Thomas se sintió como si alguien le acabara de golpear con un puño en el abdomen. «¿Les ayudaba?». No pudo pronunciar las palabras para preguntar a qué se refería.
Alby continuó.
—Espero que el Cambio no nos dé recuerdos reales, que sólo nos implante imágenes falsas. Algunos lo sospechan, yo sólo lo espero. Si el mundo es tal y como lo he visto… —dejó de hablar y dio paso a un silencio que no auguraba nada bueno.
Thomas estaba confundido, pero continuó insistiendo:
—¿No puedes decirme lo que viste sobre mí?
Alby negó con la cabeza.
—Ni de coña, pingajo. No voy a arriesgarme a estrangularme otra vez. Puede que sea algo que nos han puesto en el cerebro para controlarnos…, como lo de la pérdida de memoria.
—Bueno, si soy malo, a lo mejor deberías dejarme aquí encerrado —Thomas lo decía sólo medio en serio.
—Verdacho, tú no eres malo. Puede que seas un gilipullo cara fuco, pero no eres malo —Alby mostró una ligera sonrisita, una mera rendija en su rostro normalmente adusto—. Lo que hiciste arriesgando tu vida para salvarnos el culo a mí y a Minho no lo hubiera hecho nadie malo, que yo sepa. No, más bien creo que el Suero de la Laceración y el Cambio tienen gato encerrado. Por tu bien y por el mío, eso espero.
Thomas estaba tan aliviado de que Alby estuviera bien con él que sólo oyó la mitad de lo que el chico acababa de decir.
—¿Cómo de malo era lo que recordaste?
—Recordé cosas de cuando era niño, dónde vivía y eso. Y si Dios bajara ahora mismo y me dijera que puedo irme a casa… —Alby miró al suelo y negó otra vez con la cabeza—. Si es real, verducho, te juro que me iré a vivir con los laceradores antes de volver allí.
Thomas se sorprendió al oír que era tan malo. Deseaba que Alby le diera detalles, que le describiera algo, cualquier cosa. Pero sabía que el estrangulamiento era aún muy reciente para hacerle cambiar de opinión.
—Bueno, a lo mejor no son reales, Alby. A lo mejor el Suero de la Laceración es algún tipo de droga que produce alucinaciones —sabía que se estaba agarrando a un clavo ardiendo.
Alby reflexionó durante un instante.
—Una droga…, alucinaciones… —luego negó con la cabeza—. Lo dudo.
Merecía la pena intentarlo:
—Aún tenemos que escapar de este sitio.
—Sí, gracias, verducho —repuso Alby con sarcasmo—. No sé qué haríamos sin tus ánimos.
Una vez más, Thomas casi sonrió. Los cambios de humor de Alby le espabilaron.
—Deja de llamarme verducho. La chica es la verducha ahora.
—Vale, verducho —Alby suspiró; estaba claro que la conversación había acabado—. Ve a buscar algo de cena. Tu terrible sentencia de un día en la cárcel ha terminado.
—Con uno he tenido de sobra.
A pesar de que quería respuestas, Thomas estaba listo para salir del Trullo. Además, se estaba muriendo de hambre. Sonrió a Alby y se dirigió a la cocina en busca de comida.
• • •
La cena fue formidable.
Fritanga sabía que Thomas iría tarde, así que le había guardado un plato lleno de carne a la brasa con patatas, y una nota le avisaba de que había galletas en el armario. El cocinero estaba totalmente decidido a respaldar el apoyo que había mostrado hacia Thomas en la Reunión. Minho se sentó con él mientras comía para prepararle un poco antes de su primer gran día de entrenamiento como corredor; quería darle algunas estadísticas y datos interesantes. Unas cuantas cosas en las que pensar al irse a dormir aquella noche.
Cuando terminaron, Thomas regresó al lugar solitario en el que había dormido la noche anterior, en un rincón detrás de los Muertos. Pensó en su conversación con Chuck y se preguntó cómo sería tener padres que te dieran las buenas noches.
Varios chicos daban vueltas por el Claro a aquellas horas, pero por lo demás reinaba el silencio, como si todos quisieran irse a dormir y acabar el día de una vez por todas. Thomas no se quejaba; eso era exactamente lo que le hacía falta.
Las mantas que alguien había dejado para él la noche anterior todavía estaban allí. Las recogió y se acurrucó contra el cómodo rincón donde las paredes de piedra se encontraban en un manto de hiedra blanda. Al respirar hondo para intentar relajarse, recibió una mezcla de olores del bosque. El aire parecía perfecto y, de nuevo, le hizo preguntarse por el clima de aquel lugar. Nunca llovía, nunca nevaba, nunca hacía demasiado calor ni demasiado frío. Si no fuera por el pequeño detalle de que les habían apartado de sus amigos y sus familias, y de que estaban atrapados en un Laberinto con un puñado de monstruos, podría ser el paraíso.
