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Authors: Bernard Cornwell

El enemigo de Dios (33 page)

BOOK: El enemigo de Dios
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—¿Secreto? ¡Secreto! ¡Oh, gran Mitra —exclamó con una voz que retumbó por todas las gradas—, el de la espada afilada en la cima de las montañas, el de la punta de lanza forjada en las profundidades del océano, el del escudo que hace palidecer a las más fulgurantes estrellas, escúchanos! ¿Continúo, dilectísimo hijo? —me preguntó. Acababa de recitar la invocación con que empezábamos las reuniones y que formaba parte, teóricamente, de los ritos secretos. Con un gesto burlón dejó de mirarme—. Tienen un pozo, querida Nimue —le dijo— tapado con una reja de hierro, y la pobre bestia agoniza desangrándose en el pozo y luego mojan las puntas de las lanzas en la sangre, se emborrachan y creen que han hecho algo importante.

—Eso me parecía —dijo Nimue, y sonrió—. No hay pozo.

—¡Querida niña! —exclamó Merlín rezumando admiración—. ¡Querida niña! ¡A trabajar! —Se alejó deprisa.

—¿Adonde vas? —le pregunté a voces, pero se limitó a despedirse con un ademán y siguió caminando; con una seña, indicó a mis ociosos lanceros que lo acompañaran. Los seguí y no hizo nada por impedírmelo. Salimos por un túnel a una de las extrañas calles de altos edificios, luego hacia poniente, en dirección a la gran fortaleza que formaba el bastión noroccidental de las murallas de la ciudad y, justo al lado de la fortaleza, construido contra la misma muralla, había un templo.

Seguí a Merlín al interior.

Era una bonita edificación; larga, oscura, estrecha y alta, con altos techos pintados que se apoyaban en dos hileras gemelas de siete pilares cada una. El templo servía de almacén en aquellos momentos, pues en uno de los pasillos laterales se amontonaban balas de lana y pieles en abundancia, aunque debían de frecuentarlo algunos adoradores porque, en un extremo, descubrí una estatua de Mitra con su curioso sombrero suelto y otras estatuas menores frente a los pilares de forma de flauta. Supuse que los fieles que allí orasen serían descendientes de los moradores romanos que prefirieron quedarse en Britania cuando las legiones marcharon y, al parecer, habían abandonado gran parte de sus antiguos dioses, Mitra incluido, porque las pocas ofrendas de flores, viandas y teas goteantes de juncos se apiñaban en torno a tres únicas estatuas. Dos eran elegantes tallas de deidades romanas, pero la tercera era un ídolo britano: un fálico bloque de piedra lisa con una cara brutal de grandes ojos tallada en la punta; era la única que estaba manchada de sangre seca; la única ofrenda que había junto a la estatua de Mitra era la espada sajona que Sagramor ofreció por la recuperación de Malla. Era un día de sol pero al templo sólo llegaba una tenue claridad que se colaba por un agujero del tejado, de donde habían desaparecido algunas tejas. En realidad el templo debía estar a oscuras, pues Mitra había nacido en una gruta y en la oscuridad de una gruta lo adorábamos.

Merlín golpeó las losas del suelo con la vara hasta que se detuvo por fin cerca del final de la nave, cerca de la estatua de Mitra.

—¿Es aquí donde mojáis las lanzas, Derfel? —me preguntó.

Di unos pasos hacia el pasillo lateral donde estaban los pellejos y la lana.

—Aquí —dije, señalando un pozo poco profundo medio oculto por uno de los montones de pellejos.

—¡No digas sandeces! —replicó Merlín—. ¡Ése lo han hecho más tarde! ¿Crees de verdad que guardas los secretos de tu patética religión?

—Golpeó nuevamente el suelo al pie de la estatua y luego probó en otro punto a pocos pasos de distancia; dedujo que el sonido no era el mismo en los dos lugares, así que volvió a golpear el primero, el que estaba al pie de la estatua—. Cavad aquí —ordenó a mis lanceros.

La perspectiva del sacrilegio me hizo temblar.

—Hila no debería estar presente, señor —dije, refiriéndome a Nimue.

