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Authors: Bernard Cornwell

El enemigo de Dios (31 page)

BOOK: El enemigo de Dios
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Miré al ejército de Cerdic. Mantenía una formación compacta, listo para atacar, mientras que nuestros hombres estaban cansados y hambrientos, pero los de Cerdic nunca se habían enfrentado a los jinetes de Arturo.

—Creo que ganaríamos, señor —respondí sinceramente.

—Yo también, aunque sería una batalla dura, Derfel, y terminaríamos con más de cien heridos a los que tendríamos que devolver a casa, mientras que los sajones reunirían hasta la última guarnición que tengan en Lloegyr para luchar contra nosotros. Podríamos vencer a Cerdic aquí, pero jamás llegaríamos vivos a casa. Nos hemos adentrado mucho en Lloegyr. —Hizo un gesto de estremecimiento al recordarlo—. Y si nos debilitamos luchando contra Cerdic, ¿crees que Aelle no nos prepararía una emboscada en el camino de regreso? —Un repentino acceso de violencia lo estremeció—. ¿En qué estaría pensando Lancelot? ¡No podemos aliarnos con Cerdic! Se adueñará de la mitad de Britania, se volverá contra nosotros y tendremos un enemigo sajón dos veces más fuerte que antes. —Soltó una maldición, cosa inusual en él, y se rascó la huesuda cara con la mano enguantada—. Bueno, se ha estropeado el cocido —añadió con amargura—, pero aún así hemos de comérnoslo. La única respuesta es dejar a Aelle con fuerza suficiente como para que Cerdic siga temiéndolo, de modo que reúne a seis de mis jinetes y ve en su busca. Encuéntralo, Derfel, entrégale este desdichado objeto como regalo —me entregó el cuchillo de Cerdic con brusquedad—, límpialo antes —añadió irritado— y llévale también la piel de oso. La encontró Agravain. Dáselo como un segundo presente y dile que acuda a Londres. Dile que, por mi honor, su vida no correrá peligro y que es la única oportunidad que tiene de quedarse con algunas tierras. Cuentas con dos días, Derfel, de modo que encuéntralo.

Dudé, no porque no estuviera de acuerdo sino porque no comprendía la necesidad de que Aelle compareciera en Londres.

—Porque —me explicó Arturo en tono cansino— no puedo quedarme en Londres mientras Aelle anda suelto por Lloegyr. Aunque haya perdido a su ejército aquí, cuenta con guarniciones suficientes como para formar otro y, mientras aclaramos la situación con Cerdic, él podría devastar la mitad de Dumnonia. —Se volvió y miró torvamente a Lancelot y a Cerdic. Creí que iba a maldecir de nuevo, pero se limitó a suspirar de agotamiento—. Pienso instaurar la paz, Derfel. Bien saben los dioses que no es la que yo quería, pero tal vez logremos hacerlo bien. Ahora, vete amigo mío. Vete.

Antes de partir, me tomé el tiempo justo para asegurarme de que Issa haría lo pertinente para la incineración del cuerpo de Cavan y que buscaría un lago y arrojaría a sus aguas la espada del irlandés; después, cabalgué hacia el norte tras el rastro del ejército vencido.

Mientras tanto, Arturo, malogrados sus planes por causa de un necio, marchaba hacia Londres.

Mucho había soñado yo con ver Londres, pero ni en mis más desmesuradas visiones me había aproximado a la realidad. Pensaba que sería como Glevum, un poco mayor, tal vez, pero igualmente una plaza con altos edificios en torno a un espacio abierto, callejuelas pequeñas detrás y una muralla de tierra alrededor, pero en Londres había seis espacios abiertos, cada uno con sus casas de columnas, sus templos con arcadas y sus palacios de ladrillo. Las viviendas normales, que en Glevum o Durnovaria eran bajas y con tejado de paja, se elevaban dos o tres pisos. Muchas se habían derrumbado con el paso del tiempo, pero la mayoría conservaban todavía su techumbre de tejas y sus empinadas escaleras de madera. Pocos habíamos visto alguna vez escaleras dentro de las casas y, el primer día que pasamos allí, muchos se lanzaron escaleras arriba a contemplar el panorama desde los pisos más altos. Uno de los edificios se derrumbó bajo el peso de tantos hombres y, a partir de aquel momento, Arturo prohibió que volvieran a subir.

