Thomas se deshizo del pánico que iba en aumento y se puso a trabajar. Cogió una de las lianas y la enrolló alrededor del brazo derecho de Alby. La planta llegaría lo justo, así que tenía que levantar a Alby todo lo que pudiera para que funcionara. Después de varias vueltas, ató la enredadera. Luego, cogió otra liana y la enrolló alrededor del brazo izquierdo de Alby; después, hizo lo mismo con las dos piernas y las ató bien fuerte. Le preocupaba cortarle la circulación al clariano, pero decidió que merecía la pena arriesgarse.
Trató de ignorar las dudas sobre el plan que se filtraban en su mente y continuó. Ahora le tocaba a él.
Se agarró a una enredadera con ambas manos y comenzó a trepar justo hasta colocarse encima de donde acababa de atar a Alby. Las gruesas hojas de hiedra le servían como asideros, y Thomas se puso eufórico al ver que todas las grietas que tenía el muro de piedra eran perfectas para apoyar los pies mientras subía. Empezó a pensar lo fácil que sería sin…
Se negó a terminar aquel pensamiento. No podía dejar a Alby allí tirado.
Una vez que llegara a un punto unos metros por encima de su amigo, Thomas se enrollaría algunas lianas alrededor del pecho y les daría unas cuantas vueltas hasta ceñírselas bien en las axilas para sostenerse. Despacio, se dejó caer, despegando las manos, pero con los pies bien firmes en una gran grieta. El alivio le invadió cuando la enredadera siguió aguantándole.
Ahora venía la parte más difícil.
Las cuatro lianas que ataban a Alby colgaban tirantes a su alrededor. Thomas cogió la que sujetaba la pierna izquierda de Alby y tiró. Tan sólo pudo levantarla unos centímetros antes de soltarla; pesaba demasiado. No podía hacerlo.
Bajó de nuevo al suelo del Laberinto, decidido a empujar desde abajo en vez de tirar desde arriba. Para probarlo, intentó levantar a Alby sólo medio metro, extremidad por extremidad. Primero, empujó hacia arriba la pierna izquierda y ató otra liana a su alrededor. Después, hizo lo mismo con la derecha. Cuando aseguró las dos, repitió la operación con ambos brazos.
Retrocedió, jadeando, mientras echaba un vistazo. Alby estaba colgado, aparentemente sin vida, un metro más alto de lo que estaba hacía cinco minutos.
Ruidos metálicos en el Laberinto. Zumbidos. Murmullos. Quejidos. Thomas creyó ver un par de destellos rojos a su izquierda. Los laceradores estaban acercándose y ahora estaba claro que había más de uno.
Volvió a ponerse manos a la obra. Utilizó consigo el mismo método que había usado para subir los brazos y las piernas de Alby un metro más arriba y, poco a poco, fue avanzando por la pared de piedra. Trepó hasta que estuvo justo debajo del cuerpo, se enrolló una liana alrededor del pecho para sujetarse, luego empujó a Alby todo lo que pudo, extremidad por extremidad, y las ató con la hiedra. Después, repitió el proceso entero.
«Sube, enrolla, empuja, ata. Sube, enrolla, empuja, ata». Al menos, los laceradores parecían moverse despacio por el Laberinto, lo que le daba más tiempo.
Poco a poco, iban subiendo cada vez más. El esfuerzo era agotador; a Thomas le costaba respirar y notaba que el sudor le cubría cada centímetro de la piel. Las manos empezaron a resbalársele de la enredadera. Los pies le dolían de apretar contra las grietas en la piedra. Los sonidos se intensificaban; aquellos horribles sonidos. Aun así, Thomas seguía avanzando.
Cuando llegaron a unos diez metros por encima del suelo, Thomas se detuvo, se balanceó en la liana que se había enrollado alrededor del pecho y se dio la vuelta hacia el Laberinto, usando sus brazos cansados y flexibles. Un agotamiento que no habría creído posible inundaba cada diminuta partícula de su cuerpo. Le dolía todo del cansancio y sus músculos lo expresaban a gritos. No podía empujar a Alby ni un centímetro más. Ya había acabado.
Allí se esconderían. U opondrían resistencia.
Sabía que no podían llegar arriba del todo; sólo esperaba que los laceradores no pudieran mirar o que no miraran por encima de ellos. O, al menos, esperaba poder vencerlos desde allí arriba, uno a uno, en vez de que le arrollaran todos en el suelo. No tenía ni idea de lo que se le avecinaba, no sabía si estaría vivo al día siguiente. Pero allí, colgados de la enredadera, Thomas y Alby se enfrentarían a su destino.
Pasaron unos minutos más antes de que Thomas viera el primer rayo de luz brillar en las paredes del Laberinto que tenía enfrente. Los terribles sonidos que había oído intensificarse durante la última hora se convirtieron en un chirrido agudo mecánico, como el grito de muerte de un robot.
Una luz roja a su izquierda atrajo su atención. Al volverse, estuvo a punto de pegar un chillido; había una cuchilla escarabajo a tan sólo unos centímetros de él, con sus patas largas y flacas asomando por entre la hiedra y, de alguna forma, enganchadas a la piedra. La luz roja de su ojo era como un pequeño sol, demasiado brillante para mirarla directamente. Thomas entrecerró los ojos e intentó centrarse en el cuerpo del escarabajo.