—Una palabra más, Derfel, y te convierto en un erizo artrítico. ¡Levantad esas losas! —gritó, dirigiéndose a mis hombres—. ¡Usad las lanzas a modo de palanca, inútiles! ¡Vamos! ¡Trabajad!

Me senté junto al ídolo britano, cerré los ojos y rogué a Mitra que me perdonara el sacrilegio. Luego rogué por Ceinwyn y por que la criatura que llevaba en el vientre continuara con vida, y seguía rezando por mi hijo que no había nacido aún, cuando la puerta del templo se abrió y unas botas resonaron fuertemente en las losas. Abrí los ojos, volví la cabeza y vi que Cerdic había entrado en el templo.

Acudió con veinte lanceros, con su intérprete y, lo que fue más sorprendente, con Dinas y Lavaine.

Me puse de pie como pude y rocé los huesos del pomo de Hywelbane para que me dieran suerte mientras el rey sajón avanzaba despacio por la nave.

—Esta ciudad es mía —dijo Cerdic con voz suave—, y mío es todo lo que se halla entre sus muros. —Miró fijamente a Merlín y a Nimue unos momentos, y luego a mí—. Diles que exijo una explicación —me ordenó.

—Di a ese necio que se largue y se empape la mollera en un cubo —me dijo Merlín de malos modos. Hablaba sobradamente la lengua sajona, pero le convino hacer creer lo contrario.

—Ése es su intérprete, señor —advertí a Merlín, refiriéndome al hombre que estaba al lado de Cerdic.

—Pues que le diga a su rey que se empape la mollera —repitió Merlín.

El intérprete cumplió al pie de la letra y Cerdic esgrimió una sonrisa peligrosa.

—Lord rey —le dije, procurando deshacer el entuerto de Merlín—, mi señor Merlín desea devolver el templo a su antigua condición.

Cerdic se detuvo a sopesar la respuesta mientras observaba lo que se estaba llevando a cabo. Mis cuatro lanceros habían levantado las losas del suelo; debajo se veía una masa compacta de arena y grava que ya habían empezado a sacar a paladas; bajo la masa compacta había una plataforma inferior de vigas embreadas. El rey miró al pozo y ordenó a mis lanceros que siguieran adelante con su trabajo.

—Si encontráis oro —me dijo—, me pertenece. —Empecé a traducírselo a Merlín, pero Cerdic me interrumpió con un gesto de la mano—. Él habla nuestra lengua —dijo, mirando al druida—, me lo han dicho ellos —añadió, al tiempo que señalaba con la cabeza a Dinas y Lavaine.

Miré a los funestos gemelos y después a Cerdic otra vez.

—Os rodeáis de extraños amigos, lord rey —le dije.

—No más extraños que tú —replicó, fijándose en el ojo dorado de Nimue. Ella se lo quitó con un dedo y le ofreció la horrenda imagen de la marchita cuenca vacía; pero Cerdic no se inmutó ante la amenaza, sino que me preguntó qué sabía yo sobre los diferentes dioses del templo. Le respondí lo mejor que supe, pero era evidente que en realidad el sajón no tenía el menor interés. Me interrumpió para mirar a Merlín de nuevo—. ¿Dónde está tu olla mágica, Merlín? —preguntó.

Merlín clavó una mirada asesina a los gemelos silurios y luego escupió en el suelo.

—Escondida —contestó.

Cerdic no pareció sorprendido por la respuesta. Pasó de largo ante el pozo, cada vez más hondo, y recogió la espada sajona que Sagramor había ofrendado a Mitra. Blandió la hoja en el aire y pareció aprobar el equilibrio del arma.

—Esa olla —preguntó a Merlín—, ¿tiene grandes poderes?

Merlín se negó a responder de forma que lo hice yo en su lugar.

—Eso dicen, lord rey.

—¿Poderes —Cerdic me miraba fijamente con sus claros ojos azules— para expulsar de Britania a los sajones?

—Ése es el motivo de nuestras oraciones, lord rey —respondí.

Sonrió por la respuesta y volvió a dirigirse a Merlín.

—¿Qué precio pones a tu olla, anciano?

—Tu hígado, Cerdic —replicó el druida fulminándolo con la mirada.