La fortaleza de Londres, mayor que la de Caer Sws, no era sino el bastión noroccidental de la muralla de la ciudad. Albergaba en su interior doce barracones mayores que salones de festejos construidos de pequeños ladrillos rojos. Al lado de la fortaleza se levantaban un anfiteatro, un templo y una de las diez casas de baños de la ciudad. Otras ciudades contaban con servicios semejantes, claro está, pero en Londres todo era más alto y espacioso. El anfiteatro de Durnovaria, una construcción de tierra cubierta de hierba, siempre me había parecido impresionante, hasta que vi el de Londres, donde habrían cabido cinco como el de Durnovaria. La muralla de la ciudad no era de tierra sino de piedra y, aunque Aelle había dejado que algunas partes se derrumbaran, no dejaba de ser una formidable barrera en cuya cúspide se hallaban en aquel momento los victoriosos hombres de Cerdic. Éste mismo había ocupado la ciudad y la presencia de sus pendones de calaveras indicaba que tenía intenciones de quedársela.

En la orilla del río veíase también un muro de piedra, construido en principio como protección contra los piratas sajones. Tenía aberturas por donde se accedía a diferentes muelles; una de ellas se convertía en un canal que se adentraba hasta un gran jardín, en medio del cual se levantaba un palacio. Aún se veían bustos y estatuas en el palacio, largos corredores de azulejos y una gran sala de columnas donde supuse que antaño se reunirían nuestros gobernadores romanos. En aquellos momentos caía agua por las paredes pintadas, los azulejos del suelo estaban rotos y el jardín era una maraña de malas hierbas, pero aún se percibía la gloria, aunque no fuera más que una sombra. La ciudad entera era la sombra de su antigua gloria. Ninguno de los baños de la ciudad continuaba en funcionamiento. Las piscinas estaban vacías y resquebrajadas, las calderas, frías, y el mosaico del suelo se había pandeado y agrietado por el efecto de las heladas y la maleza. Las calles empedradas se habían convertido en caminos de barro pero, a pesar de la decadencia, la ciudad seguía siendo enorme y magnífica. Me hizo pensar en lo que sería Roma. Galahad me dijo que Londres no era más que una aldea en comparación, que el anfiteatro de Roma era veinte veces mayor que el de Londres, pero no di crédito a sus palabras, pues apenas creía siquiera que el que tenía delante fuera realidad. Parecía obra de colosos.

A Aelle no le gustaba la ciudad y no deseaba vivir allí, de modo que su única población era un puñado de sajones y unos cuantos britanos que se habían sometido a la dominación sajona. Algunos de aquellos britanos aún medraban. La mayoría eran mercaderes que comerciaban con los galos, sus grandes casas se levantaban a orillas del río y sus almacenes se alzaban al resguardo de sus propios muros, vigilados por sus propios soldados, pero la mayor parte de la ciudad estaba abandonada. Era una urbe moribunda, entregada al dominio de la ratas, la que antaño había ostentado el título de Augusta. Antiguamente se la llamaba Londres la Magnífica y en las aguas de su río flotaban numeroso mástiles de galeras; pero en aquel momento era un habitáculo de fantasmas.

Aelle fue conmigo a Londres. Lo encontré a medio día de marcha al norte de la ciudad. Se había refugiado en un fuerte romano y trataba de volver a reunir un ejército. Al principio no se fió de mi mensaje. Me gritó, me acusó de utilizar la brujería para vencerlo, luego me amenazó con matarme, a mí y a mi escolta, pero tuve la sensatez de esperar pacientemente a que se le pasara el mal humor y, al cabo de un rato, se calmó. Arrojó a lo lejos el cuchillo de Cerdic con rabia, pero recibió con alegría la capa de piel de oso que le devolví. En realidad, en ningún momento me sentí verdaderamente en peligro, pues me pareció que me apreciaba y, ciertamente, vencida la primera rabia, me rodeó los hombros con su pesado brazo y me llevó de paseo por las murallas.

