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Authors: Bernard Cornwell

El enemigo de Dios (51 page)

BOOK: El enemigo de Dios
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Los treinta hombres a caballo se lanzaron al galope abandonando el camino y dando un rodeo por el margen del valle para llegar a la colina más lejana, que se levantaba al otro lado del asentamiento. Cadoc, que todavía estaba de camino a la iglesia, los miró pero no dio señales de alarma.

—Me pregunto —comentó Arturo— cómo sabía quién soy.

—Sois famoso, señor —dije. Seguía llamándolo señor, y así lo haría siempre.

—Es posible que haya oído mi nombre, pero no habrá visto mi cara. Aquí no, desde luego. —Se encogió de hombros—. ¿Ligessac siempre fue cristiano?

—Desde que lo conocí por primera vez, pero nunca fue un buen cristiano.

—Es más fácil ser virtuoso cuando se es mayor —comentó Arturo con una sonrisa—. Al menos eso me parece. —Observó el avance de los caballos, que ya habían pasado la aldea de largo levantando agua del suelo empapado con sus cascos, después alzó la lanza y miró a mis hombres—. ¡No lo olvidéis! ¡Nada de robar! —Me pregunté qué botín podía haber en un lugar tan miserable, pero Arturo sabía que los lanceros siempre encuentran algo que llevarse de recuerdo—. No quiero complicaciones —insistió Arturo—. Buscaremos a nuestro hombre y nos marcharemos. —Tocó a
Llamrei
en el flanco y la yegua negra se puso en marcha obedientemente. Los soldados de a pie le seguimos y nuestras botas borraron la línea que Cadoc había marcado en la tierra junto a la cruz de intrincados adornos. No cayó fuego del cielo.

El obispo ya había llegado a la iglesia y se detuvo en la puerta, se volvió, nos vio llegar y entró en el templo.

—Sabían que veníamos —dijo Arturo— de modo que no creo que encontremos a Ligessac aquí. Mucho me temo que estemos perdiendo el tiempo, Derfel. —Una mansa oveja se cruzó cojeando en el camino y Arturo detuvo al caballo para cederle el paso. Le vi estremecerse y supe que le ofendía la suciedad del poblado, que prácticamente rivalizaba con la miseria del Tor de Nimue.

Cadoc reapareció a la puerta de la iglesia cuando nos encontrábamos a unos cien pasos. Nuestros jinetes ya esperaban detrás de las casas, pero el obispo no se preocupó de mirar dónde estaban. Se llevó un gran cuerno de carnero a la boca y arrancó una nota que resonó hueca en las desnudas paredes del cuenco que formaban los montes. Volvió a soplar, se detuvo a tomar aliento y tocó por tercera vez.

Súbitamente, se nos presentó la batalla.

Sabían sin duda que habíamos de llegar, y nos esperaban convenientemente preparados. Debían de haber convocado hasta al último cristiano de Powys y Siluria en defensa de Cadoc; aquellos hombres aparecieron en aquel momento en las cimas que rodeaban el valle, mientras otros corrían a cerrarnos el camino a nuestra espalda. Unos llevaban lanzas, otros escudos y otros, simples garfios u horcas de recoger heno, pero parecían muy seguros de lo que hacían. Comprendí que muchos habrían sido lanceros y que habrían luchado en la guerra como soldados de leva, pues lo que tanta confianza infundía a aquellos cristianos, aparte de la fe en su dios, era el hecho de haberse reunido al menos doscientos.

—¡Locos! —gritó Arturo enfadado. Odiaba la violencia innecesaria y sabía que con tal respuesta, sería inevitable derramar sangre. También sabía que ganaríamos, pues sólo unos fanáticos que creyeran que su dios lucharía por ellos se atreverían a enfrentarse a sesenta de los más aguerridos soldados de Dumnonia—. ¡Locos! —De nuevo escupió; echó una ojeada a la aldea y vio que de las cabañas salían más hombres armados—. Quédate aquí, Derfel —dijo—. Sólo resiste la embestida, nosotros los haremos dispersarse. —Picó espuelas y se dirigió al galope, él solo, al otro extremo de la aldea para reunirse con sus hombres.

