—Nunca me llegaste a contar lo que le pasó a Alby aquel día, por qué estaba tan mal. Está claro que el lacerador se despertó, pero ¿qué ocurrió?
Minho ya se había puesto la mochila. Parecía listo para marcharse.
—Bueno, aquella fuca cosa no estaba muerta. Como un idiota, Alby le empujó con el pie y el bicho, de repente, recuperó la vida, sacó los pinchos y rodó con su gordo cuerpo. Pero algo pasaba, porque no atacó como lo suelen hacer. Parecía más bien como si tratara de salir de allí y el pobre Alby se le hubiera puesto en medio.
—Entonces, ¿huyó de vosotros? —después de lo que Thomas había visto hacía tan sólo un par de noches, no podía imaginárselo.
Minho se encogió de hombros.
—Sí, supongo… Quizá necesitaba ir a recargar o algo por el estilo, no sé.
—¿Qué le pasaría? ¿Viste alguna herida o algo así? —Thomas no sabía qué tipo de respuesta buscaba, pero estaba seguro de que tenía que haber una pista o una lección que aprender de lo que había sucedido.
Minho se quedó pensando un minuto.
—No. La fuca cosa parecía muerta, como una estatua de cera. Pero entonces, ¡bum!, volvió a la vida.
Thomas no dejaba de darle vueltas; intentaba llegar a algún sitio, sólo que no sabía por dónde o hacia qué dirección empezar.
—Me pregunto adonde iría. Adonde van siempre. ¿Y tú? —se quedó callado un segundo—. ¿Nunca has pensado en seguirlos?
—Macho, sí que tienes ganas de morir, ¿no? Vamos, tenemos que marcharnos.
Y con aquellas palabras, Minho se dio la vuelta y empezó a correr.
Mientras Thomas le seguía, se esforzó por averiguar lo que le rondaba la mente. Tenía que ver con que el lacerador estuviera muerto y luego ya no, adonde habría ido en cuanto volvió a la vida…
Frustrado, apartó de sí esos pensamientos y echó a correr para alcanzarle.
• • •
Thomas corrió justo detrás de Minho durante dos horas más, con algunas pequeñas pausas que cada vez parecían más cortas. Estuviera o no en buena forma, a Thomas le dolía todo.
Al final, Minho se paró y volvió a quitarse la mochila. Se sentaron en el suelo, apoyados en la blanda hiedra mientras comían el almuerzo y ninguno de los dos hablaba demasiado. Thomas se zampó el bocadillo y las verduras, masticando lo más despacio posible. Sabía que Minho le haría levantarse en cuanto desapareciera la comida, así que se tomó su tiempo.
—¿Has visto hoy algo diferente? —preguntó Thomas, curioso.
Minho dio unas palmaditas a su mochila, donde guardaba sus notas.
—Sólo los movimientos habituales de las paredes. Nada para que tu flacucho culo se entusiasme.
Thomas dio un gran trago de agua y miró la pared cubierta de hiedra que había enfrente. Vislumbró un reflejo rojo y plateado, algo que había visto más de una vez aquel día.
—¿Qué pasa con esas cuchillas escarabajo? —preguntó. Al parecer, estaban por todos lados. Entonces, Thomas recordó lo que había visto en el Laberinto. Habían pasado tantas cosas que no había tenido la oportunidad de mencionarlo—. ¿Y por qué tienen la palabra «CRUEL» escrita en la espalda?
—Nunca hemos podido coger una —Minho terminó la comida y tiró la caja del almuerzo—. Y tampoco sabemos qué significa esa palabra. Seguramente sea algo para asustarnos, pero tienen que ser espías que trabajan para ellos. Es lo único que se me ocurre.
—¿Y quiénes son «ellos»? —inquirió Thomas, listo para recibir más respuestas. Odiaba a los que estaban detrás del Laberinto—. ¿Alguien tiene una idea?
—No sabemos ni jota sobre los estúpidos creadores —la cara de Minho enrojeció mientras apretaba las manos como si estuviera estrangulando a alguien—. Les arrancaría…
Pero, antes de que el guardián acabara la frase, Thomas se puso de pie y cruzó el pasillo.
—¿Qué es eso? —le interrumpió, dirigiéndose a un reflejo gris sin brillo que había visto tras la hiedra de la pared, por encima de su cabeza.
—Ah, sí, eso —dijo Minho con un tono de voz indiferente.
Thomas apartó la cortina de hiedra y se quedó mirando sin comprender nada un rectángulo de metal clavado en la piedra con unas palabras grabadas en mayúscula. Extendió la mano para recorrerlas con los dedos, como si no creyera lo que estaba viendo.
CATÁSTROFE RADICAL:
UNIDAD DE EXPERIMENTOS LETALES
Lo leyó en voz alta y, luego, miró de nuevo a Minho.
—¿Qué es esto? —le dio un escalofrío. Debía de tener algo que ver con los creadores.
—No lo sé, pingajo. Están por todas partes, como puñeteras etiquetas de este bonito Laberinto que han construido. Hace tiempo que dejé de molestarme en mirarlas.
Thomas se volvió hacia el cartel e intentó eliminar la sensación de fatalidad que se había despertado en su interior.
—A mí no me suena a nada bueno. Catástrofe. Experimentos. Muy bonito.
—Sí, muy bonito, verducho. Vamos.
A regañadientes, Thomas soltó la hiedra, que cayó en su sitio, y se colocó la mochila sobre los hombros. Y se marcharon con esas palabras grabadas en la mente.
• • •
Una hora después del almuerzo, Minho se detuvo al final de un largo pasadizo. Era recto; las paredes, sólidas, y no había bifurcaciones.
—El último callejón sin salida —le dijo a Thomas—. Es hora de regresar.