—¿Qué quiere Arturo? —me preguntó.

—Paz, lord rey. —El peso de su brazo me hacía daño en el hombro herido, pero no me atreví a protestar.

—¡Paz! —escupió la palabra como si de un trozo de carne envenenada se tratara, pero sin rastro del sarcasmo que había utilizado para rechazar la paz de Arturo antes de la batalla del valle del Lugg. Entonces, Aelle era más fuerte y podía permitirse la exigencia de un precio más elevado. Sin embargo, acababa de sufrir una humillación y lo sabía—. Nosotros, los sajones —dijo— no estamos hechos para la paz. Nos alimentamos del grano de nuestros enemigos, nos cubrimos con su lana, nos deleitamos con sus mujeres. ¿Qué atractivo tiene la paz para nosotros?

—La oportunidad de rehacer vuestras fuerzas, lord rey; de otro modo, será Cerdic quien se alimente de vuestro grano y se cubra con vuestra lana.

—También le gustarían las mujeres —comentó con una sonrisa. Me había librado de su brazo y miraba fijamente hacia el norte, más allá de los campos—. Tendré que entregar tierras —gruñó.

—Pero si escogéis la guerra, lord rey —dije—, el precio será mayor. Os enfrentaréis a Arturo y a Cerdic y tal vez terminéis sin tierra ninguna, salvo la hierba que crezca sobre vuestra tumba.

Se volvió hacia mí con una mirada astuta.

—Arturo sólo quiere la paz para que sea yo quien se enfrente a Cerdic.

—Naturalmente, lord rey —repliqué. Se rió por mi sinceridad.

—Y si no acudo a Londres —dijo—, me cazaréis como a un perro.

—Como a un gran oso, lord rey, cuyos colmillos aún están afilados.

—Hablas igual que luchas, Derfel. Bien. —Había ordenado a sus magos que hicieran una cataplasma de musgo y telarañas para que me la aplicaran a la herida mientras él consultaba a su consejo. La consulta no duró mucho, pues Aelle sabía que no tenía dónde escoger. Así pues, a la mañana siguiente, marchamos juntos por la calzada romana que volvía a la ciudad. Quiso llevarse una escolta de sesenta lanceros—. Aunque confiéis en Cerdic —me advirtió—, no hay promesa que no haya roto. Díselo a Arturo.

—Decídselo vos, lord rey.

Aelle y Arturo se reunieron en secreto la noche anterior a la negociación prevista con Cerdic, y aquella misma noche arreglaron la paz entre ellos en sus propios términos. Aelle tuvo que renunciar a mucho, tuvo que entregar grandes parcelas de tierra de la frontera de poniente y tuvo que avenirse a devolver a Arturo todo el oro que éste le había entregado el año anterior, y más aún. A cambio, Arturo le prometió cuatro años seguidos de paz y su apoyo si Cerdic no firmaba el acuerdo al día siguiente. Se abrazaron, una vez acordada la paz y, después, mientras volvíamos a nuestro campamento fuera de los muros de la ciudad, Arturo sacudió la cabeza con pesadumbre.

—No es bueno reunirse con el enemigo cara a cara —me comentó—, menos aún cuando se sabe que algún día habremos de destruirlo. O es así o los sajones tendrán que someterse a nosotros, y no lo harán. No lo harán.

—Tal vez sí.

—Derfel, sajones y britanos no se mezclan.

—Yo soy mezcla, señor —repliqué. Arturo se echó a reír.

—Pero si tu madre no hubiera sido prisionera, Derfel, te habrías criado como sajón
y
seguramente en estos momentos estarías en el ejército de Aelle. Serías el enemigo, adorarías a los dioses sajones, soñarías lo que ellos sueñan y codiciarías nuestras tierras. Esos sajones necesitan mucho espacio.

