la trenza cortada era un acontecimiento más trágico de lo que él quería admitir, pero me consolé recordándome que poseía la olla de Clyddno Eiddyn. Tenía aún grandes poderes, pero había algo en aquella espalda encorvada y el lento arrastrarse que me entristecía infinitamente—. Preparémonos para marchar —repetí.

Partimos al día siguiente. Seguíamos con hambre, pero volvíamos a casa. Y, en cierto modo, teníamos paz.

Al norte de las ruinas de Calleva, en tierras recuperadas de manos de Aelle, encontramos el tributo que nos esperaba. Aelle había mantenido su palabra.

No encontramos guardia de ninguna clase, sólo grandes montones de oro aguardándonos en el camino, sin vigilancia. Había copas, cruces, cadenas, lingotes, broches y torques. No teníamos con qué pesarlo y, tanto Arturo como Cuneglas sospecharon que el tributo no se ajustaba a lo acordado, pero era suficiente, un verdadero tesoro.

Envolvimos el oro en los mantos, colgamos los pesados fardos a lomos de los caballos de guerra y proseguimos la marcha. Arturo caminaba a nuestro lado, cada vez más animado a medida que nos acercábamos a casa, aunque aún quedaban algunas cosas que lamentar.

—¿Recuerdas el juramento que hice cerca de aquí? —me preguntó, poco después de haber recogido el oro de Aelle.

—Lo recuerdo, señor—. Había prestado el juramento el año anterior, la noche en que enviamos a Aelle gran parte de aquel mismo cargamento de oro, que había de servir para mantener al sajón lejos de nuestra frontera y arrojarlo sobre Ratae, la fortaleza de Powys. Aquella noche, Arturo juró matar a Aelle.

—Y sin embargo, ahora lo protejo —comentó con arrepentimiento.

—Cuneglas ha recuperado Ratae —dije.

—Pero el juramento está por cumplir, Derfel. ¡Cuántos juramentos incumplidos! —Levantó la mirada hacia un gavilán que planeaba ante una gran masa nubosa—. Sugerí a Cuneglas y a Meurig que partieran Siluria en dos, y Cuneglas dijo que tal vez a ti te gustara ser rey de una de esas partes. ¿Te gustaría?

Tan grande fue la sorpresa que apenas pude responder.

—Si tal es vuestro deseo, señor —logré articular.

—Bien; no es mi deseo. Prefiero que seas guardián de Mordred.

Di unos cuantos pasos más un tanto decepcionado.

—Tal vez a Siluria no le guste ser dividida —dije.

—Siluria hará lo que se le ordene —replicó Arturo con firmeza—, y Ceinwyn y tú viviréis en Dumnonia, en el palacio de Mordred.

—Si vos lo decís, señor. —De pronto, el deseo de abandonar los placeres más humildes de Cwm Isaf se desvaneció.

—¡Alégrate, Derfel! —exclamó Arturo—. Yo no soy rey, ¿por qué habrías de serlo tú?

—No lamento la pérdida de un reino, señor, sino la suma de un rey a mi hogar.

—Saldrás airoso de la empresa, Derfel; sales airoso de todas.

Al día siguiente, el ejército se dividió. Sagramor ya había abandonado las filas y había partido con sus hombres a defender la nueva frontera con el reino de Cerdic; los demás marchamos por dos caminos diferentes. Arturo, Merlín, Tristán y Lancelot se dirigieron al mediodía y Cuneglas y Meurig tomaron el camino de poniente, hacia sus tierras. Abracé a Arturo y a Tristán y me arrodillé ante Merlín para recibir su bendición, que él me impartió con benignidad. Durante la marcha desde Londres había recuperado su energía en parte, pero no podía ocultar lo mucho que le había afectado la humillación sufrida en el templo de Mitra. Aunque poseyera la olla mágica, sus enemigos se habían hecho con una trenza de su barba y necesitaría emplear toda su magia para protegerse de los hechizos. Me abrazó, besé a Nimue y me quedé mirando cómo se alejaban; después, seguí a Cuneglas hacia poniente. Mi destino era Powys, iba al encuentro de mi amada Ceinwyn y llevaba conmigo una parte del oro de Aelle, pero no sentía el sabor del triunfo. Habíamos vencido a Aelle y habíamos asegurado la paz, pero los verdaderos ganadores de la campaña habían sido Cerdic y Lancelot, no nosotros.