Algunas cosas eran demasiado perfectas. Lo sabía, pero no encontraba ninguna explicación.
Empezó a pensar en lo que Minho le había dicho en la cena sobre el tamaño y la escala del Laberinto. Se lo creía, se había dado cuenta de lo enorme que era cuando había estado en el Precipicio. Pero no sabía cómo podían haber construido una estructura como aquella. El Laberinto se extendía kilómetros y kilómetros. Los corredores debían tener una forma física casi sobrenatural para hacer lo que hacían cada día. Y, aun así, no habían encontrado una salida. Y, a pesar de eso, a pesar de la completa falta de esperanza en aquella situación, seguían sin rendirse.
En la cena, Minho le había contado una vieja historia, una de las cosas extrañas y al azar de las que se acordaba, sobre una mujer atrapada en un laberinto. Había escapado por no apartar nunca la mano derecha de las paredes del laberinto y por deslizaría a lo largo de ellas durante todo el camino. Al hacerlo, se vio obligada a doblar a la derecha en cada giro, y las simples leyes de la física y la geometría le aseguraron al final encontrar la salida. Tenía sentido.
Pero aquí, no. Aquí, todos los caminos llevaban al Claro. Tenían que estar saltándose algo.
Mañana comenzaría su entrenamiento. Mañana podría empezar a ayudarles a encontrar lo que se estaban saltando. En ese preciso instante, Thomas tomó una decisión: se olvidaría de todo lo raro, de todo lo malo. De todo. No pararía hasta resolver el puzzle y encontrar el camino a casa.
«Mañana». Aquella palabra flotó en su mente hasta que, por fin, se quedó dormido.
Minho despertó a Thomas antes de que amaneciera y le hizo una señal con la linterna para que le siguiera a la Hacienda. Thomas enseguida se quitó de encima el aturdimiento matutino, entusiasmado por empezar su entrenamiento. Salió de debajo de la manta y siguió con ilusión a su profesor, abriéndose camino entre la multitud de clarianos dormidos sobre el césped, cuyos ronquidos eran la única señal de que no estaban muertos. Un tenue resplandor iluminaba el Claro y lo volvía todo azul oscuro, lleno de sombras. Thomas nunca había visto aquel lugar tan tranquilo. Un gallo cantó en la Casa de la Sangre.
Finalmente, en un rincón tortuoso junto a la parte trasera de la Hacienda, Minho sacó una llave y abrió una puerta vieja que daba a un pequeño armario que servía como trastero. A Thomas le dio un escalofrío antes de ver lo que había en su interior. Distinguió unas cuerdas, unas cadenas y otros chismes mientras la linterna de Minho apuntaba al armario. Al final, la luz cayó sobre una caja abierta de zapatillas para correr. Thomas casi se rió; parecía algo tan normal…
—Ahí tienes lo mejor que recibimos —anunció Minho—. Al menos, para nosotros. Envían zapatillas nuevas en la Caja con bastante frecuencia. Si nos las dieran de mala calidad, tendríamos los pies que parecerían Marte —se inclinó hacia delante y rebuscó en una pila—. ¿Qué número calzas?
—¿Número? —Thomas se quedó pensando un segundo—. Yo… no sé —a veces era muy raro lo que podía o no recordar. Se agachó, se quitó uno de los zapatos que llevaba desde que había llegado al Claro y echó un vistazo por dentro—. El cuarenta y cinco.
—¡Dios, pingajo, sí que tienes unos pies grandes! —Minho se levantó con un par de zapatillas plateadas y lustrosas—. Pero, por lo visto, sí que tengo unas. Tío, se podría ir en piragua con esto.
—Esas son todo un lujo.
Thomas las cogió y se apartó del armario para sentarse en el suelo, con ganas de probárselas. Minho cogió un par de cosas más antes de salir a reunirse con él.
—Sólo los corredores y los guardianes tenemos de esto —dijo Minho, y, antes de que Thomas pudiera levantar la vista mientras se ataba las zapatillas, un reloj de plástico le cayó en el regazo. Era negro y muy simple, y su esfera tan sólo mostraba un visualizador digital con la hora—. Póntelo y no te lo quites nunca. Tu vida puede depender de él.
Thomas se alegró de tenerlo. Aunque el sol y las sombras parecían bastar para saber más o menos la hora que era, probablemente necesitaría más precisión ahora que se había convertido en un corredor. Se puso el reloj en la muñeca y, después, siguió calzándose.
Minho continuó hablando:
—Aquí tienes una mochila, botellas de agua, una bolsa con el almuerzo, algunos pantalones cortos y camisetas, y otras cosas —le dio un empujoncito a Thomas y este levantó la cabeza. Minho le estaba dando un par de mudas apretadas, hechas de un material blanco brillante—. Estos son los gayumbos de los corredores. Te mantienen, ummm, bien cómodo.
