Newt se había quedado callado y estaba como confundido.
—¿De los corredores? ¿Por qué?
—Me preguntaba cómo serían.
Newt le lanzó una mirada de recelo.
—Esos tíos son lo mejor de lo mejor. Tienen que serlo. Todo depende de ellos —cogió un trozo de roca suelta y lo tiró, contemplando distraídamente cómo rebotaba hasta que se paró.
—¿Por qué tú no eres uno de ellos?
De improviso, la mirada de Newt se volvió hacia Thomas.
—Lo era hasta que me rompí la maldita pierna hace unos meses. No he vuelto a ser el mismo desde entonces —bajó la mano para frotarse el tobillo derecho y una breve expresión de dolor le atravesó el rostro. Aquella mirada le hizo pensar a Thomas que era más por el recuerdo que por el dolor físico que aún sentía.
—¿Cómo te lo hiciste? —preguntó, pues creía que, cuanto más hiciera hablar a Newt, más aprendería.
—Corriendo para escapar de los puñeteros laceradores, ¿qué otra cosa, si no? Casi me pillan —hizo una pausa—. Todavía se me pone la piel de gallina cuando pienso que podría haber pasado por el Cambio.
El Cambio. De entre todos, aquel era el tema que Thomas creía que podía darle más respuestas.
—¿Y eso qué es? ¿Qué es lo que cambia? ¿Todo el mundo se vuelve loco como Ben e intenta matar gente?
—Ben estaba mucho peor que la mayoría. Pero creía que querías hablar de los corredores —el tono de voz de Newt le avisó de que la conversación sobre el Cambio se había terminado, lo que le hizo sentir más curiosidad, aunque estaba bien volver a hablar de los corredores.
—Vale, te escucho.
—Como te he dicho, son los mejores de los mejores.
—¿Y qué hacéis? ¿Comprobar lo rápido que es todo el mundo?
Newt miró a Thomas, furioso, y gruñó.
—Estrújate un poco el coco, verducho, Tommy o como quieras que te llame. Lo rápido que corres es sólo una parte. Una parte muy pequeña, en realidad.
Aquello despertó el interés de Thomas.
—¿A qué te refieres?
—Cuando digo los mejores de los mejores, me refiero a los mejores en todo. Para sobrevivir al puñetero Laberinto, tienes que ser listo, rápido y fuerte. Tienes que ser bueno tomando decisiones y saber la cantidad justa de riesgos que se ha de correr. No puedes ser imprudente ni tampoco tímido —Newt estiró las piernas y se apoyó sobre sus manos—. Allí fuera es horrible, ¿sabes? No lo echo nada de menos.
—Creía que los laceradores sólo salían de noche.
Fuera o no su destino, Thomas no quería toparse con una de aquellas cosas.
—Así es, por lo general.
—Entonces, ¿por qué es tan espantoso salir ahí? —¿de qué más cosas no estaba enterado?
Newt suspiró.
—Presión. Estrés. El Laberinto cambia cada día. Intentamos imaginarnos cómo es para salir de aquí. También nos preocupan los malditos mapas. Y lo peor de todo es que siempre tienes miedo a no volver. Un laberinto normal ya costaría, pero, al ir cambiando, si cometes un par de errores mentales, te toca pasar la noche con esas despiadadas bestias. No hay sitio ni tiempo para los tontos o los mocosos.
Thomas frunció el entrecejo, sin entender muy bien el instinto que en su interior le animaba a continuar. Sobre todo, después de la noche anterior. Pero, aun así, seguía con aquella sensación que notaba por todo el cuerpo.
—¿Por qué estás tan interesado? —preguntó Newt.
Thomas vaciló mientras pensaba con temor a decirlo en voz alta.
—Quiero ser un corredor.
Newt se dio la vuelta y le miró a los ojos.
—No llevas aquí ni una semana, pingajo. Es un poco pronto para querer morir, ¿no crees?
—Lo digo en serio.
Apenas tenía sentido, ni siquiera para Thomas, pero lo sentía en su corazón. De hecho, el deseo de convertirse en corredor era lo único que le hacía seguir adelante, que le ayudaba a aceptar la situación en que se encontraba.
Newt no dejó de mirarle a los ojos.
—Y yo también. Olvídalo. Nadie se ha hecho corredor en su primer mes y mucho menos en su primera semana. Antes de que te recomendemos al guardián, tienes que pasar muchas pruebas.
Thomas se levantó y empezó a plegar sus bártulos de dormir.
—Newt, lo digo de verdad. No puedo estar todo el día quitando hierbajos, me volveré loco. No tengo ni idea de lo que hacía antes de que me enviaran aquí en esa caja metálica, pero algo me dice que se supone que tengo que ser un corredor. Puedo hacerlo.
Newt se quedó allí sentado, mirando fijamente a Thomas, sin ofrecerse a ayudarle.