Aquella noche descansamos en Corinium y una tormenta me despertó a medianoche. La tormenta se hallaba lejos aún hacia el sur, pero era tal la violencia de los truenos y tan intenso el resplandor de los relámpagos que se reflejaba en los muros del patio donde dormía que llegaron a despertarme. Aillean, antigua amada de Arturo y madre de sus dos gemelos, me había ofrecido refugio y llegó en aquel momento con cara de preocupación. Me envolví en el manto y me fui con ella hacia las murallas de la ciudad, donde encontré a la mitad de mis hombres contemplando el lejano torbellino. También Cuneglas y Agrícola observaban desde lo alto de la fortificación, pero no Meurig, pues éste negaba toda calidad de portento a las manifestaciones meteorológicas.

Pero los demás no éramos tontos. Las tormentas son mensajes divinos, y la que presenciábamos a lo lejos era un estallido tumultuoso. Sobre Corinium no llovía, ni el vendaval nos levantaba los mantos, pero hacia el sur, en alguna parte de Dumnonia, los dioses hacían trizas la tierra. Los rayos hendían limpiamente la oscuridad del cielo y clavaban quebradas dagas en el suelo. Los truenos rugían sin tregua, estampido tras estampido, y a cada explosión retumbante, los relámpagos se encendían, ardían y esparcían su fuego irregular por la estremecida noche.

Issa estaba detrás de mí, cerca, y su rostro honrado se iluminaba con cada latigazo flamígero.

—¿Habrá muerto alguien?

—No lo sabemos, Issa.

—¿Estamos malditos, señor? —me preguntó.

—No —repliqué con una seguridad que no sentía.

—Pero dicen que a Merlín le cortaron la barba.

—Cuatro pelos nada más —respondí quitándole importancia—. ¿Y qué?

—Si Merlín no tiene poder, señor, ¿quién lo tiene?

—Merlín es poderoso —dije, procurando calmarlo. Y yo también lo sería pronto, pues me convertiría en el paladín de Mordred y moraría en una gran propiedad. Yo moldearía al niño y Arturo le haría un reino.

La tormenta me preocupaba, no obstante, y más me habría preocupado de haber sabido su significado. Aquella noche llegó el desastre, aunque nada supimos hasta pasados tres días, pero al menos llegamos a conocer el mensaje de los truenos y de los relámpagos.

El desastre cayó sobre el Tor, sobre la fortaleza de Merlín donde los vientos aullaban alrededor de la hueca torre de los sueños. Y allí, en la hora de nuestra victoria, los rayos habían incendiado el torreón de madera levantando llamas que abrasaron, se extendieron y bramaron toda la noche; por la mañana, cuando la lluvia moribunda de la tormenta salpicó y extinguió la brasas, no quedaban tesoros en Ynys Wydryn. No había olla mágica entre las cenizas, sólo un vacío en la chimenea requemada de Dumnonia.

Al parecer, los nuevos dioses contraatacaban. O bien, los gemelos silurios habían realizado un maleficio poderoso con la trenza cortada a Merlín, pues la olla desapareció y los tesoros se desvanecieron.

Yo partí hacia al norte, al reencuentro con Ceinwyn.

CAMELOT
7

—¿Se quemaron todos los tesoros? —me preguntó Igraine.

—Todo desapareció —contesté.

—Pobre Merlín —dijo Igraine. Se ha sentado donde siempre, en el poyo de mi ventana, aunque está bien arropada contra este día frío en un grueso manto de piel de castor. Y buena falta le hace pues el frío es penetrante hoy. Cayeron unas ráfagas de nieve esta mañana y, por el oeste, el cielo está cargado de amenazadoras nubes plomizas—. No puedo quedarme mucho tiempo hoy —me advirtió al llegar; en seguida se puso a hojear los pergaminos terminados—, no sea que vuelva a nevar.

—Nevará. Las bayas de los arbustos están gordas, y eso sólo anuncia un crudo invierno.

—Los viejos dicen lo mismo todos los años —comentó con aspereza.

—Cuando se es viejo —repliqué—, todos los inviernos son crudos.

—¿Cuántos años tenía Merlín?

—¿Cuando perdió la olla mágica? Andaba cerca de los ochenta. Pero aún vivió mucho tiempo después.

—¿Y no llegó a reconstruir la torre de los sueños?

—No.

Igraine suspiró y se arropó en el manto.

—Me gustaría poseer una torre de los sueños. ¡Cuánto me gustaría tener una torre de los sueños!