Cerdic se acercó a Merlín y lo miró profundamente a los ojos. No vi ni rastro de temor en Cerdic, ni rastro. Sus dioses no eran los de Merlín. Tal vez Aelle temiera a Merlín, pero Cerdic jamás había sufrido a causa de la magia del druida y, por lo que a él concernía, Merlín no era más que un anciano sacerdote britano cuya fama se había inflado en demasía. Súbitamente agarró a Merlín por una de las negras trenzas de la barba.

—Te ofrezco mucho oro a cambio, anciano —le dijo.

—Ya te he dicho el precio —replicó Merlín. Trató de alejarse de Cerdic, pero el rey sajón aferró con mayor fuerza la trenza de la barba del druida.

—Te doy tu peso en oro —insistió Cerdic.

—Tu hígado —replicó Merlín.

Cerche levantó la hoja sajona en el aire y, con un pase rápido, cortó la trenza de la barba al druida. Luego retrocedió.

—Juega con tu olla, Merlín de Avalon —dijo, apartando la espada—, pero un día coceré tu hígado en la olla y se lo echaré a mis perros.

Nimue, pálida, miraba al rey. Merlín, absolutamente sorprendido, no se movió ni dijo una palabra; mis cuatro hombres se quedaron con la boca abierta.

—¡Vamos, idiotas, seguid! —les dije de mal humor—. ¡Trabajad!

Me sentía mortificado. Nunca había visto a Merlín humillado, ni lo deseaba. No pensaba que fuera posible, siquiera. Merlín se rascó la barba violada.

—Algún día, lord rey —le dijo serenamente— me vengaré.

Cerdic desoyó la débil amenaza con un encogimiento de hombros y se reunió con sus hombres. Entregó la trenza cortada a Dinas, el cual se lo agradeció con una inclinación. Escupí, pues sabía que a partir de aquel momento la pareja de silurios podía obrar grandes males. Pocas cosas hay tan valiosas para realizar hechizos mágicos como los cabellos o los recortes de uñas de un enemigo, razón por la cual, y para evitar que caigan en manos malintencionadas, tenemos todos tanto cuidado de quemar tales desechos convenientemente. Hasta un niño es capaz de hacer maldades con un mechón de pelo.

—¿Queréis que recupere la trenza, señor? —pregunté a Merlín.

—No seas tonto, Derfel —dijo con impaciencia, señalando a los veinte lanceros que acompañaban a Cerdic—. ¿Crees que podrías con todos? —Sacudió la cabeza y miró a Nimue—. Ya ves qué lejos de nuestros dioses nos hallamos aquí —dijo, como para justificar su impotencia.

—Cavad —ordenó Nimue a mis hombres en tono áspero, aunque ya habían terminado de cavar y trataban de levantar la primera gran viga. Cerdic, que evidentemente había acudido al templo porque Dinas y Lavaine le habían dicho que Merlín buscaba un tesoro, ordenó a tres de sus lanceros que ayudaran a mis hombres. Los tres saltaron al pozo y empujaron con las lanzas el extremo de la viga hasta que despacio, muy poco a poco, la desencajaron y mis hombres pudieron asirla y sacarla.

Era el pozo de la sangre, el lugar donde el toro se desangraba hasta la muerte sobre la madre tierra, pero en algún momento, lo habían camuflado hábilmente con vigas, arena, grava y piedra.

—Lo hicieron —me dijo Merlín sin que nos oyeran los hombres de Cerdic— cuando se marcharon los romanos. —Volvió a rascarse la barba.

—Señor —le dije, falto de soltura, entristecido por la humillación.

—No te preocupes, Derfel. —Me tocó el hombro para darme ánimos—. ¿Crees que debería atraer el fuego de los dioses? ¿O que la tierra abriera sus fauces y se lo tragara? ¿O llamar a una serpiente del mundo de los espíritus?

—Sí, señor —repliqué cabizbajo.