El torso era un cilindro plateado de unos siete centímetros de diámetro y veinticinco de largo. Doce patas articuladas le recorrían la parte trasera y se extendían de tal modo que aquella cosa parecía un lagarto dormido. La cabeza no resultaba visible porque el rayo de luz roja apuntaba en su dirección, aunque parecía pequeña; tal vez le sirviera únicamente para ver.
Pero, en ese momento, Thomas vio la parte más escalofriante. Creía haberla visto antes, en el Claro, cuando la cuchilla escarabajo había pasado a toda prisa por delante de él hacia el bosque. Ahora lo confirmaba: la luz roja de su ojo proyectaba un espeluznante resplandor sobre cinco letras mayúsculas que le cubrían el torso, como si las hubiesen escrito con sangre:
CRUEL
Thomas no podía imaginarse por qué estaba estampada esa única palabra en la cuchilla escarabajo, a menos que su función fuera indicar a los clarianos que era mala. Cruel.
Sabía que tenía que ser una espía de quienquiera que les hubiese enviado allí. Alby le había contado que los creadores utilizaban a los escarabajos para observarles. Thomas no hizo ningún ruido y aguantó la respiración con la esperanza de que el escarabajo sólo detectara el movimiento. Los segundos pasaron lentamente mientras sus pulmones ansiaban el aire.
Con un chasquido y luego un ruido seco, el escarabajo se dio la vuelta y se marchó correteando, desapareciendo entre la hiedra. Thomas cogió una gran bocanada de aire, después otra y notó que la enredadera le apretaba alrededor del pecho.
Otro chillido metálico se oyó en el Laberinto, esta vez más cerca, seguido de una oleada de maquinaria acelerada. Thomas intentó imitar el cuerpo inanimado de Alby, que colgaba fláccido en la enredadera.
Y, entonces, algo dobló la esquina de enfrente y avanzó hacia ellos. Algo que había visto antes, pero a través de la seguridad de un grueso cristal. Algo indescriptible.
Un lacerador.
Thomas se quedó mirando aterrorizado la criatura monstruosa que se abría camino por el pasillo del Laberinto.
Parecía un experimento que hubiera salido fatal, algo sacado de una pesadilla. Parte animal, parte máquina, el lacerador rodaba y chasqueaba por el suelo de piedra. Su cuerpo era similar al de una babosa enorme, con un poco de pelo y brillante por la baba, que se hinchaba y desinflaba de forma grotesca al respirar. No se le distinguía ninguna cabeza ni ninguna cola, pero de delante a atrás mediría al menos unos dos metros de largo y más de uno de grosor.
Cada diez o quince segundos, unos pinchos afilados de metal salían de su carne bulbosa y toda la criatura se convertía de repente en una bola que giraba hacia delante. Después, se acomodaba y parecía orientarse, y los pinchos volvían a hundirse en su piel húmeda con el nauseabundo sonido de un sorbo. Hizo lo mismo una y otra vez, desplazándose sólo unos pasos en cada ocasión.
Pero el pelo y los pinchos no eran lo único que sobresalía del cuerpo del lacerador. Había varios brazos mecánicos colocados aquí y allá, al azar, cada uno con una función distinta. A algunos les acompañaban unas luces brillantes. Otros tenían largas agujas amenazadoras. Uno tenía una zarpa de tres dedos que se abría y se cerraba sin ninguna razón aparente. Cuando la criatura rodaba, estos brazos se plegaban y maniobraban para evitar quedar aplastados. Thomas se preguntó qué —o quién— podría crear unas criaturas tan espantosas y repugnantes.
La fuente de los ruidos que había estado oyendo ahora tenía sentido. Cuando el lacerador rodaba, emitía un chirrido metálico, como la hoja giratoria de una sierra. Los pinchos y los brazos explicaban los escalofriantes chasquidos: era el metal contra el metal. Pero nada le ponía más los pelos de punta a Thomas que los angustiosos gemidos mortales que se le escapaban a la criatura cuando se quedaba quieta, parecidos a los sonidos de un hombre agonizante en el campo de batalla.
Ahora que lo veía todo en conjunto —la bestia y los sonidos—, Thomas no pudo pensar en una pesadilla que igualara la horrible cosa que se acercaba a él. Combatió el miedo, obligó a su cuerpo a permanecer totalmente inmóvil, colgando de la enredadera. Estaba seguro de que la única posibilidad de salir vivos era que no advirtieran su presencia.
«Quizá no nos vea —pensó—. Sólo quizá». Pero la realidad de la situación se hundía como una piedra en su estómago. La cuchilla escarabajo ya había revelado su posición exacta.