—Círculo de escudos —dije en voz baja.

Éramos sólo treinta hombres; nuestro corro de dos filas era tan pequeño que a los entusiasmados cristianos que bajaban gritando de los montes y salían de las cabañas con la intención de aniquilarnos debió de parecerles un blanco fácil. La formación en círculo nunca ha sido la preferida de los soldados porque la separación entre las lanzas que salen fuera del círculo hace que las puntas queden también muy separadas entre sí, y cuanto menor sea el círculo más amplios son los huecos, pero mis hombres estaban bien entrenados. Los del primer anillo se arrodillaron uniendo los escudos, con las lanzas firmemente clavadas en el suelo detrás del escudo. Los del segundo anillo colocamos los escudos sobre los anteriores, de pie en el suelo, de forma que los oponentes tendrían que habérselas con un grueso muro doble de madera cubierta de cuero. Después, nos colocamos de pie, cada uno detrás de uno de los que estaban arrodillados, y levantamos las lanzas por encima de sus cabezas. Nuestra labor consistía en proteger el anillo exterior, que a su vez había de aguantar la embestida. Sería un trabajo duro y sangriento, pero mientras los soldados arrodillados mantuvieran los escudos en alto y sujetaran firmemente las lanzas y nosotros los protegiéramos, el círculo de escudos sería suficiente. Recordé maniobras de instrucción a los del exterior, les dije que su función era actuar de simple obstáculo y que dejaran la matanza para nosotros. —Bel nos acompaña —les dije. —Y Arturo también —añadió Issa con entusiasmo.

Pues sería Arturo quien en realidad llevara a cabo la matanza aquel día. Nosotros éramos el anzuelo y él, el brazo ejecutor, y los hombres deCadoc mordieron el anzuelo como un salmón hambriento se abalanza sobre una cachipolla. El propio Cadoc iba a la cabeza de los que salían de la aldea, con su oxidada espada y un gran escudo redondo pintado con una cruz negra, bajo la cual vi el contorno semiborrado del zorro de Siluria, es decir, que el obispo había servido en las filas de Gundleus. La horda cristiana no avanzaba en formación de barrera de escudos. Tal vez de esa forma habrían logrado la victoria, pero atacaron al estilo antiguo, el que dio la victoria a los romanos en su día. Antiguamente, cuando los romanos estaban en Britania, las tribus cargaban contra ellos todos a una, en avalancha, gloriosamente impelidos por el hidromiel. Tales ataques intimidaban a la vista pero eran fáciles de superar por un ejército de hombres disciplinados, y mis lanceros estaban muy bien disciplinados.

Sin duda sintieron miedo. Yo también, pues la carga de hombres vociferantes es terrible de ver. Da buenos resultados contra bandas sin disciplina por el terror que infunde, y aquella fue la primera ocasión en que vi el antiguo estilo guerrero de Britania. Los cristianos de Cadoc se abalanzaron frenéticamente sobre nosotros, compitiendo por ver quién sería el primero en caer ante nuestras lanzas. Gritaban y nos maldecían, habríase dicho que todos querían ser mártires o héroes. Incluso había mujeres entre ellos, que gritaban blandiendo bastones de madera o afilados cuchillos. Hasta niños vimos entre la horda vociferante.