—No se llama a la magia, Derfel —me dijo, en voz más baja aún—, se la utiliza, y aquí no hay nada que nos sirva. Por eso necesitamos los tesoros. Derfel, en Samain reuniré los tesoros y descubriré la olla. Encenderemos hogueras y obraremos un encantamiento que hará clamar al cielo y gruñir a la tierra. Eso te lo prometo. He vivido toda mi vida para ese momento, y la magia volverá a Britania. —Se apoyó en un pilar y se acarició la calva que le había quedado en el mentón—. Nuestros amigos de Siluria —dijo, mirando a los gemelos de negra barba— creen que me tienen en sus manos, pero un mechón de la barba de un viejo no es nada comparado con el poder de la olla, Derfel, tan sólo puede hacerme daño a mí, la olla, en cambio, sacudirá los cimientos de Britania entera y esos dos aspirantes tendrán que venir de rodillas a suplicarme clemencia. Pero hasta entonces, Derfel, hasta que llegue ese momento, tenemos que ver cómo prosperan nuestros enemigos. Los dioses se alejan más y más. Se debilitan, y los que los amamos nos debilitamos con ellos, pero no será siempre así. Los llamaremos, los haremos volver y la magia, que tan débil es ahora en Britania, se espesará como la niebla de Ynys Mon. —Volvió a tocarme en el hombro herido—. Te lo prometo.

Cerdic no nos perdía de vista. No nos oía pero en su rostro se reflejaba el buen humor.

—Se quedará con lo que hay en el pozo, señor —murmuré.

—Espero que no conozca su valor —replicó Merlín en voz baja.

—Pero ellos sí, señor —dije, refiriéndome a los dos druidas vestidos de blanco.

—Son traidores como serpientes —dijo Merlín entre dientes, mirando a Dinas y Lavaine que se habían aproximado al pozo—, pero aunque se queden con lo que encontremos ahora, todavía seré yo quien posea once de los trece tesoros, Derfel, y sé dónde hallar el decimosegundo; no hay hombre en Britania que haya reunido tanto poder en mil años. —Se apoyó en la vara—. Ese rey va a sufrir, te lo prometo.

Sacaron del agujero la última viga y la dejaron caer con un ruido sordo sobre las losas del suelo. Los sudorosos lanceros se retiraron cuando Cerdic y los druidas silurios se aproximaron lentamente y se asomaron al pozo. Cerdic se quedó mirando un largo rato y, al cabo, rompió a reír.

—Me gusta el enemigo —dijo Cerdic— que deposita tanta fe en la mierda. —Hizo apartarse a sus lanceros y nos indicó que nos acercáramos nosotros—. Ven a ver lo que has descubierto, Merlín de Avalon.

Me acerqué al borde del pozo con Merlín y vi un montón de madera vieja, oscura y destrozada por la humedad. No parecía sino una pila de leña para el fuego, astillas y fragmentos de troncos; algunas se pudrían a causa de la humedad que rezumaba por una esquina de los ladrillos del pozo, y el resto era tan viejo y frágil que habría prendido y se habría reducido a cenizas en un instante.

—¿Qué es? —pregunté a Merlín.

—Me parece —dijo Merlín en lengua sajona— que nos hemos equivocado de excavación. Vamos —añadió en britano al tiempo que volvía a pasarme el brazo por el hombro—. Hemos perdido el tiempo.

—Pero nosotros no —dijo Dinas bruscamente.

—Veo una rueda —dijo Lavaine.

Merlín se volvió despacio con una expresión trastocada. Había intentado engañar a Cerdic y a los gemelos silurios pero había fracasado estrepitosamente.

—Dos ruedas —corrigió Dinas.

—Y un báculo cortado en tres pedazos —completó Lavaine.

Volví a mirar el sórdido montón de basura y no vi más que restos de madera, pero de pronto me fijé en que algunos fragmentos eran curvos y que, unidos todos y fijados con los numerosos palos cortos, se formarían verdaderamente dos ruedas. Entre los restos de las ruedas había unas piezas delgadas y una vara larga del grosor de mi muñeca, pero tan larga que había sido partida en tres trozos para que cupiera en el agujero. También se distinguía el cubo de un eje con una ranura en el centro donde habría cabido la hoja de un cuchillo largo. El montón de astillas era lo que quedaba de un antiguo carro de los que usaban antes los guerreros britanos en la batalla.

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