La chica parecía estar durmiendo en paz, como si fuera a despertarse en cualquier momento. Thomas casi había esperado ver los restos del esqueleto de una persona, alguien al borde de la muerte. Pero su pecho subía y bajaba con una respiración acompasada y su piel tenía buen color.
Uno de los mediqueros, el más bajito —Thomas no podía recordar su nombre—, estaba allí y dejaba caer unas gotas de agua en la boca de la chica comatosa. Un plato y un cuenco en la mesilla de noche tenían los restos de su almuerzo: puré de patatas y sopa. Estaban haciendo todo lo posible por mantenerla viva y sana.
—Oye, Clint —dijo Newt; sonaba cómodo, como si hubiera pasado por allí a visitarle varias veces—, ¿crees que sobrevivirá?
—Sí —respondió Clint—. Está bien, aunque habla en sueños todo el rato. Pensamos que pronto se despertará.
Thomas se enfureció. Por alguna razón, no se había planteado la posibilidad de que la chica pudiera despertarse y estar bien. De que pudiera hablar con la gente. No tenía ni idea de por qué de repente se había puesto tan nervioso.
—¿Habéis escrito todo lo que ha ido diciendo? —preguntó Newt.
Clint asintió.
—La mayoría no se puede entender. Pero sí, lo hemos hecho cuando hemos podido.
Newt señaló la libreta que había en la mesilla de noche.
—Dame un ejemplo.
—Bueno, lo mismo que dijo cuando la sacamos de la Caja sobre que las cosas iban a cambiar. Algo de los creadores y de «cómo todo tiene que acabar». Y, eeeh… —Clint miró a Thomas como si no quisiera continuar en su compañía.
—No pasa nada, puede oír todo lo que yo oiga —le aseguró Newt.
—Bueno… No pude entenderlo todo, pero… —Clint volvió a mirar a Thomas—. No deja de decir su nombre una y otra vez.
Thomas casi se cayó al oír aquello. ¿Es que no iban a acabar las referencias a él? ¿Cómo conocía a esa chica? Era como un picor desesperante dentro de su cráneo que no se marchaba nunca.
—Gracias, Clint —contestó Newt, y a Thomas le sonó como si le estuviera dando permiso para que se retirara—. Infórmanos de todo eso, ¿vale?
—Lo haré.
El mediquero les hizo un gesto con la cabeza a ambos para despedirse y abandonó la habitación.
—Acerca una silla —dijo Newt mientras se sentaba en el borde de la cama.
Thomas, aliviado porque Newt no hubiera empezado con sus acusaciones, cogió la silla del escritorio y la colocó junto a la cabeza de la chica; se sentó y se inclinó hacia delante para mirarle la cara.
—¿Hay algo que te suene? —preguntó Newt—. ¿Lo que sea?
Thomas no respondió; siguió mirando con el deseo de que su mente derribara la barrera de la memoria y buscara a la chica en su pasado. Pensó en aquellos breves instantes cuando la joven abrió los ojos justo después de que la sacaran de la Caja.
Eran azules, de un color más intenso que los de cualquier otra persona de la que se acordara. Intentó imaginarse aquellos ojos en ella mientras contemplaba su rostro dormido, fusionando las dos imágenes en su mente. Su pelo negro, su perfecta piel blanca, sus labios carnosos… Con la vista clavada en la muchacha, se dio cuenta una vez más de lo hermosa que era.
Por un instante, la reconoció con más fuerza en un oscuro rincón de su mente, oculto pero que estaba allí. Duró sólo un momento antes de desvanecerse en el abismo del resto de recuerdos capturados. Pero había sentido algo.
—Sí la conozco —susurró, recostándose en la silla. Era bueno admitirlo por fin en voz alta.
Newt se levantó.
—¿Qué? ¿Quién es?
—No tengo ni idea. Pero algo me ha hecho clic. La conozco de algún sitio.
Thomas se restregó los ojos, frustrado por no poder solidificar el vínculo.
—Bueno, sigue pensado, foder, no lo pierdas. Concéntrate.
—Lo estoy intentando, así que cállate.
Thomas cerró los ojos, miró en la oscuridad de sus pensamientos y buscó su cara en aquel vacío. ¿Quién era? ¡Qué pregunta más irónica! Ni siquiera sabía quién era él.
Se inclinó hacia delante, sentado en la silla, respiró hondo y luego miró a Newt, negando con la cabeza, rendido.
—No…
Teresa.
Thomas se levantó de la silla de un salto, la echó hacia atrás y se dio la vuelta, buscando. Había oído…
—¿Qué pasa? —preguntó Newt—. ¿Has recordado algo?
Thomas le ignoró, echó un vistazo a la habitación, confundido porque había oído una voz, y luego volvió a centrarse en la chica.