—¡Bel! —grité, cuando el primer hombre trató de saltar sobre un soldado arrodillado del anillo exterior, y murió en la punta de mi lanza. Lo ensarté limpiamente como a una liebre en un asador, y luego lo arroje, con lanza y todo, fuera del círculo para que su cadáver sirviera de obstáculo a sus camaradas. Hywelbane mató al siguiente, y oí a mis lanceros entonar su temible canto de guerra mientras pinchaban, rajaban, acuchillaban y clavaban. Todos éramos rápidos y buenos y estábamos perfectamente entrenados. Horas de aburridas maniobras salieron a la luz en aquel anillo de escudos y, aunque hacía años que muchos de nosotros no combatíamos, descubrimos que nuestros viejos instintos continuaban tan despiertos como siempre, y aquel día, sólo el instinto y la experiencia nos mantuvieron con vida. El enemigo era una prensa chirriante de fanáticos que se apelotonaban alrededor del círculo y hendían el aire con las espadas, pero nuestros soldados del primer anillo aguantaron firmes como rocas y la montaña de cadáveres y moribundos crecía tan deprisa frente a nuestros escudos que entorpecía mucho a los demás atacantes. Durante los dos primeros minutos, cuando el campo situado frente al círculo de escudos todavía estaba despejado y los más valientes enemigos podían acercarse mucho aún, la pelea fue tremenda, pero tan pronto como el montón de muertos y agonizantes empezó a protegernos, sólo los más osados trataban de acercarse a nosotros, y entonces, los quince que formábamos el anillo interior escogíamos nuestro blanco y lo aprovechábamos para practicar la esgrima, o el dominio de la lanza. Luchamos deprisa, nos animábamos unos a otros y matábamos sin compasión.

Cadoc acudió pronto al combate. Llegó blandiendo la enorme espada oxidada tan rápidamente que el aire silbaba. Sabía perfectamente lo que hacía e intentó abatir a un soldado de la primera fila, pues si rompía el anillo exterior, los demás caeríamos rápidamente. Detuve su primer mandoble con Hywelbane, contraataqué con un giro rápido que se perdió en su sucia mata de pelo y entonces, Eachern, el pequeño y corpulento irlandés que aún estaba a mi servicio a pesar de las amenazas de Mordred, asestó un golpe con la vara de la lanza al obispo en plena cara. El tajo de una espada le había segado la punta del arma, pero clavó el extremo de hierro de la vara a Cadoc en la frente. El obispo bizqueó un instante, abrió la boca llena de dientes podridos y se hundió en el barro.

El último que intentó romper el círculo de escudos fue una mujer muy despeinada que trepó por el montón de muertos y me maldijo a voz en grite», al tiempo que trataba de saltar sobre los hombres arrodillados del primer anillo. La agarré por el cabello, dejé que despuntara su cuchillo de carnicero dando golpes contra mi cota de malla, luego la metí en el círculo arrastrándola e Issa le pisó la cabeza con fuerza. En aquel momento, Arturo entró en acción.

Treinta jinetes con largas picas cayeron como látigos sobre la muchedumbre. Supongo que nosotros habíamos estado defendiéndonos unos tres minutos, pero en cuanto intervino Arturo, la pelea concluyó en un abrir y cerrar de ojos. Los jinetes llegaron con las lanzas en ristre, al galope, y una terrible lluvia de sangre saltó al aire cuando una de las lanzas dio en el blanco; súbitamente, nuestros atacantes huyeron a la desbandada, presos del pánico. Arturo, perdida la lanza y con Excalibur refulgente en la mano, gritaba a sus hombres que dejaran de matar.

—¡Dispersadlos sólo! —decía a grandes voces—. ¡Dispersadlos!

Los jinetes se dividieron en pequeños grupos que dispersaron a los aterrorizados supervivientes y luego fueron tras ellos y les cerraron la huida obligándolos a volver a la cruz guardiana.

Mis hombres se tranquilizaron. Issa todavía estaba sentado encima de la mujer despeinada y Eachern buscaba la punta de su lanza. Dos hombres del círculo de escudos sufrían heridas de consideración y uno del segundo anillo tenía la mandíbula rota y le sangraba, pero por lo demás, estábamos sanos y salvos; sin embargo, veintitrés cadáveres yacían a nuestro alrededor, además de otros tantos heridos graves. Cadoc, que se había desvanecido a causa del golpe de Eachern, vivía todavía; lo atamos de pies y manos y después, a pesar de las instrucciones de Arturo sobre el respeto hacia el enemigo, lo humillamos cortándole el pelo y la barba. Él escupía y maldecía, pero le llenamos la boca con los mechones de su grasienta barba y luego lo llevamos de vuelta a la aldea.

