—Tío, siéntate. Sólo estoy jugando contigo. Es muy divertido. Ya verás cuando llegue el próximo novato… —se calló con una mirada de perplejidad a la vez que fruncía el ceño—. Supongo que ya no habrá más novatos, ¿no?
Thomas se relajó y volvió a sentarse, sorprendido de lo rápido que se había tranquilizado de nuevo. Pensó en la chica y en la nota que afirmaba que ella era la última.
—Supongo que no.
Minho entrecerró un poco los ojos como si estuviese observando a Thomas.
—Tú has visto a la chavala, ¿verdad? Todo el mundo dice que seguramente la conoces o algo así.
Thomas notó que se ponía cada vez más a la defensiva.
—La he visto y no me resulta nada familiar.
Enseguida se sintió culpable por mentir, aunque tan sólo fuera una mentirijilla.
—¿Está buena?
Thomas se calló un momento; no había pensado en ella de esa forma al verla en aquel estado, entregando la nota y diciendo su única frase: «Todo va a cambiar». Pero recordaba lo hermosa que era.
—Sí, supongo que está buena.
Minho se inclinó hacia atrás hasta que quedó tumbado, con los ojos cerrados.
—Sí, supones. Como si te molaran las chicas en coma, ¿no? —se volvió a reír por lo bajo.
—Exacto.
A Thomas le estaba costando mucho averiguar si le gustaba Minho o no. Su personalidad parecía cambiar a cada minuto. Después de una larga pausa, Thomas decidió arriesgarse:
—Bueno… —dijo con prudencia—, ¿has encontrado hoy algo?
Los ojos de Minho se abrieron de par en par y se centró en Thomas.
—¿Sabes qué, verducho? Esa normalmente sería la gilipullez más tonta que podrías preguntarle a un corredor —cerró los ojos de nuevo—. Pero hoy, no.
—¿A qué te refieres? —Thomas se atrevió a esperar información.
«Una respuesta —pensó—. ¡Por favor, dame una respuesta!».
—Espera a que vuelva el fino almirante. No me gusta contar las cosas dos veces. Además, de todos modos, no creo que quiera que lo oigas.
Thomas suspiró. No le sorprendía lo más mínimo haberse quedado sin respuesta.
—Bueno, al menos dime por qué pareces tan cansado. ¿No sales a correr ahí todos los días?
Minho se quejó al incorporarse y se sentó sobre las piernas cruzadas.
—Sí, verducho, salgo a correr ahí fuera todos los días. Digamos que me he entusiasmado un poco y he corrido más de lo habitual para venir volando.
—¿Por qué? —Thomas estaba desesperado por saber qué había sucedido en el Laberinto.
Minho se llevó las manos a la cabeza.
—Tío, ya te lo he dicho. Paciencia. Espera al general Alby.
Algo en su voz atenuó el chasco y Thomas se decidió. Le gustaba Minho.
—Vale, me callaré. Pero asegúrate de que Alby me deja oír lo que vas a contar.
Minho se le quedó observando un segundo.
—Vale, verducho. Tú mandas.
Alby llegó un rato más tarde con un gran vaso de plástico lleno de agua y se lo dio a Minho, que se la tragó toda sin detenerse a respirar ni una sola vez.
—Vale —dijo Alby—, ya está. ¿Qué ha pasado?
Minho enarcó las cejas y señaló a Thomas con la cabeza.
—No pasa nada —contestó Alby—. No me importa lo que oiga este pingajo. ¡Habla!
Thomas permaneció sentado en silencio, a la expectativa, mientras Minho se ponía de pie, con gestos de dolor a cada movimiento; todo en él reflejaba extenuación. El corredor se apoyó en la pared para mantener el equilibrio y les lanzó a ambos una mirada fría.
—He encontrado uno muerto.
—¿Eh? —preguntó Alby—. ¿Un muerto?
Minho sonrió.
—Un lacerador muerto.
Thomas estaba fascinado ante la mención del lacerador. Le aterrorizaba pensar en la repugnante criatura, pero se preguntó por qué era tan importante que hubiera encontrado una muerta. ¿No había sucedido nunca?
Alby parecía como si le hubiesen dicho que le habían salido alas y podía volar.
—No es un buen momento para hacer bromas —dijo.
—Mira —respondió Minho—, yo tampoco me lo creería si fuese tú; pero confía en mí, es cierto. Era uno gordo y asqueroso.
«Está claro que nunca ha pasado antes», pensó Thomas.
—Has encontrado un lacerador muerto —repitió Alby.
—Sí, Alby —afirmó Minho, reflejando fastidio en sus palabras—. A unos kilómetros de aquí, cerca del Precipicio.
Alby miró hacia el Laberinto y luego volvió la vista hacia Minho.
—Bueno… ¿Por qué no lo has traído contigo?
Minho se rió otra vez, con una medio risita, medio gruñido.