Thomas respiró hondo y trató de no pensar en que sólo habían recorrido la mitad del camino.
—¿No hay nada nuevo?
—Los cambios que siempre hay por aquí. El día está a punto de acabarse —contestó Minho mientras miraba su reloj, impasible—. Tenemos que volver —sin esperar una respuesta, el guardián se dio la vuelta y echó a correr por donde acababan de llegar.
Thomas le siguió, frustrado por no tener tiempo de examinar las paredes y explorar un poco. Al final, fue al mismo ritmo que Minho.
—Pero…
—Cállate, tío. Recuerda lo que te he dicho antes: no puedes arriesgarte. Además, piénsalo. ¿En serio crees que hay una salida por algún sitio? ¿Una trampilla secreta o algo así?
—No lo sé… a lo mejor. ¿Por qué me lo preguntas de ese modo?
Minho negó con la cabeza y escupió algo asqueroso a su izquierda.
—No hay ninguna salida. Es más de lo mismo. Una pared es una pared. Es sólida.
Thomas sabía que aquella era la pura verdad, pero siguió insistiendo:
—¿Cómo lo sabes?
—Porque los que mandaron a los laceradores tras nosotros no nos lo van a poner fácil para salir.
Aquello hizo que Thomas dudase de por qué lo estaban haciendo, entonces.
—¿Y por qué nos molestamos en venir aquí?
Minho le echó un vistazo.
—¿Que por qué nos molestamos? Porque está aquí… Tiene que haber una razón. Pero, si crees que vamos a encontrar una bonita puertecita que dé a la Ciudad Feliz, es que te has fumado clonc de vaca.
Thomas miró al frente; se sentía tan desesperanzado que redujo el ritmo casi hasta detenerse.
—Esto es un asco.
—Eso es lo más inteligente que has dicho, verducho.
Minho soltó un gran resoplido y siguió corriendo, y Thomas hizo lo único que sabía: seguirle.
• • •
El resto del día fue agotador. Minho y él volvieron al Claro, fueron a la Sala de Mapas, anotaron la ruta del Laberinto y la compararon con la del día anterior. Luego los muros se cerraron y ambos fueron a cenar. Chuck intentó hablar con él varias veces, pero lo único que pudo hacer Thomas fue asentir y negar con la cabeza; le oía a medias; estaba exhausto.
Antes de que el crepúsculo diera lugar a la oscuridad, ya estaba en su lugar favorito, en el rincón del bosque, acurrucado contra la hiedra y preguntándose si podría volver a correr, si podría hacer lo mismo al día siguiente. Sobre todo, ahora que no parecía tener sentido. Ser un corredor había perdido el atractivo. Después de un día.
Todo el noble valor que había sentido, las ganas de hacer algo diferente, la promesa que se había hecho de reunir a Chuck con su familia…, todo se desvaneció en una agotada niebla de horrible cansancio.
Estaba en algún sitio muy cercano al sueño cuando una voz habló en su cabeza, una bonita voz femenina que parecía pertenecer a una reina de las hadas atrapada en su cráneo. A la mañana siguiente, cuando todo empezó a desmadrarse, se preguntó si la voz había sido real o parte de un sueño. Pero la oyó de todos modos y recordó cada una de sus palabras:
Tom, acabo de provocar el Final.
Thomas se despertó con una luz débil y sin vida. Lo primero que pensó fue que debía de haberse levantado más pronto de lo habitual, que todavía quedaba una hora para que amaneciera. Pero, entonces, oyó los gritos. Y luego levantó la vista y miró a través del manto de ramas frondosas.
El cielo tenía un tono gris apagado, no la luz blanquecina natural de por la mañana.
Se puso en pie de un salto y se apoyó en la pared para mantener el equilibrio mientras, boquiabierto, estiraba el cuello para mirar hacia arriba. No estaba azul, ni negro, ni había estrellas, ni tampoco el abanico purpúreo típico del alba. El cielo, en toda su extensión, era de un gris pizarra. Sin color y muerto.
Bajó la vista a su reloj. Ya había pasado una hora desde que era obligatorio levantarse. El resplandor del sol tenía que haberle despertado, como lo había hecho tan fácilmente desde que había llegado al Claro. Pero hoy, no.
Miró otra vez hacia arriba, medio esperando que hubiera vuelto a la normalidad. Pero estaba todo gris. No había nubes, ni penumbra, ni los primeros minutos del amanecer. Sólo estaba gris.
El sol había desaparecido.
• • •
Thomas se encontró a la mayoría de los clarianos cerca de la entrada a la Caja, señalando al cielo muerto, hablando todos a la vez. Por la hora que era, ya deberían haber servido el desayuno y la gente debería haberse puesto a trabajar. Pero había algo sobre la desaparición del gran objeto del sistema solar que tendía a perturbar el desarrollo de las actividades normales.
La verdad era que, mientras Thomas observaba en silencio el alboroto, no se sentía tan asustado ni le invadía tanto el pánico como su instinto le decía que debería reaccionar. Y le sorprendió ver que muchos de los otros parecían pollitos perdidos fuera del gallinero. De hecho, era ridículo.
Sin duda, el sol no había desaparecido; eso era imposible. Aunque eso era lo que parecía. No se veían señales por ningún lado de la bola de furioso fuego, y las sombras oblicuas de la mañana estaban ausentes. Pero él y todos los clarianos eran demasiado racionales e inteligentes para llegar a esa conclusión. No, tenía que haber una explicación científica para lo que estaban presenciando. Y fuera lo que fuera, para Thomas significaba una cosa: el hecho de que ya no pudieran ver el sol se debía probablemente a que nunca habían podido verlo. Un sol no podía desaparecer. Su cielo debía de haber sido —y aún era— inventado. Artificial.