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Thomas estaba más que satisfecho por haberse alejado de la casa y volver al árbol. Sólo hacía un rato que sabía cómo era vivir allí y ya quería que acabara. Deseó con todas sus fuerzas recordar algo de su vida anterior, pero no le venía nada a la cabeza. Ni su madre, ni su padre, ni un amigo, ni el colegio, ni una afición. Ni una chica.
Parpadeó con fuerza varias veces para intentar deshacerse de la imagen que acababa de ver en la choza.
«El Cambio», Gally lo había llamado el Cambio.
Hacía calor, pero Thomas volvió a sentir un escalofrío.
Thomas se apoyó en el árbol mientras esperaba a Chuck. Recorrió con la vista el Claro, aquel nuevo sitio de pesadillas donde, al parecer, estaba destinado a vivir. Las sombras de los muros se habían alargado considerablemente y ahora subían por los lados de las paredes de roca cubiertas de hiedra que había al otro lado.
Al menos aquello le ayudaba a orientarse. El edificio de madera se encorvaba en la esquina noroeste, y al suroeste, en un rincón sombrío, había un bosquecillo. La zona de la granja, donde unos cuantos trabajadores aún andaban con cuidado entre los campos, se extendía por toda la cuarta parte noreste del Claro. Los animales estaban en la esquina sureste mugiendo, cacareando y aullando. Justo en medio del patio, el agujero de la Caja aún estaba abierto, como si le invitara a volver a meterse dentro de un salto para marcharse a casa. Al lado, a tal vez seis metros al sur, había un edificio achaparrado, hecho de ásperos bloques de cemento, cuya única entrada era una puerta amenazadora de hierro, y no había ventanas. Un pomo grande y redondo, que se asemejaba a un volante de acero, indicaba el único modo de abrir la puerta, como si fuera de las que se encuentran en el interior de un submarino. A pesar de lo que había visto hacía un rato, Thomas no supo qué era más fuerte, si la curiosidad de saber lo que había dentro o el terror de averiguarlo.
Acababa de centrar su atención en las cuatro aberturas inmensas que había en medio de los muros principales del Claro, cuando llegó Chuck con un par de bocadillos sostenidos contra el pecho, unas manzanas y dos tazas de metal con agua. La sensación de alivio que inundó a Thomas le sorprendió. No estaba completamente solo en aquel sitio.
—A Fritanga no le ha hecho mucha gracia que invadiera su cocina antes de la hora de cenar —dijo Chuck, que se sentó junto al árbol y le hizo una señal a Thomas para que hiciera lo mismo.
Le hizo caso y cogió un sándwich, pero vaciló al volverle a la cabeza la monstruosa imagen de lo que había visto en la choza. Sin embargo, el hambre no tardó en vencerle y le dio un gran mordisco al bocadillo. El maravilloso sabor del jamón, el queso y la mayonesa le llenó la boca.
—Jo, tío —dijo Thomas con la boca llena—, me estaba muriendo de hambre.
—Ya te lo había dicho.
Chuck le dio un bocado a su propio sándwich.
Después de un par de mordiscos más, Thomas finalmente le hizo la pregunta que había estado pensando todo el rato:
—¿Qué le pasa a ese tal Ben? Ya ni siquiera parecía humano.
Chuck le echó un vistazo a la casa.
—La verdad es que no lo sé —masculló distraído—. No lo he visto.
Thomas sabía que el chico no estaba siendo sincero, pero decidió que no iba a presionarle.
—Bueno, tampoco querrías verle, eso seguro.
Continuó comiendo, masticando las manzanas, mientras estudiaba los enormes cortes de los muros. Aunque costaba distinguirlo desde donde él estaba sentado, había algo raro en los bordes rocosos de las salidas hacia los pasillos exteriores. Notó una incómoda sensación de vértigo al mirar las imponentes paredes, como si se cerniera sobre ellas en vez de estar sentado a sus pies.
—¿Qué hay ahí fuera? —preguntó, rompiendo por fin el silencio—. ¿Es esto parte de algún castillo enorme o algo por el estilo?
Chuck vaciló. Parecía incómodo.
—Ummm, nunca he salido del Claro.
Thomas hizo una pausa.
—Estás ocultando algo —contestó por fin; se acabó el bocadillo y dio un buen trago de agua. La frustración por no recibir respuestas de nadie le estaba empezando a sacar de quicio. Pero aún era peor pensar que, aunque obtuviera las respuestas, no sabría si le estaban diciendo la verdad—. ¿Por qué sois tan reservados?
—Así son las cosas. Todo es un poco raro por aquí y la mayoría no sabemos mucho. Ni la mitad de mucho.
A Thomas le fastidió que a Chuck no pareciera importarle lo que acababa de decir. ¿Qué le pasaba a esa gente? Thomas se puso de pie y empezó a caminar hacia la abertura del este.
—Bueno, nadie ha dicho que no pueda echar un vistazo.