Y allí encontramos a Ligessac. No había huido, al fin y al cabo, sino que sencillamente, esperaba al pie del pequeño altar de la iglesia. Era ya un anciano de pelo escaso y canoso, y se entregó mansamente, ni siquiera opuso resistencia cuando le cortamos la barba y tejimos una basta cuerda con ella para atársela alrededor del cuello, la señal del condenado por traición. Incluso pareció alegrarse de volver a verme al cabo de tantos años.

—Ya les dije que no podrían contigo —dijo—, con Derfel Cadarn, no.

—¿Sabían que estábamos en camino? —le pregunté.

—Desde hace una semana —respondió tendiendo las manos discretamente para que Issa se las atara con una cuerda—. Hasta os esperábamos con ilusión. Pensamos que era nuestra oportunidad para librar a Britania de Arturo.

—¿Y por qué deseáis tal cosa?

—Porque Arturo es enemigo de los cristianos, ni más ni menos —contestó Ligessac.

—No es cierto —dije burlonamente.

—¿Y tú qué sabes, Derfel? —me preguntó Ligessac—. ¡Estamos preparando Britania para la venida de Cristo y tenemos que limpiar esta tierra de infieles! —declaró a voces, en tono desafiante, y luego se encogió de hombros y sonrió—. Pero les advertí que así no podrían matar a Arturo y a Derfel. Advertí a Cadoc que erais excelentes guerreros. —Se levantó y salió de la iglesia detrás de Issa, pero de pronto, en la puerta, se volvió hacia mí—. Supongo que ahora voy a morir, ¿no? —preguntó.

—En Dumnonia —le dije.

—Veré la cara de Dios —comentó con un encogimiento de hombros—, así que no tengo nada que temer.

Salí del templo detrás de ellos. Arturo había vaciado la boca al obispo, el cual nos maldecía con un verdadero chorro de sucio lenguaje. Rocé la barbilla recién afeitada del obispo con la punta de Hywelbane.

—Sabían que veníamos —le dije a Arturo—, y pretendían darnos muerte aquí mismo.

—Han fallado —replicó Arturo, y apartó la cabeza para evitar un escupitajo del obispo—. Guarda la espada —me ordenó.

—¿No lo queréis muerto? —pregunté.

—Su castigo es vivir aquí —declaró Arturo—,
y
no en el cielo.

Nos alejamos con Ligessac, pero ninguno de nosotros reflexionó seriamente sobre las palabras que el prisionero había dicho en la iglesia. Según él, hacía una semana que estaban enterados de nuestra llegada, pero una semana antes aún estábamos en Dumnonia, no en Powys, lo cual significaba que desde Dumnonia habían enviado a alguien para prevenirlos. Pero en ningún momento se nos ocurrió relacionar a nadie de Dumnonia con aquella masacre en medio del lodo, en unos montes pelados; adjudicamos la matanza al fanatismo cristiano, y no a la traición, pero todo había sido una emboscada premeditada.

Hoy en día, naturalmente, hay cristianos que cuentan la historia de modo diverso. Dicen que Arturo sorprendió a Cadoc en su refugio, violó a las mujeres, mató a los hombres y robó los tesoros de Cadoc, pero yo no vi violación alguna, matamos sólo a los que querían matarnos a nosotros y no hallamos tesoros que robar... y aunque los hubiera habido, Arturo no habría consentido que los tocáramos. Llegaría el día, no muy lejano, en que vería a Arturo matar sin ningún miramiento, pero esos muertos serían todos paganos; y sin embargo, los cristianos seguían insistiendo en que Arturo era su enemigo, y la historia de la derrota de Cadoc sólo aumentó el odio que le profesaban. Cadoc fue elevado a la categoría de santo en vida y, por esa misma época, los cristianos comenzaron a insultar a Arturo con el nombre de Enemigo de Dios. No llegó a deshacerse de tan virulento apelativo en el resto de sus días.

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