—A la de tres —estaba diciendo Jeff, el mediquero más alto, con su largo cuerpo agachado de forma ridícula, como una mantis religiosa—. Una…, dos… ¡Tres!
La elevaron con un rápido movimiento que casi la lanzó por los aires —sin duda, pesaba menos de lo que creían— y Thomas por poco les gritó que tuvieran más cuidado.
—Supongo que tendremos que observar lo que hace —dijo Jeff a nadie en particular—. Si no se despierta pronto, le podemos dar de comer líquidos.
—Limitaos a no quitarle el ojo de encima —replicó Newt—. Debe de tener algo especial o, si no, no la hubiesen enviado aquí.
A Thomas se le tensó la tripa. Sabía que la chica y él estaban conectados de algún modo. Habían llegado con un día de diferencia y ella le resultaba familiar. Tenía la necesidad de convertirse en un corredor, a pesar de haberse enterado de algunas cosas terribles… ¿Qué significaba todo aquello?
Alby se inclinó para mirarle la cara antes de que se la llevaran.
—Ponedla al lado de la habitación de Ben y vigílala día y noche. Será mejor que no ocurra nada sin que yo me entere. No me importa si habla en sueños o si se hace clonc, contadme cualquier cosa.
—Sí —dijo Jeff entre dientes.
Luego Clint y él se fueron arrastrando los pies con el cuerpo de la chica rebotando mientras caminaban, y el resto de clarianos por fin empezó a hablar del tema, dispersándose mientras las teorías bullían en el aire.
Thomas lo contempló todo en absoluto silencio. No era el único que notaba aquella extraña conexión. Las acusaciones no muy disimuladas que habían lanzado contra él hacía tan sólo unos minutos demostraban que los demás también sospechaban algo, pero ¿el qué? Ya estaba totalmente confundido. Que le echaran la culpa sólo le hacía sentirse peor. Como si le leyera la mente, Alby se acercó a él y le agarró por el hombro.
—¿Nunca la habías visto antes? —preguntó.
Thomas vaciló antes de contestar.
—No… No, que yo recuerde —esperó que su voz temblorosa no revelara sus dudas. ¿Y si la conocía de algún modo? ¿Qué significaría?
—¿Estás seguro? —insistió Newt, que estaba al lado de Alby.
—Yo… no, no lo creo. ¿Por qué me estáis acribillando a preguntas de esta manera?
Lo único que quería Thomas en aquel momento era que se hiciera de noche para poder estar solo e irse a dormir. Alby negó con la cabeza, luego se volvió hacia Newt y soltó el hombro de Thomas.
—Algo no va bien. Convoca una Reunión.
Lo dijo tan bajo que Thomas creyó que nadie más lo había oído, pero sonó siniestro. Después, el líder y Newt se marcharon, y Thomas se sintió aliviado al ver que Chuck se acercaba.
—Chuck, ¿qué es una Reunión?
Chuck parecía orgulloso de saber la respuesta:
—Es cuando los guardianes se reúnen. Sólo convocan una cuando ocurre algo raro o terrible.
—Bueno, creo que hoy podría ser por las dos cosas —las tripas de Thomas sonaron e interrumpieron sus pensamientos—. No me he acabado el desayuno. ¿Podemos coger algo por ahí? Me estoy muriendo de hambre.
Chuck le miró con las cejas arqueadas.
—¿Te ha entrado hambre al ver a la chavala esa flipando? Debes de ser más psicópata de lo que pensaba.
Thomas suspiró.
—Tú consígueme algo de comida y calla.
• • •
La cocina era pequeña, pero tenía todo lo necesario para hacer una buena comida. Un horno grande, un microondas, un lavaplatos y un par de mesas. Parecía vieja y destartalada, pero estaba limpia. Al ver los electrodomésticos y la distribución familiar, Thomas sintió como si los recuerdos, unos recuerdos reales y sólidos, estuvieran justo en el borde de su mente. Pero, una vez más, faltaban las partes esenciales: nombres, caras, lugares y acontecimientos. Era exasperante.
—Siéntate —dijo Chuck—. Te traeré algo, pero te juro que esta será la última vez. Alégrate de que Fritanga no esté por aquí. Odia que asaltemos su nevera.
Thomas se sentía aliviado porque estaban solos. Mientras Chuck revolvía entre los platos y las cosas de la nevera, Thomas sacó una silla de madera de debajo de una mesita de plástico y se sentó.
—Esto es una locura. ¿Cómo puede ser real? Alguien nos ha enviado aquí. Alguien malo.
Chuck se detuvo.
—Deja de quejarte. Acéptalo y no pienses más.
—Sí, claro —Thomas miró por la ventana. Parecía un buen momento para sacar una de las millones de preguntas que rebotaban en su cerebro—. ¿Y de dónde viene la electricidad?