Tenía que averiguar algo o iba a volverse loco.
—¡Eh, espera! —gritó Chuck, y echó a correr para alcanzarle—. Cuidado, estas cositas están a punto de cerrarse —parecía que le faltaba el aliento.
—¿De cerrarse? —repitió Thomas—. ¿De qué estás hablando?
—De las puertas, pingajo.
—¿Las puertas? Yo no veo ninguna puerta.
Thomas sabía que Chuck no estaba inventándose nada, sabía que estaba obviando algo evidente. Empezó a preocuparse y advirtió que había aminorado la marcha, que ya no estaba tan impaciente por llegar a los muros.
—Entonces, ¿cómo llamarías esas grandes aberturas? —Chuck señaló los enormes huecos que había entre las paredes. Ahora estaban a tan sólo nueve metros de distancia.
—Las llamaría grandes aberturas —respondió, intentando contrarrestar su incomodidad con sarcasmo, pero sintiéndose desilusionado al ver que no funcionaba.
—Bueno, pues son puertas. Y se cierran cada noche.
Thomas se detuvo al pensar que Chuck tenía que haberse equivocado. Alzó la vista, miró a un lado y a otro y examinó los inmensos bloques de piedra mientras aquella molesta sensación se convertía en terror absoluto.
—¿A qué te refieres con que se cierran?
—Lo verás con tus propios ojos en un momento. Los corredores no tardarán en volver y, luego, esos grandes muros se moverán hasta que se cierren los huecos.
—Estás como una cabra —farfulló Thomas. No entendía cómo iban a moverse aquellas paredes gigantescas y, como estaba tan seguro de que era imposible, se relajó al pensar que Chuck tan sólo le estaba tomando el pelo.
Llegaron a una enorme separación que daba a otros caminos de piedra en el exterior. Thomas se quedó boquiabierto, con la mente libre de cualquier pensamiento al verlo directamente.
—Esta es la Puerta Este —dijo Chuck, como si estuviera revelando con orgullo una obra de arte que él mismo hubiese creado.
Thomas apenas le oyó, impactado por lo mucho mayor que le parecía de cerca. El corte en la pared, de al menos unos seis metros de ancho, subía hacia arriba, muy por encima de sus cabezas. Los bordes que rodeaban la inmensa abertura eran lisos, salvo por un extraño dibujo que se repetía a ambos lados. En la parte izquierda de la Puerta Este había taladrados en la roca unos agujeros profundos de varios centímetros de diámetro, separados a unos treinta centímetros de distancia entre ellos, que empezaban cerca del suelo y continuaban hasta arriba del todo.
En la parte derecha de la puerta sobresalían unas barras del borde de la pared, también de varios centímetros de diámetro, con la misma forma que los agujeros que tenían enfrente. Estaba claro para qué servían.
—¿Estás de broma? —preguntó Thomas con el miedo golpeándole de nuevo las tripas—. ¿No estabas engañándome? ¿De verdad se mueven las paredes?
—¿A qué otra cosa iba a referirme?
A Thomas le estaba costando mucho aceptar aquella posibilidad.
—No sé. Me imaginaba que habría una puerta que se cerraría de fuera hacia dentro o una minipared que saldría de la grande. Pero ¿cómo van a moverse estos muros? Son enormes y parece que lleven aquí mil años.
Y era espeluznante la idea de que aquellas paredes se cerraran y le dejaran atrapado dentro de aquel sitio llamado el Claro.
Chuck echó los brazos hacia arriba, claramente frustrado.
—No lo sé, se mueven y punto. Encima, hacen un ruido chirriante que resulta infernal. Lo mismo ocurre en el Laberinto, donde las paredes cambian también todas las noches.
Thomas, cuya atención de repente fue atraída por un nuevo detalle, se volvió hacia el joven.
—¿Qué acabas de decir?
—¿Eh?
—Lo acabas de llamar
laberinto.
Has dicho: «Lo mismo ocurre en el laberinto».
Chuck se ruborizó.
—Ya me he hartado de ti. Me he hartado.
Y se fue caminando hacia el árbol que acababan de dejar.
Thomas le ignoró, más interesado que nunca en el exterior del Claro. ¿Era un laberinto? Delante de él, a través de la Puerta Este, distinguió unos pasillos que iban a la izquierda, a la derecha y todo recto. Las paredes eran similares a las que rodeaban el Claro, y el suelo estaba hecho de los mismos bloques de piedra enormes que había en el patio. Incluso parecía haber más hiedra allí fuera. A lo lejos, los cortes en las paredes daban a otros senderos, y más allá, quizás a cien metros o así, el pasillo recto llegaba a un callejón sin salida.
—Parece un laberinto —susurró Thomas, casi riéndose para sus adentros.
Como si las cosas no pudieran ponerse más raras. Le habían borrado la memoria y le habían metido en un laberinto gigante. Era una locura tan grande que hasta le hacía gracia.