—Nadie ha dicho que no puedas, pero déjalo por ahora.
Thomas notó que le invadía la impaciencia.
—Pero…
—Escucha, confía en lo que te digo, Tommy. Si vas por ahí fanfarroneando, diciendo que eres demasiado bueno para trabajar de campesino, que se te da muy bien y estás preparado para ser un corredor, vas a crearte un montón de enemigos. Déjalo por ahora.
Hacerse enemigos era lo último que Thomas quería, pero, aun así, decidió tomar otro camino:
—Muy bien, hablaré con Minho sobre el tema.
—Buen intento, maldito pingajo. La Reunión elige a los corredores y, si crees que yo soy duro, ellos se te reirán en la jeta.
—Por lo que sabéis, podría ser bueno de verdad. Es una pérdida de tiempo hacerme esperar.
Newt se levantó para acercarse a Thomas y le dio con un dedo en la cara.
—Escúchame, verducho. ¿Estás escuchando de verdad? —por extraño que pareciera, Thomas no se sintió intimidado. Puso los ojos en blanco, pero luego asintió—. Será mejor que dejes de decir tonterías antes de que los demás te oigan. Aquí las cosas no funcionan así y toda nuestra existencia depende precisamente de que funcionen con… —Hizo una pausa, pero Thomas no dijo nada, temiéndose la charla que le caería a continuación—. Orden —continuó Newt—. Orden. Te repites una y otra vez esa maldita palabra en tu fuca cabeza. La razón por la que todos estamos cuerdos por aquí es porque nos rompemos el culo a trabajar y mantenemos un orden. El orden es la razón por la que sacamos a Ben. Bueno, no podemos tener chiflados que vayan por ahí intentando matar gente, ¿no? Orden. Lo último que necesitamos es que vengas tú a estropearlo todo.
La obstinación desapareció de la cabeza de Thomas. Sabía que era hora de callarse.
—Sí —fue todo lo que dijo.
Newt le dio una palmada en la espalda.
—Vamos a hacer un trato.
—¿Qué?
Thomas sintió que sus esperanzas aumentaban.
—Si no dices nada sobre el tema, te pondré en las listas de posibles aprendices en cuanto demuestres que sirves. Como no mantengas el maldito pico cerrado, me aseguraré de que no entres nunca. ¿Trato hecho?
Thomas odiaba la idea de esperar sin saber cuánto tiempo sería.
—Es un asco de trato.
Newt enarcó las cejas y, al final, Thomas asintió.
—Trato hecho.
—Venga, vamos a coger algo de comida de Fritanga. Y espera que no nos atragantemos.
• • •
Aquella mañana, Thomas por fin conoció, aunque sólo de lejos, a Fritanga, que tan mala fama tenía. El chaval estaba demasiado ocupado tratando de servir el desayuno a un ejército de clarianos hambrientos. No debía de tener más de dieciséis años, pero tenía barba y el cuerpo cubierto de vello, como si cada folículo intentara escapar a los confines de su ropa manchada de comida. Thomas pensó que no parecía el chico más limpio del mundo para supervisar todas las comidas. Se apuntó mentalmente que debía tener cuidado de no encontrarse un asqueroso pelo negro en su plato.
Newt y él se acababan de sentar con Chuck para desayunar en una mesa de
picnic
justo a la salida de la cocina, cuando un gran grupo de clarianos se levantó y corrió hacia la Puerta Oeste, hablando entusiasmados sobre algo.
—¿Qué ocurre? —preguntó Thomas, sorprendido por lo indiferente que había sonado. Los nuevos acontecimientos del Claro habían pasado a formar parte de su vida.
Newt se encogió de hombros mientras mojaba pan en los huevos fritos.
—Van a encontrarse con Minho y Alby, que han ido a echar un vistazo al puñetero lacerador muerto.
—Eh —dijo Chuck, y un trocito de beicon le salió volando de la boca cuando habló—, tengo una pregunta sobre eso.
—¿Sí, Chucky? —preguntó Newt, un tanto sarcástico—. ¿Y cuál es tu maldita pregunta?
Chuck pareció reflexionar.
—Bueno, han encontrado un lacerador muerto, ¿verdad?
—Sí —contestó Newt—. Gracias por la noticia.
Chuck dio unos golpecitos con el tenedor sobre la mesa durante unos segundos.
—Bueno, ¿y quién mató a esa maldita cosa?
«Magnífica pregunta», pensó Thomas. Esperó a que Newt respondiera, pero no dijo nada. Estaba claro que no tenía ni idea.
Thomas pasó la mañana con el guardián de los Huertos, «rompiéndose el culo a trabajar», como Newt habría dicho. Zart era el chico alto con el pelo negro que iba delante de la barra durante el destierro de Ben y que, por alguna extraña razón, olía a leche agria. No hablaba mucho, pero le enseñó a Thomas cómo funcionaba todo hasta que supo hacerlo él solo. Quitar las malas hierbas, podar un albaricoquero, plantar semillas de calabazas y calabacines y recoger verduras. No le entusiasmaba y, más bien, ignoraba a los otros chicos que trabajaban con él, pero no lo odiaba tanto como lo que había hecho para Winston en la Casa de la Sangre.