—¿A quién le importa? Se usa y punto.
«Menuda sorpresa —pensó Thomas—. No hay respuesta».
Chuck llevó a la mesa dos platos con sándwiches y zanahorias. El pan era grueso y blanco, y las zanahorias, de un color naranja brillante. El estómago de Thomas le suplicaba que se diera prisa. Cogió su sándwich y empezó a devorarlo.
—Tío —masculló con la boca llena—, al menos la comida está buena.
Thomas pudo comer lo que le quedaba sin que Chuck le dirigiera ni una palabra. Y tuvo suerte de que el niño no tuviera ganas de hablar, porque, a pesar de todas las cosas raras que habían pasado desde que tenía memoria, estaba otra vez tranquilo. Con el estómago lleno, la energía renovada y la mente agradecida por unos instantes en silencio, decidió que a partir de entonces dejaría de quejarse y afrontaría los hechos.
Después del último mordisco, Thomas se recostó en la silla.
—Bueno, Chuck —dijo mientras se limpiaba la boca con una servilleta—, ¿qué tengo que hacer para convertirme en un corredor?
—No empieces otra vez.
Chuck alzó la vista del plato del que había estado cogiendo miguitas. Soltó un eructo grave y gutural que hizo que Thomas se encogiera.
—Alby me dijo que pronto empezarían mis pruebas con los guardianes. ¿Cuándo me tocará ir con los corredores?
Thomas esperó pacientemente para obtener algún tipo de información real por parte de Chuck, pero el niño puso los ojos en blanco con dramatismo, dejando claro lo estúpida que le parecía aquella idea.
—Deberían estar de vuelta en pocas horas. ¿Por qué no les preguntas a ellos?
Thomas ignoró su sarcasmo e indagó aún más:
—¿Qué hacen cuando vuelven cada noche? ¿Qué hay en el edificio de cemento?
—Mapas. Se reúnen justo a la vuelta, antes de que se les olvide.
«¿Mapas?», pensó Thomas.
—Pero si están intentando hacer un mapa, ¿no tendrían que llevar un papel para escribir mientras están ahí fuera?
Mapas. Aquello le intrigaba más que todo lo demás que había oído. Era la primera cosa que le sugería una solución potencial a su aprieto.
—Pues claro que lo llevan, pero, aun así, necesitan hablar, debatir, analizar y toda esa clonc. Además —el chico puso los ojos en blanco—, pasan casi todo el tiempo corriendo, no escribiendo. Por eso se les llama corredores.
Thomas reflexionó sobre los corredores y los mapas. ¿Podía ser el Laberinto tan increíblemente enorme como para que después de dos años aún no hubiesen encontrado la salida? Parecía imposible. Pero entonces recordó lo que Alby había dicho sobre las paredes movibles. ¿Y si todos estaban sentenciados a vivir allí hasta que murieran?
«Sentenciados». Aquella palabra le hizo sentir una ráfaga de pánico y la pizca de esperanza que le había traído la comida se esfumó con un silbido silencioso.
—Chuck, ¿y si todos somos delincuentes? Me refiero a si somos asesinos o algo por el estilo.
—¿Eh? —Chuck levantó la vista para mirarlo como si estuviera loco—. ¿De dónde ha venido ese pensamiento tan positivo?
—Piénsalo. Nos han borrado la memoria. Vivimos dentro de un sitio que parece no tener salida, rodeado de unos monstruosos guardias sedientos de sangre. ¿No te parece una cárcel? —al decirlo en voz alta, le resultó aún más posible y sintió náuseas en el pecho.
—Seguramente yo tenga doce años, tío —Chuck se señaló—. Trece, a lo sumo. ¿De verdad crees que he hecho algo para que me envíen a prisión el resto de mi vida?
—No me importa lo que hiciste o dejaste de hacer. De un modo u otro, te han enviado a una cárcel. ¿Acaso te parece esto unas vacaciones?
«Jo, tío —pensó Thomas—, por favor, que me esté equivocando».
Chuck se quedó reflexionando un momento.
—No lo sé. Es mejor que…
—Sí, ya, es mejor que vivir sobre un montón de clonc —Thomas se puso de pie y volvió a colocar la silla debajo de la mesa. Le gustaba Chuck, pero intentar mantener una conversación inteligente con él era imposible. Por no mencionar lo frustrante y molesto que resultaba—. Ve a hacerte otro sándwich. Yo me voy a explorar. Nos vemos esta noche.
Salió de la cocina y se dirigió al patio antes de que Chuck le ofreciera su compañía. El Claro había vuelto a la actividad de siempre: la gente trabajaba en lo suyo, las puertas de la Caja estaba cerradas y el sol resplandecía. Cualquier rastro de una chica enloquecida con una nota de un terrible destino había desaparecido.