Pero al menos habíamos acorralado a Aelle y, al día siguiente, en el gran palacio que había junto al río, nos reuniríamos con Cerdic. Aquel día brillaba el sol, se reflejaba en el canal donde antaño amarraba el gobernador de Britania su nave fluvial. Los brillantes reflejos del sol escondían la espuma, el barro y la suciedad que obstruían el canal, pero nada paliaba el hedor de sus aguas residuales.

Cerdic reunió previamente al consejo y, mientras discutían, los britanos nos reunimos en una sala más elevada que la muralla desde la que se veía el agua; en el techo, decorado con curiosos seres mitad mujer y mitad pez, se reflejaban los luminosos destellos del río. Nuestros lanceros se apostaron en todas las puertas y ventanas para que nadie pudiera oírnos.

Allí estaba Lancelot, a quien se había permitido acudir con Dinas y Lavaine. Los tres mantenían aún lo ventajoso de la paz ganada con Cerdic, pero sólo Meurig les prestó apoyo, pues los demás nos mostramos furiosos ante su resentida rebeldía. Arturo escuchó nuestras protestas por un tiempo, hasta que nos interrumpió para decir que nada se resolvería discutiendo el pasado.

—Lo hecho, hecho está —dijo—, pero tengo que saber una cosa. —Miró a Lancelot—. Prometedme que no os habéis comprometido a nada con Cerdic.

—Le he dado la paz —insistió Lancelot— y le insinué que os apoyara en la lucha contra Aelle. Eso es todo.

Hallábase Merlín sentado en la ventana sobre el río. Había adoptado a un gato que vagaba por el palacio y en aquel momento lo tenía en el regazo y lo acariciaba.

—¿Qué quería Cerdic? —preguntó con suavidad.

—La derrota de Aelle.

—¿Sólo? —inquirió Merlín sin esforzarse por ocultar su incredulidad.

—Sólo —ratificó Lancelot—, nada más que eso. —Todos lo observábamos. Arturo, Cuneglas, Meurig, Agrícola, Sagramor, Galahad, Culhwch y yo. Ninguno decía nada pero todos lo mirábamos—. ¡No quería nada más! —insistió Lancelot, y en aquel momento se me antojó un niño diciendo puras mentiras.

—¡Cosa extraordinaria en un rey! —exclamó Merlín plácidamente—. Pedir tan poco... —Empezó a hacer cosquillas al gato en las patas con la punta de una trenza de la barba—. ¿Y tú qué pediste? —preguntó con igual suavidad que antes.

—La victoria de Arturo —declaró Lancelot.

—¿Acaso no creías que Arturo pudiera vencer por sus propios medios? —dijo Merlín sin dejar de jugar con el gato.

—Pretendía asegurársela —contestó Lancelot—. ¡Sólo quería ayudar! —Echó una mirada en torno en busca de apoyo tácito, pero no halló sino el del jovial Meurig—. Si no deseáis la paz con Cerdic —dijo con suficiencia—, ¿por qué no peleáis ahora contra él?

—Lord rey, la razón es que vos mismo habéis utilizado mi nombre como garantía de la tregua —replicó Arturo con paciencia—, y además, mi ejército se encuentra ahora a muchas jornadas de casa y el camino está plagado de hombres de Cerdic. Si no hubierais hecho ese trato —siguió explicando amablemente—, la mitad de su ejército estaría en la frontera vigilando a vuestros hombres y
yo
habría podido marchar hacia el sur y atacar a la otra mitad. Pero, tal como están las cosas —añadió con un encogimiento de hombros—, ¿qué nos pedirá Cerdic en el día de hoy?

—Tierra —respondió Agrícola con firmeza—, es lo que siempre quieren los sajones. Tierra, tierra y más tierra. No quedarán satisfechos hasta que posean hasta el último palmo de tierra del mundo, y entonces empezarán a buscar otros mundos que someter a su arado.

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