—Pues haced que os la construyan. Sois reina. Ordenad, armad un escándalo. Es fácil, simplemente, una torre con cuatro paredes, sin tejado y con una plataforma a media altura. Una vez construida, nadie sino vos podrá acceder a ella, y el truco consiste en dormir en la plataforma y aguardar a que los dioses os envíen mensajes. Merlín siempre decía que era un lugar espantosamente frío para dormir en invierno.

—¿Y la olla mágica estaba escondida en la torre? —preguntó.

—Sí.

—Pero no se quemo, ¿verdad, hermano Derfel? —insistió,

—La historia de la olla continúa — admití—, pero no os la voy a relatar ahora.

Me sacó la lengua. Hoy está bellísima. Tal vez deba al frío el color que enciende sus mejillas y el brillo de sus ojos oscuros, o tal vez sea porque la piel de castor la favorece, aunque sospecho que espera un hijo. Siempre sabía cuando Ceinwyn esperaba un hijo, y veo en Igraine ese mismo destello vital. Sin embargo, Igraine no ha dicho nada, de modo que no le pregunto. Ha rezado mucho, bien lo sabe Dios, por concebir un hijo, y tal vez nuestro Dios cristiano escuche las plegarias. Él es nuestra única esperanza, pues nuestros dioses han muerto, han huido o nos han relegado al olvido.

—Los bardos —dijo Igraine, y supe que estaba a punto de traer a colación otra de mis deficiencias de relatador de cuentos— dicen que la batalla de las afueras de Londres fue terrible. Dicen que Arturo luchó durante toda la jornada.

—Diez minutos —repliqué sin darle importancia.

—Y todos declaran que Lancelot lo salvó llegando en el último momento con cien lanceros.

—Lo dicen todos porque fueron los poetas de Lancelot los que escribieron las canciones. —Igraine sacudió la cabeza con tristeza.

—Si esto —dijo, dando un golpe a la gran bolsa de piel en la que se lleva los pergaminos terminados al Caer— es lo único que se sabe de Lancelot, Derfel, ¿qué pensaría la gente? ¿Que los poetas mienten?

—¿A quién le importa lo que piensa la gente? —repliqué provocativamente—. Los poetas mienten siempre. Les pagan por ello. Pero vos me habéis pedido la verdad, os la cuento, y luego os quejáis.

—«Los guerreros de Lancelot —citó unos versos—, tan osados lanceros, hacedores de viudas y dadores de oro. Verdugos de sajones, temidos por los sais... »

—¡Basta! —la interrumpí—. Os lo ruego. Oí la canción una semana después de que la compusieran.

—Pero si las canciones mienten —replicó en tono suplicante—, ¿por qué Arturo no dijo nada en contra?

—Porque nunca dio importancia a las canciones. ¿Por qué habría de dársela? Era un guerrero, no un bardo y, mientras sus hombres cantaran antes de la batalla, lo demás le daba igual. Además, nunca fue capaz de cantar. Él creía que tenía buena voz, pero Ceinwyn siempre decía que parecía una vaca con flatulencia.

—Sigo sin entender —me dijo con el ceño fruncido— por qué fue tan mala la paz de Lancelot.

—No es difícil de entender —dije. Me bajé de la banqueta y me dirigí a la chimenea y, con un palo, saqué unas ascuas del pequeño fuego. Alineé seis brasas en el suelo y luego las dividí en dos y cuatro.

—Cuatro brasas —dije—, que representan las fuerzas de Aelle. Estas dos son Cerdic. Ahora, comprended que jamás habríamos podido vencer a los sajones si todas las brasas hubieran estado unidas. No podíamos contra seis, pero sí contra cuatro. Arturo pensó en vencer a esos cuatro y enfrentarse después con los dos; de tal forma habríamos podido limpiar Britania de sais. Sin embargo, la paz de Lancelot reforzó el poder de Cerdic. —Añadí otra brasa a las dos, quedaron cuatro frente a tres y apagué la llama del palo de un soplido—. Habíamos debilitado a Aelle —proseguí—, pero también nosotros quedamos más débiles, pues ya no contábamos con los trescientos lanceros de Lancelot. Se habían comprometido con la paz, compromiso que reforzaba la posición de Cerdic. —Coloqué dos brasas de Aelle en el campo de Cerdic y dividí la línea en cinco y dos—. En conclusión, el resultado fue debilitar a Aelle y reforzar a Cerdic. Y todo gracias a la paz negociada por Lancelot.

—¿Enseñas a contar a nuestra señora? —Sansum había entrado en la habitación sigilosamente con una expresión suspicaz—. Y yo que te creía componiendo palabras del Señor —añadió ladinamente.

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