—¿Bien cómodo?
—Sí, ya sabes, cuando te…
—Vale, lo he pillado —Thomas cogió la ropa interior y las demás cosas—. Tenéis todo muy bien pensado, ¿eh?
—Después de un par de años corriendo hasta romperte el culo cada día, acabas sabiendo lo que necesitas y lo pides —empezó a meter cosas en su propia mochila.
Thomas estaba sorprendido.
—¿Se pueden pedir cosas? ¿Lo que haga falta?
¿Por qué les iba a ayudar tanto la gente que les había enviado allí?
—Pues claro que sí. Dejamos una nota en la Caja y ya está. Eso no significa que siempre recibamos lo que queremos de los creadores. A veces, sí y, a veces, no.
—¿Alguna vez habéis pedido un mapa?
Minho se rió.
—Sí, lo probamos. También pedimos un televisor, pero no hubo suerte. Supongo que esos cara fuco no quieren que veamos lo maravillosa que es la vida cuando no vives en un puto laberinto.
Thomas dudó que la vida fuera tan estupenda en casa. ¿Qué clase de mundo permitía que unos chavales vivieran así? Aquel pensamiento le dejó desconcertado, como si su origen fuera un recuerdo real, un hilo de luz en la oscuridad de su mente. Pero ya había desaparecido. Sacudió la cabeza y terminó de atarse las zapatillas; luego se levantó, trotó en círculos y saltó para probarlas.
—Están muy bien. Supongo que estoy listo.
Minho estaba todavía agachado sobre su mochila y levantó la vista para mirar a Thomas con cara de indignación.
—Pareces un idiota brincando por ahí como una fuca bailarina. Que tengas buena suerte ahí fuera sin desayuno, almuerzo ni armas.
Thomas ya había dejado de moverse cuando un escalofrío helado le recorrió el cuerpo.
—¿Armas?
—Armas —Minho se puso de pie y volvió al armario—. Ven aquí, te lo enseñaré.
Thomas siguió a Minho hasta el pequeño cuarto y le observó sacar unas cajas de la pared del fondo. Debajo había una trampilla. Minho la levantó para revelar unas escaleras de madera que daban a la negrura.
—Las guardamos en el sótano para que los pingajos como Gally no puedan cogerlas. Vamos.
Minho bajó primero. La estructura crujía con cada pisada mientras descendían por aquella docena de escalones. El aire frío era refrescante, a pesar del polvo y el fuerte olor a moho. Llegaron a un suelo sucio y Thomas no vio nada hasta que Minho encendió una única bombilla al estirar de una cuerda.
La habitación era más grande de lo que Thomas esperaba; al menos medía tres metros cuadrados. Unas estanterías cubrían las paredes y había varias mesas de madera en forma de bloque; todo lo que había a la vista tenía encima un montón de cachivaches que le ponían los pelos de punta. Postes de madera, pinchos de metal, trozos grandes de malla como la que tapa los gallineros, rollos de alambre de espino, sierras, cuchillos, espadas. Una pared entera estaba dedicada al tiro con arco: arcos de madera, flechas y cuerdas de repuesto. En cuanto los vio, enseguida se acordó de cuando Alby disparó a Ben en los Muertos.
—Vaya —murmuró Thomas, y su voz sonó como un golpe sordo en aquel lugar cerrado. Al principio le asustó que necesitaran tantas armas, pero sintió alivio al ver que la mayoría estaba cubierta de una gruesa capa de polvo.
—Muchas no las usamos —le informó Minho—, pero nunca se sabe. Lo único que solemos llevar es un par de cuchillos afilados —señaló con la cabeza un baúl grande de madera que había en un rincón con la tapa abierta, apoyada en la pared. Estaba hasta arriba de cuchillos de todas las formas y tamaños. Thomas sólo esperaba que aquella habitación siguiera siendo secreta para el resto de clarianos.
—Es un poco peligroso tener todo esto —dijo—. ¿Y si Ben hubiera bajado aquí justo antes de volverse loco y atacarme?
Minho se sacó las llaves del bolsillo y las agitó con un claqueteo.
—Sólo un par de sapos con suerte tienen un juego de estas.
—Aun así…
—Deja de quejarte y coge un par. Asegúrate de que sean buenos y afilados. Luego iremos a desayunar y nos llevaremos el almuerzo. Quiero estar un rato en la Sala de Mapas antes de salir.
Thomas se despertó al oír aquello. Había tenido curiosidad por aquel edificio achaparrado desde que vio al primer corredor atravesar su amenazadora puerta. Eligió un puñal corto plateado con una empuñadura de goma y otro con una larga hoja negra. Su entusiasmo decayó un poco. Aunque conocía muy bien lo que vivía ahí fuera, seguía sin querer pensar en por qué necesitaban armas para entrar en el Laberinto.