—Yo… —se sentó otra vez y se inclinó hacia delante con los ojos clavados en el rostro de la chica—. Newt, ¿has dicho algo antes de que me levantara?
—No.
Por supuesto que no.
—Ah. Sólo he creído oír algo… No sé. Quizás estaba en mi cabeza. ¿Ella… ha dicho algo?
—¿Ella? —repitió Newt con los ojos iluminados—. No. ¿Por qué? ¿Qué has oído?
A Thomas le asustaba admitirlo.
—Yo… juraría que he oído un nombre. Teresa.
—¿Teresa? No, yo no he oído eso. ¡Ha debido de soltarse de tus malditos bloques de memoria! Así se llama, Tommy. Teresa. Tiene que ser eso.
Thomas se sintió extraño. Era una incómoda sensación, como si acabara de suceder algo sobrenatural.
—Era… Te juro que lo he oído. Pero en mi mente, macho. No puedo explicarlo.
Thomas.
Esta vez, pegó un brinco en la silla y se apartó de la cama enseguida todo lo que pudo. Tiró la lámpara de la mesilla, que aterrizó con un estrépito de cristales rotos. Una voz. La voz de una chica. Susurrante, dulce, segura de sí misma. La había oído. Sabía que la había oído.
—¿Qué es lo que te pasa, foder? —preguntó Newt
El corazón de Thomas iba a mil por hora. Sentía los latidos en su cráneo y los ácidos hervían en su estómago.
—Me… está hablando. En la cabeza. ¡Acaba de decir mi nombre!
—¿Qué?
—¡Te lo juro! —el mundo giró a su alrededor, presionando, aplastando su mente—. Estoy… oyendo su voz en mi cabeza. O algo así… No es una voz, en realidad…
—Tommy, sienta tu culo. ¿De qué fuco estás hablando?
—Newt, va en serio. No… no es que sea una voz…, pero sí lo es.
Tom, no te asustes.
Se tapó los oídos con las manos y apretó los ojos. Era demasiado raro. No podía hacer que su mente racional aceptara lo que estaba ocurriendo.
Mis recuerdos ya están empezando a desaparecer, Tom. No recordaré mucho cuando me despierte. Podemos pasar las Pruebas. Tiene que acabar. Me han enviado como desencadenante.
Thomas no podía más. Ignorando las preguntas de Newt, fue hacia la puerta a trompicones y la abrió de un tirón; salió al pasillo y echó a correr. Bajó las escaleras, salió por la puerta delantera y siguió corriendo. Pero no consiguió que se callara:
Todo va a cambiar —
dijo la chica.
Quería gritar, correr hasta que no pudiese correr más. Fue hacia la Puerta Este y la atravesó para salir del Claro. Continuó avanzando, pasillo tras pasillo, hasta lo más profundo del Laberinto, hubiera unas normas o no. Pero seguía sin poder escapar de aquella voz:
Fuimos tú
y
yo, Tom. Les hicimos esto a ellos. A nosotros.
Thomas no paró hasta que la voz dejó de sonar en su cabeza.
Se asombró al darse cuenta de que llevaba corriendo casi una hora. Las sombras de los muros habían ido hacia el este, el sol no tardaría en ponerse para dar paso a la noche y las puertas se cerrarían. Tenía que volver. Y, entonces, de forma secundaria, advirtió que sin pensarlo había reconocido la dirección y la hora. Sus instintos eran fuertes.
Tenía que volver, pero no sabía si podría enfrentarse a ella de nuevo. A la voz en su cabeza. A las cosas raras que decía.
No le quedaba otra opción. Negar la verdad no solucionaría nada. Y, por mala o rara que hubiera sido la invasión de su mente, no merecía otra cita con los laceradores.
Mientras corría hacia el Claro, aprendió mucho de sí mismo. Sin pretenderlo o, al menos, sin ser consciente, visualizó el recorrido exacto que había seguido en el Laberinto al escapar de la voz. No falló ni una vez en su vuelta; giró a la izquierda, a la derecha y corrió por los pasillos desandando el camino por el que había venido. Sabía lo que significaba: Minho tenía razón. Thomas no tardaría en convertirse en el mejor corredor.
La segunda cosa que aprendió sobre sí mismo, como si la noche en el Laberinto no lo hubiese demostrado ya, fue que su cuerpo estaba en perfecta forma. Hacía justo un día que había puesto al límite su energía y le dolía todo, de pies a cabeza, pero se había recuperado rápido y ahora corría sin apenas esfuerzo, a pesar de llevar casi dos horas corriendo. No hacía falta ser un genio en matemáticas para calcular que, por la velocidad que llevaba y la hora que era, cuando regresara al Claro llevaría aproximadamente media maratón hecha.