El lacerador rodó y avanzó entre chasquidos, zigzagueando hacia delante y hacia atrás, gimiendo y chirriando. Cada vez que se paraba, desplegaba sus brazos metálicos y giraba a un lado y a otro, como un robot errante en un planeta extraño, buscando señales de vida. Las luces proyectaban unas sombras inquietantes por el Laberinto, Un vago recuerdo intentó escaparse de la caja cerrada que se hallaba en su memoria: cuando era niño, las sombras en las paredes le asustaban. Deseó volver a dondequiera que pasase aquello, correr hasta la madre y el padre que esperaba que aún estuvieran vivos, en algún sitio, echándole de menos, buscándole.
Un fuerte olor a quemado le irritó las fosas nasales; una repugnante mezcla de motores recalentados y carne chamuscada. No podía creer que hubiera gente capaz de crear algo tan horrible para perseguir a unos chavales.
Thomas trató de no pensar en ello; cerró los ojos un momento y se concentró en permanecer quieto y callado. La criatura seguía acercándose.
Zzzzzzzzzzummm.
Clic-clic-clic.
Zzzzzzzzzzummm.
Clic-clic-clic…
Thomas miró hacia abajo sin mover la cabeza. Finalmente, el lacerador había llegado a la pared donde Alby y él estaban colgados. Se detuvo junto a la puerta cerrada que daba al Claro, tan sólo a pocos metros a la derecha de Thomas.
«Por favor, vete para el otro lado», suplicó Thomas en silencio.
«Date la vuelta». «Vete».
«Por ese lado».
«¡Por favor!».
Los pinchos del lacerador salieron y su cuerpo rodó hacia Thomas y Alby.
Zzzzzzzzzummm.
Clic-clic-clic…
Se detuvo y luego rodó una vez más, directo a la pared.
Thomas aguantó la respiración, sin atreverse a hacer el más mínimo sonido. El lacerador ahora estaba justo debajo de él. Thomas tenía muchísimas ganas de mirar hacia abajo, pero sabía que cualquier movimiento le delataría. Los rayos de luz que provenían de la criatura iluminaban toda la zona, totalmente al azar, sin permanecer mucho tiempo en un sitio.
Entonces, sin previo aviso, se apagaron.
El mundo se quedó a oscuras y en silencio. Era como si la criatura se hubiera apagado. No se movía, no hacía ningún ruido; hasta los gemidos inquietantes habían cesado por completo. Y sin luz, Thomas no podía ver nada en absoluto. Estaba ciego.
Tomó un poco de aire por la nariz, puesto que su corazón bombeante necesitaba oxígeno con urgencia. ¿Le oía? ¿Le olía? Tenía el pelo, las manos, la ropa, todo empapado de sudor. Un miedo hasta ahora desconocido le invadió hasta el punto de la locura.
Aun así, nada. No había ningún movimiento, ninguna luz, ningún sonido. El hecho de intentar adivinar su próximo movimiento estaba matando a Thomas.
Pasaron segundos. Minutos. La planta filamentosa se clavaba en la piel de Thomas y el pecho se le estaba entumeciendo. Quería gritarle al monstruo que tenía debajo: «¡Mátame o vuelve a tu escondite!».
Luego, con un repentino estallido de luz y sonido, el lacerador volvió a la vida, zumbando y emitiendo chasquidos.
Y entonces empezó a subir por el muro.
Los pinchos del lacerador se hundieron en la roca, lanzando trozos de hiedra y piedrecitas en todas las direcciones. Sus brazos se movieron como las patas de la cuchilla escarabajo, algunos con púas afiladas que se metían en la piedra del muro para sujetarse. Una luz brillante en la punta de una de las armas apuntó directamente a Thomas, sólo que esta vez el haz de luz no se apartó.
Thomas sintió cómo la última pizca de esperanza abandonaba su cuerpo. Sabía que la única opción que le quedaba era correr.
«Lo siento, Alby», pensó mientras desenrollaba la gruesa enredadera de su pecho. Usó la mano izquierda para agarrarse con firmeza al follaje sobre su cabeza y terminó de desengancharse para empezar a moverse. Sabía que no podía subir, pues llevaría al lacerador hacia Alby. Y bajar era, por supuesto, la mejor opción si quería morir lo antes posible. Tenía que ir de lado.
Thomas alargó la mano para coger una liana a medio metro a la izquierda de donde estaba colgado. Se la enrolló en la mano y estiró muy fuerte. Estaba bien sujeta, como las otras. Con un vistazo rápido hacia abajo, vio que el lacerador había reducido a la mitad la distancia que les separaba y ahora se estaba moviendo rápido, sin pausas ni paradas.
Thomas soltó la cuerda que le rodeaba el pecho y se arrastró a la izquierda, rozando la pared. Antes de que su balanceo oscilante le devolviera a donde estaba Alby, cogió otra enredadera bien gruesa. Esta vez se agarró con las dos manos y se dio la vuelta para plantar los talones en el muro. Arrastró el cuerpo hacia la derecha tanto como la planta le permitió; luego, se soltó y cogió otra. Después, otra. Como un mono trepador, Thomas se encontró moviéndose más rápido de lo que jamás se hubiera imaginado.
Los sonidos de su perseguidor continuaron sin cesar, sólo que ahora los acompañaban los chasquidos espeluznantes de la piedra que se desprendía. Thomas se balanceó hacia la derecha varias veces más antes de atreverse a volver la vista.