Como le habían interrumpido la visita, decidió ir a dar un paseo a solas por el Claro para echar un vistazo y conocer el sitio. Se dirigió a la esquina noreste, hacia unas grandes filas de altos tallos verdes de maíz que parecían estar listos para la cosecha. También había otras cosas: tomates, lechugas, guisantes y mucho más que Thomas no sabía identificar.
Respiró hondo y le encantó el aroma fresco a tierra y a plantas en crecimiento. Estaba casi seguro de que aquel olor le traería algún tipo de recuerdo agradable, pero no fue así. A medida que se acercaba, vio a varios chicos arrancando las malas hierbas y recogiendo las frutas en los campos pequeños. Uno de ellos le saludó con la mano y una sonrisa. Una sonrisa de verdad.
«A lo mejor este sitio no es tan malo, después de todo —pensó Thomas—. Puede que no todos los que viven aquí sean estúpidos».
Volvió a respirar hondo para disfrutar de aquel aire tan agradable y se apartó de sus pensamientos. Había más cosas que quería ver.
Al lado estaba el rincón sureste, donde unas vallas de madera mal hechas guardaban vacas, cabras, ovejas y cerdos. Aunque no había caballos.
«Menudo rollo —pensó Thomas—. Unos jinetes serían mucho más rápidos que los corredores».
Al acercarse, supuso que en su vida anterior al Claro tuvo que tratar con animales. Su olor y sus sonidos le resultaban muy familiares.
El olor no era tan agradable como el de los cultivos, pero, aun así, imaginó que podía haber sido mucho peor. Mientras exploraba la zona, se fue dando cuenta de lo bien que cuidaban los clarianos aquel lugar, de lo limpio que estaba. Le impresionaba por lo organizados que debían de estar, lo duro que debían de trabajar todos. Y se imaginó lo horroroso que podría llegar a ser un sitio como aquel si todo el mundo fuera vago y estúpido.
Finalmente, fue hacia la parte suroeste, cerca del bosque.
Se estaba acercando a los árboles pelados y esqueléticos que había enfrente del bosque más frondoso, cuando le sobresaltó algo que se movió a sus pies, seguido de un traqueteo rápido. Bajó la vista justo a tiempo de ver el sol reflejado en algo metálico —una rata de juguete— que pasaba delante de él correteando hacia el bosquecillo. La cosa estaba a unos tres metros cuando advirtió que no era una rata.
Se parecía más a un lagarto, con al menos seis patas que salían de aquel largo torso plateado.
Era una cuchilla escarabajo. Alby había dicho que era así cómo les observaban.
Captó el reflejo de una luz roja que recorría el suelo delante de la criatura como si saliera de sus ojos. Por lógica, tenía que ser la mente, que le estaba jugando una mala pasada, pero habría jurado ver la palabra «CRUEL» garabateada en su redonda espalda, escrita con grandes letras verdes. Tenía que investigar aquella cosa tan rara.
Thomas echó a correr detrás del espía, que salió disparado, y en cuestión de segundos entró en la espesa arboleda y el mundo se sumió en tinieblas.
No podía creerse lo rápido que desaparecía la luz. Desde el Claro propiamente dicho, el bosque no parecía tan grande; quizás ocupaba una hectárea. Sin embargo, los árboles eran altos, tenían troncos robustos, estaban muy juntos y las hojas cubrían el cielo. El aire a su alrededor tenía un tono verdoso apagado, como si a aquel día sólo le quedaran unos minutos de atardecer. De algún modo, era hermoso y escalofriante a la vez.
Thomas se movía todo lo rápido que podía, chocaba contra el denso follaje mientras las delgadas ramas le daban en el rostro. Se agachó para esquivar una que colgaba y estuvo a punto de caerse. Se agarró a otra rama y se balanceó hacia delante para recuperar el equilibrio. Un tupido lecho de hojas y ramitas caídas crujió bajo sus pies.
Sus ojos permanecieron en todo momento clavados en la cuchilla escarabajo que correteaba por el suelo del bosque. Cuanto más se adentraba en la espesura, con más intensidad brillaba su luz roja conforme se oscurecían los alrededores.
Thomas se había adentrado unos diez o doce metros en el bosque, esquivando y agachándose, perdiendo terreno a cada segundo, cuando la cuchilla escarabajo saltó a un árbol especialmente grande y subió a toda prisa por el tronco. Pero, cuando Thomas llegó allí, ya no había ni rastro de la criatura. Había desaparecido entre el follaje, casi como si nunca hubiera existido.
Había perdido a la cabrona.
—Foder —susurró Thomas, casi como si lo dijera en broma.
Casi. Aunque pareciese raro, aquella palabra le resultaba natural en los labios, como si se estuviera transformando en un clariano.