—¿Te has tomado toda la salsera de Fritanga, o qué? Esos bichos deben de pesar media tonelada, tío. Además, no tocaría a uno ni aunque me sacaras gratis de este sitio.
Alby continuó haciendo preguntas:
—¿Qué aspecto tenía? ¿Las puntas de metal estaban dentro o fuera de su cuerpo? ¿Se movía? ¿Tenía la piel todavía húmeda?
Thomas estaba lleno de dudas: ¿Puntas de metal? ¿Piel húmeda? ¿Qué era todo aquello? Pero se mordió la lengua para no recordarles que estaba allí y que tal vez deberían seguir hablando en privado.
—Corta el rollo, macho —dijo Minho—. Tienes que verlo por ti mismo. Es… raro.
—¿Raro? —Alby parecía confundido.
—Tío, estoy agotado, muerto de hambre y de calor. Pero, si quieres que lo vayamos a buscar ahora, seguro que podemos ir y volver antes de que los muros se cierren.
Alby miró su reloj.
—Mejor esperamos a que nos despertemos mañana.
—Es lo más inteligente que has dicho en una semana —Minho se despegó de la pared para enderezarse, le dio a Alby en el brazo y empezó a caminar hacia la Hacienda cojeando un poco. Mientras se alejaba arrastrando los pies (parecía que le dolía todo el cuerpo), dijo por encima del hombro—: Debería volver ahí fuera, pero que le den. Voy a comer un poco del asqueroso guiso de Fritanga.
Thomas sintió una oleada de decepción. Tenía que admitir que Minho sí parecía necesitar descansar y comer algo, pero quería saber más.
Entonces Alby se dio la vuelta hacia Thomas, sorprendiéndole.
—Si sabes algo y no me lo cuentas…
Thomas estaba harto de que le acusaran de saber cosas. ¿Acaso no era ese el problema? El no sabía nada en absoluto. Se quedó mirando al chico a la cara y se limitó a preguntar:
—¿Por qué me odias tanto?
El rostro de Alby en aquel momento fue indescriptible; era en parte confusión, en parte ira, en parte sorpresa.
—¿Que yo te odio? Chico, ¿es que no has aprendido nada desde que apareciste en aquella Caja? Esto no tiene nada que ver con odiar, gustar o querer, ni con ser amigos ni nada. Lo único que nos preocupa es sobrevivir. Deja de ser un mariquita y empieza a usar el fuco cerebro, si es que tienes.
Thomas se sintió como si le hubiesen dado una bofetada.
—Pero… ¿por qué sigues acusándome…?
—¡Porque no puede ser una coincidencia, gilipullo! Apareces aquí, al día siguiente llega una novata con una nota demencial, Ben intenta morderte y hay unos laceradores muertos. Algo está pasando y no voy a descansar hasta que averigüe qué es.
—Yo no sé nada, Alby —le pareció bien poner un poco de pasión en sus palabras—. Ni siquiera sé dónde estaba hace tres días y mucho menos por qué este tal Minho ha encontrado una cosa muerta llamada lacerador. ¡Así que para ya!
Alby se recostó un poco y se quedó mirando distraídamente a Thomas durante unos segundos. Luego dijo:
—Corta el rollo, verducho. Madura y empieza a pensar. No tiene nada que ver con acusar a nadie ni nada de eso. Pero si recuerdas algo, si algo te resulta familiar, será mejor que me lo digas. Prométemelo.
«No hasta que tenga un recuerdo consistente —pensó Thomas—. No a menos que quiera compartirlo».
—Sí, supongo, pero…
—¡ Prométemelo!
Thomas hizo una pausa; estaba harto de Alby y de su actitud.
—Lo que tú digas —dijo al final—. Lo prometo.
Al oír aquello, Alby se dio la vuelta y se marchó, sin decir ni una palabra más.
• • •
Thomas encontró un árbol en los Muertos, uno de los más bonitos en la linde del bosque, que daba mucha sombra. Temía volver a trabajar con Winston, el Carnicero, y sabía que necesitaba ir a comer, pero no quería estar cerca de nadie y pretendía seguir así el máximo tiempo posible. Se recostó en el grueso tronco y deseó que le acompañara una brisa, pero no tuvo esa suerte. Acababa de notar cómo se le cerraban los párpados cuando Chuck le estropeó la paz y tranquilidad:
—¡Thomas! ¡Thomas! —chilló el niño mientras corría hacia él, moviendo los brazos de arriba abajo, con la cara iluminada por el entusiasmo.
Thomas se restregó los ojos y refunfuñó; no deseaba nada más en el mundo que una siesta de media hora. No levantó la vista hasta que Chuck se detuvo justo delante de él, jadeando para recuperar el aliento.
—¿Qué?
Las palabras fueron saliendo lentamente de la boca de Chuck entre jadeos en busca de aliento:
—Ben… Ben… no está… muerto.
Todos los signos de cansancio salieron catapultados del organismo de Thomas.
—¿Qué?