Le dio un vuelco el corazón cuando, de improviso, apareció un chico doblando una esquina para entrar en el pasillo central desde una de las desviaciones a la derecha, corriendo hacia él, en dirección al Claro. Sudoroso, con la cara roja y la ropa pegada al cuerpo, el chico no aminoró la marcha y apenas miró a Thomas al pasar por su lado. Se dirigió directamente al edificio achaparrado de cemento situado junto a la Caja.
Thomas se dio la vuelta con los ojos clavados en el corredor agotado, sin estar seguro de por qué le había sorprendido tanto aquel nuevo acontecimiento. ¿Por qué no iba la gente a salir para examinar el laberinto? Entonces se dio cuenta de que otros entraban por las tres aberturas restantes del Claro, todos corriendo y tan hechos polvo como el tipo que acababa de pasar a toda velocidad por su lado. No podía haber nada bueno en el laberinto si aquellos tíos llegaban tan rendidos y agotados.
Observó con curiosidad mientras se reunían en la gran puerta de hierro del pequeño edificio; uno de los muchachos giró la rueda oxidada y gruñó por el esfuerzo. Antes, Chuck había comentado algo sobre unos corredores. ¿Qué estarían haciendo allí fuera?
La gran puerta por fin se abrió y, con un chirrido ensordecedor del metal contra el metal, los chicos la abrieron del todo. Desaparecieron dentro y la cerraron de un portazo. Thomas se quedó con la vista fija mientras su mente daba vueltas en busca de alguna posible explicación a lo que acababa de presenciar. No se le ocurrió nada, pero hubo algo en aquel espeluznante y viejo edificio que le puso la piel de gallina con un escalofrío inquietante.
Alguien le tiró de la manga e interrumpió sus pensamientos; Chuck había vuelto. Antes de que Thomas pudiera pararse a pensar, las preguntas le salieron enseguida por la boca:
—¿Quiénes son esos tíos y qué estaban haciendo? ¿Qué hay en ese edificio? —giró sobre sus talones y señaló hacia la Puerta Este—. ¿Y por qué vivís en el interior de un puñetero laberinto?
Notó una vibrante presión de inseguridad que hizo que se sintiese como si la cabeza se le partiera en dos por el dolor.
—No voy a decir ni una palabra más —contestó Chuck, con una nueva autoridad en sus palabras—. Creo que deberías irte pronto a la cama. Necesitas dormir. Ah —se calló, levantó un dedo y aguzó el oído derecho—. Está a punto de ocurrir.
—¿El qué? —preguntó Thomas, y pensó que era un poco raro que Chuck de repente actuara como un adulto en vez de como el niño desesperado por hacer un amigo que había sido hacía sólo unos momentos.
Se oyó un gran estruendo en el aire que sobresaltó a Thomas. Le siguió un horrible crujido chirriante. Era como si la tierra temblara. Miró a su alrededor, aterrorizado. Los muros se estaban cerrando, dejándole atrapado dentro del Claro. Una creciente sensación de claustrofobia le ahogó, le comprimió los pulmones, como si el agua le inundara sus cavidades.
—¡Cálmate, verducho! —gritó Chuck por encima del ruido—. ¡Sólo son las paredes!
Thomas apenas le oyó; estaba demasiado fascinado, demasiado consternado por el cierre de las puertas. Se puso de pie apresuradamente y retrocedió unos cuantos pasos temblorosos para verlo mejor, aunque le costó bastante creer lo que estaba viendo.
El enorme muro de piedra a su derecha parecía desafiar todas las leyes de la física al deslizarse por el suelo, echando chispas y polvo mientras se movía, roca contra roca. El crujido hizo que le vibraran los huesos. Thomas se dio cuenta de que sólo se estaba moviendo esa pared, que se dirigía hacia su vecina de la izquierda y se preparaba para sellarse, deslizando aquellas barras que sobresalían para meterse en los agujeros taladrados al otro lado. Notó como si su cabeza girara más rápido que el cuerpo y el estómago se le revolviera del mareo. En los cuatro lados del Claro, sólo las paredes de la derecha se movían hacia la izquierda para cerrar el espacio de las puertas.
«Imposible —pensó—. ¿Cómo van a hacer eso?».
Reprimió las ganas de salir corriendo de allí, de deslizarse por los bloques de piedra en movimiento antes de que se cerraran y huir del Claro. Ganó el sentido común. El laberinto era incluso más desconocido que la situación de allí dentro. Intentó visualizar cómo funcionaba aquella estructura. Unas paredes de piedra inmensas, de varios metros de altura, que se movían como puertas de cristal correderas, una imagen de su vida pasada que, por un instante, apareció en sus pensamientos. Intentó agarrarse a aquel recuerdo, retenerlo, completar la escena con caras, nombres, un lugar, pero se desvaneció en la oscuridad. Una punzada de tristeza atravesó el resto de emociones, que giraban como un remolino.