Nunca se había percatado del verdadero tamaño del Laberinto. Kilómetros, kilómetros y kilómetros. Con aquellos muros que se movían cada noche, por fin entendió por qué el Laberinto era tan difícil de resolver. Hasta entonces lo había dudado, puesto que se preguntaba cómo podían ser los corredores tan ineptos.
Continuó corriendo, izquierda y derecha, recto, adelante, sin parar. Cuando cruzó el umbral hacia el Claro, faltaban tan sólo unos minutos para que las puertas se cerraran. Agotado, se dirigió hacia los Muertos y se adentró en el bosque hasta que llegó al lugar donde los árboles se aglomeraban contra la esquina suroeste. Más que nada, quería estar solo.
Cuando no oyó más que los sonidos distantes de las conversaciones de los clarianos, así como el débil balido de las ovejas y los resoplidos de los cerdos, su deseo se vio cumplido; encontró el punto en que se unían los dos muros gigantes y se desplomó en un rincón a descansar. Nadie fue a molestarle. Al final, la pared del sur se movió para cerrarse durante la noche. Thomas se inclinó hacia delante hasta que paró. Unos minutos más tarde, con la espalda otra vez cómodamente apoyada en la gruesa capa de hiedra, se quedó dormido.
• • •
A la mañana siguiente, alguien le zarandeó con cuidado para despertarle.
—Thomas, despierta.
Era Chuck. Por lo visto, aquel niño era capaz de encontrarle en cualquier sitio.
Gruñendo, Thomas se inclinó hacia delante y estiró la espalda y los brazos. Por la noche le habían tapado con un par de mantas. Alguien estaba haciendo de madre en el Claro.
—¿Qué hora es? —preguntó.
—Casi llegas tarde a desayunar —Chuck le tiró del brazo—. Venga, levántate. Tienes que empezar a actuar con normalidad o las cosas empeorarán.
Los acontecimientos del día anterior se colaron en la mente de Thomas y el estómago pareció revolvérsele.
«¿Qué van a hacerme? —pensó—. Esas cosas que ha dicho… Algo de que ella y yo les habíamos hecho esto a ellos. A nosotros. ¿Qué significa?».
Entonces se le ocurrió que tal vez estaba chalado. A lo mejor el estrés del Laberinto le había vuelto loco. Fuera como fuera, sólo él había oído la voz dentro de su cabeza. Nadie más sabía las cosas raras que había dicho Teresa o aquellas de las que le había acusado. Ni siquiera sabían que había dicho su nombre. Bueno, nadie excepto Newt.
Y así haría que continuaran las cosas. Ya estaba todo bastante mal y no iba a empeorarlo diciéndole a la gente que oía voces en su cabeza. El único problema era Newt. Thomas debía convencerle de algún modo de que el estrés al final le había superado y una buena noche de descanso lo había solucionado. «No estoy loco», se dijo Thomas para sus adentros. Seguro que no.
Chuck le estaba mirando con las cejas arqueadas.
—Perdona —dijo Thomas mientras se levantaba, actuando tan normal como le era posible—. Sólo estaba pensando. Vamos a comer, me muero de hambre.
—Bien —respondió Chuck, y le dio a Thomas una palmada en la espalda.
Se dirigieron a la Hacienda y Chuck no dejó de hablar en todo el rato. Thomas no se quejó. Era lo más parecido a algo normal en su vida.
—Newt te encontró ayer por la noche y le dijo a todo el mundo que te dejara dormir. Y también nos contó lo que el Consejo había decidido hacer contigo. Pasarás un día en una celda y luego entrarás en el programa de entrenamiento de los corredores. Algunos pingajos se quejaron, otros aplaudieron y la mayoría actuó como si no le importara lo más mínimo. En mi opinión, creo que es impresionante —Chuck hizo una pausa para coger aliento y, después, continuó—: Aquella primera noche, cuando te pusiste a fanfarronear de que querías ser un corredor y toda esa clonc, ¡foder!, me reí por dentro a carcajada limpia. No paraba de repetirme: «Este primo se va a llevar una sorpresa desagradable». Bueno, has demostrado que me equivocaba, ¿eh?
A Thomas no le apetecía hablar sobre eso.
—Sólo hice lo que cualquiera hubiera hecho. No es culpa mía que Newt y Minho quieran que sea corredor.
—Sí, claro. No te hagas el modesto.
Ser corredor era lo último en lo que Thomas estaba pensando. En lo que no podía dejar de pensar era en Teresa, en la voz de su cabeza, en lo que decía.
—Supongo que estoy un poco entusiasmado —Thomas forzó una sonrisa abierta, aunque se encogió al pensar en que antes de empezar estaría metido en el Trullo un día.
—A ver cómo te sientes después de correr hasta echar el bofe. Bueno, mientras sepas lo orgulloso que está de ti Chucky…
Thomas sonrió por el entusiasmo de su amigo.