—No está… muerto. Los embolsadores fueron a buscarlo… La flecha no le dio en el cerebro…, los mediqueros le hicieron un arreglo.
Thomas se dio la vuelta para clavar la vista en el bosque donde el chico enfermo le había atacado justo la noche anterior.
—Tienes que estar de broma. Le vi…
¿No estaba muerto? Thomas no sabía qué sentía con más fuerza, si confusión, alivio, miedo de que volviera a atacarle…
—Bueno, y yo también —dijo Chuck—. Está encerrado en el Trullo y una enorme venda le cubre la mitad de la cabeza.
Thomas se dio la vuelta para volver a mirar a Chuck a la cara.
—¿El Trullo? ¿A qué te refieres?
—El Trullo es nuestra cárcel. Está en la parte norte de la Hacienda —Chuck señaló en aquella dirección—. Le metieron tan rápido que los mediqueros tuvieron que curarle allí dentro.
Thomas se frotó los ojos. La culpa le consumió cuando se dio cuenta de cómo se había sentido antes en realidad. Había sentido alivio porque Ben estaba muerto, porque ya no tendría que preocuparse de si volvía a toparse con él.
—¿Y qué van a hacer con él?
—Los guardianes ya han tenido una Reunión esta mañana y, por lo que parece, la decisión fue unánime. Creo que al final Ben va a desear que la flecha le hubiera atravesado el fuco cerebro.
Thomas entrecerró los ojos, confundido por lo que Chuck había dicho.
—¿De qué estás hablando?
—Le van desterrar. Esta noche, por intentar matarte.
—¿A desterrar? ¿Qué significa eso? —preguntó Thomas, aunque sabía que no podía ser bueno si Chuck pensaba que era peor que estar muerto.
Y entonces, Thomas vio lo que tal vez fue lo más perturbador desde que había llegado al Claro: Chuck no respondió, sólo sonrió. Sonrió, a pesar de todo, a pesar de lo siniestro que sonaba lo que acaba de anunciar. Luego se dio la vuelta y echó a correr, quizá para contarle a alguien más la emocionante noticia.
Aquella noche, Alby y Newt reunieron hasta al último clariano en la Puerta Este una media hora antes de que se cerrara, cuando las primeras sombras del ocaso empezaban a deslizarse por el cielo. Los corredores acababan de regresar y entraban en la misteriosa Sala de Mapas, haciendo un gran estruendo al cerrar la puerta; Minho ya había entrado antes. Alby les dijo a los corredores que se dieran prisa con sus asuntos, puesto que quería tenerlos fuera en veinte minutos.
A Thomas todavía le molestaba cómo había sonreído Chuck al contarle la noticia de que a Ben lo iban a desterrar. Aunque no sabía lo que significaba exactamente, estaba seguro de que nada bueno. Sobre todo, al estar todos tan cerca del Laberinto.
«¿Van a sacarle ahí fuera? —se preguntó—. ¿Con los laceradores?».
Los demás clarianos hablaban entre murmullos y una intensa sensación de horrible expectativa se extendía como una espesa niebla sobre sus cabezas. Pero Thomas no dijo nada; siguió allí cruzado de brazos, a la espera de que empezara el espectáculo. Se quedó en silencio hasta que los corredores por fin salieron de su edificio, todos con aspecto de agotados y con caras preocupadas y pensativas. Minho había sido el primero en salir, lo que hizo que Thomas se preguntara si sería el guardián de los corredores.
—¡Traedle! —gritó Alby, y Thomas, sobresaltado, se apartó de sus pensamientos.
Los brazos le cayeron a los lados al darse la vuelta y buscar en el Claro alguna señal de Ben; el miedo iba creciendo en su interior mientras se preguntaba lo que le haría el chico cuando le viera.
Por el punto más alejado de la Hacienda aparecieron tres muchachos, arrastrando literalmente a Ben por el suelo. Tenía la ropa hecha jirones, apenas se le aguantaba encima, y un grueso vendaje ensangrentado le tapaba la mitad de la cabeza y la cara. Bien porque se negaba a caminar por sí mismo o bien porque no quería colaborar de ningún modo en el avance, parecía tan muerto como la última vez que Thomas le había visto. Salvo por una cosa: tenía los ojos abiertos de par en par, llenos de terror.
—Newt —dijo Alby en voz muy baja; Thomas no le habría oído si no hubiese estado a tan sólo unos pasos de distancia—, saca la pértiga.
Newt asintió ya de camino a un pequeño cobertizo que usaban para los Huertos; sin duda, había estado esperando su orden.
Thomas volvió a centrarse en Ben y los guardias. El pálido y desgraciado muchacho seguía sin hacer ningún esfuerzo por resistirse, les dejaba que le arrastraran por el polvoriento suelo de piedra del patio. Cuando llegaron a la multitud, pusieron a Ben de pie delante de Alby, su líder, y este bajó la cabeza para no mirar a nadie a los ojos.