Thomas estaba desherbando con Zart una larga fila de maíz tierno cuando decidió que era un buen momento, para empezar a hacer preguntas. Este guardián parecía mucho más accesible.
—Oye, Zart —dijo.
El guardián levantó la vista para mirarle y, luego, volvió a su trabajo. El muchacho tenía los ojos caídos y una cara larga; por algún motivo, parecía tan aburrido como podía estarlo alguien.
—¿Sí, verducho? ¿Qué quieres?
—¿Cuántos guardianes hay en total? —preguntó Thomas, intentando parecer despreocupado—. ¿Y cuáles son las opciones de trabajo?
—Bueno, tienes los constructores, los deambulantes, los embolsadores, los cocineros, los maperos, los mediqueros, los excavadores, los de la Casa de la Sangre. Los corredores, por supuesto. No sé, quizás unos cuantos más. Yo no hablo mucho y me ocupo de mis cosas.
La mayoría de las palabras era fácil de entender, pero Thomas se preguntó qué significaría un par de ellas.
—¿Qué es un deambulante? —sabía que era lo que hacía Chuck, pero el niño nunca quería hablar del tema. Se negaba a decirle nada.
—Eso es a lo que se dedican los pingajos que no pueden hacer otra cosa. Limpian los lavabos, las duchas, la cocina, la Casa de la Sangre después de la matanza… todo. Si pasas un día con esos imbéciles, se te quita la idea de ir por ese camino; te lo digo yo.
Thomas sintió una punzada de culpabilidad hacia Chuck, sintió lástima por él. El chaval intentaba con todas sus fuerzas hacerse amigo de todo el mundo, pero a nadie parecía gustarle y ni siquiera le prestaban atención. Sí, era un poco nervioso y hablaba demasiado, pero Thomas se alegraba de tenerle a su lado.
—¿Y los excavadores? —preguntó mientras sacaba un hierbajo enorme con un montón de tierra en sus raíces.
Zart se aclaró la garganta y siguió trabajando a la vez que respondía:
—Son los que se encargan de lo más pesado en los Huertos. Hacen las zanjas y no sé qué más. Cuando tienen tiempo libre, se dedican a hacer otras cosas por el Claro. La verdad es que muchos clarianos tienen más de un trabajo. ¿Alguien te lo había contado?
Thomas ignoró la pregunta y continuó, decidido a obtener el máximo de respuestas posibles:
—¿Y los embolsadores? Sé que se ocupan de los muertos, pero no puede morir gente con tanta frecuencia, ¿no?
—Esos tipos dan miedo. También actúan como guardias y policía. A todos les gusta llamarles embolsadores. Ya verás qué divertido ese día, amigo —se rió por lo bajo. Era la primera vez que Thomas le oyó hacerlo y lo encontró simpático.
Thomas tenía más preguntas. Muchísimas más. Chuck y los demás del Claro nunca querían contestarle a nada. Y allí estaba Zart, que por lo visto no tenía ningún problema al respecto. Pero, de repente, a Thomas se le quitaron las ganas de hablar. Por algún motivo, la chica volvió a metérsele en la cabeza, sin venir al caso, y luego empezó a pensar en Ben y en el lacerador muerto, lo que debería ser algo bueno, pero todo el mundo actuaba como si fuera lo contrario. Su nueva vida era un asco.
Respiró hondo. «Limítate a trabajar», pensó, y eso fue lo que hizo.
A media tarde, Thomas estaba a punto de desmayarse de cansancio. Estar todo el rato agachado, arrastrándose de rodillas en la tierra, era lo peor que había.
«Corredor —dijo para sus adentros mientras seguía descansando—. Dejadme ser corredor».
Una vez más, pensó en lo absurdo que era desearlo con todas sus fuerzas. Pero, aunque no lo entendiera ni supiera de dónde venía aquella idea, las ganas eran innegables. Igual de fuertes eran los pensamientos sobre la chica, pero intentaba apartarlos de su cabeza todo lo posible.
Cansado y dolorido, se dirigió a la cocina para comer algo y beber agua. Se podría haber zampado un almuerzo entero, a pesar de que ya había comido hacía dos horas. Incluso el cerdo empezaba a sonarle bien otra vez.
Le dio un mordisco a una manzana y, después, se dejó caer en el suelo junto a Chuck. Newt también se encontraba allí, pero estaba sentado solo, ignorando al resto. Tenía los ojos inyectados en sangre y la frente arrugada, llena de surcos. Thomas observó cómo Newt se mordía las uñas, algo que no había visto nunca hacer a aquel chico mayor.