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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El Cid (6 page)

BOOK: El Cid
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Mi señor Rodrigo parecía disfrutar con aquella fiesta. De vez en cuando yo me acercaba hasta la borda de la barca real por ver si necesitaba alguna cosa, pero aunque su rostro denotaba alegría y satisfacción, no en vano era el invitado de un rey, en el fondo de su mirada todavía parecían estar vivas las escenas de combate vividas en la batalla de Graus.

Regresamos a Castilla iniciada la primavera, por la misma ruta que habíamos seguido dos meses antes, pero ahora con dos docenas de corceles de la mejor raza árabe y varios cofres cargados de regalos del rey de Zaragoza para nuestro señor el rey Fernando. En Soria nos desviamos hacia el este, siguiendo el curso del Duero, que nos llevaría por el Mondego hasta Coimbra, por un paisaje de trigales rodeados de parameras con las cimas verdeantes por las primeras lluvias de primavera y de las laderas blanquecinas por la tierra estéril de los carcavones.

Cuando llegamos a Coimbra, el cerco continuaba como el primer día. Las jornadas fueron pasando y Rodrigo, que echaba de menos la batalla tras su primera lid en Graus, estaba cada vez más aburrido. Aunque se tomaba sus turnos de guardia con gran atención (don Sancho le había encomendado la jefatura de un escuadrón de treinta guerreros y la vigilancia de una de las dos puertas más próximas al cauce del río), cuando regresaba a su tienda, acabado su turno, se tumbaba en el catre y leía algún capítulo de una vieja crónica sobre los jueces de Castilla, uno de los cinco libros que tenía en su casa de Vivar y que casi sabía de memoria. Otras veces, cuando su fogosa naturaleza le obligaba a ello, montaba en su corcel de combate y, para que éste no perdiera su forma, cabalgaba hacia el sur, como queriendo penetrar más y más en territorio musulmán atendiendo a una irrefrenable llamada interior que lo empujara al corazón de las tierras de al-Andalus.

Un día regresó cuando ya había anochecido, con el cuerpo empapado en sudor y cubierto por el polvo amarillento de los caminos.

—No deberíais alejaros tanto del campamento sin protección; podría sorprenderos alguna partida de sarracenos y daros muerte. Es muy peligroso —le dije.

—Hoy he recorrido varias millas hacia el sur, hasta una ciudad en ruinas entre las que todavía están en pie parte de sus murallas y varias columnas. Allí, sentado sobre un pedestal de mármol, me ha estremecido la futilidad de esta vida a la vista de templos un día soberbios y hoy arrumbados, de murallas descarnadas otrora orgullosas pero ya desprovistas de sus sillares, de grandes mansiones en otro tiempo ricas y lujosas, cubiertas de maleza, y de las antaño grandes avenidas empedradas que no son ahora sino sendas cubiertas de zarzas y tomillos. Una vida no es nada, Diego, no es nada.

—Salvo que sea la propia —le dije.

Rodrigo me miró con sus ojos profundos y serenos, alargó su mano y tocó mi cabeza sutilmente.

—Eres un buen muchacho. Creo que es hora de cenar, tengo mucho apetito.

Ordené a uno de los criados que le sirviera la cena a Rodrigo en el interior de la tienda y a otro que desensillara al caballo y le diera una buena ración de alfalfa fresca. Yo recogí su equipo de montar y sus armas y los coloqué sobre una banqueta al lado del catre en el que dormía. Esperé a que terminara de cenar y lo vi recostarse mientras bisbisaba quedamente algunas palabras que no acerté a entender. Instantes después me acerqué y lo arropé con su manto de lana; Rodrigo ya dormía, y su respiración acompasada y profunda denotaba su ánimo sereno y su espíritu en calma.

Los días transcurrían iguales unos a los otros. Al final del invierno templado y húmedo de Coimbra, tan distinto al frío acerado de mi tierra burgalesa, le sucedió una primavera suave y lluviosa. A mediados de mayo nuestras provisiones comenzaron a escasear y el rey envió un batallón de caballería para recoger un convoy de alimentos de la fortaleza de Zamora, donde se había establecido la primera base de la retaguardia.

El asedio se extendía ya por tiempo de cuatro meses, de los que nosotros habíamos faltado los dos que estuvimos en la campaña de Graus, y nada hacía presagiar que los de Coimbra estuvieran dispuestos a rendirse. Alguien hizo correr el rumor de que un ejército musulmán se acercaba desde Badajoz para ayudar a los sitiados y para obligar a don Fernando a levantar el asedio. Nuestro rey estaba convencido de que el reyezuelo de Badajoz ni tenía arrestos para reclutar un ejército que pudiera oponerse al nuestro con ciertas posibilidades de victoria ni que fuera siquiera capaz de atreverse a ello, pero, a pesar de todo, envió a Rodrigo al frente de un escuadrón de caballería hacia el sureste para comprobar el rumor.

Rodrigo me pidió que lo acompañara en esa expedición, me proporcionó un caballo y me dijo:

—Tu mula es una buena montura para viajar, pero en una misión como ésta necesitas un caballo.

Y en verdad que sentí dejar a mi mula, porque habituado a su paso firme y seguro, cabalgar sobre un caballo de combate me parece uno de los peores suplicios a los que se puede someter a un hombre, tanto que nunca he llegado a acostumbrarme del todo, y a pesar de que en muchas ocasiones he tenido que hacerlo, siempre que he podido he optado por montar sobre una mula, menos noble y postinera quizá pero mucho más confortable que la incómoda elegancia del caballo.

Durante tres días cabalgamos hacia el sureste guiados por unos mozárabes que vivían en un arrabal de Coimbra y que se habían unido al ejército cristiano en cuanto nos presentamos ante las murallas de su ciudad. Pese a que en muchas facetas su modo de vida era más próximo al de los musulmanes que al de los cristianos, seguían profesando la religión de Cristo y nos ayudaron cuanto pudieron.

El jefe de su comunidad, un mercader que ejercía como obispo, nos condujo por un camino que serpenteaba entre valles y colinas cubiertas de bosques, a través de la región al sureste de Coimbra, hasta que llegamos al curso del río Tajo. Cuando nos dijeron que era el río que bañaba muchas millas aguas arriba la ciudad de Toledo, todos sentimos una profunda sensación. Y no faltaron quienes medio en broma medio en serio, propusieron a Rodrigo seguir su cauce hasta avistar Toledo, conquistarla y entregarla a don Fernando antes de que éste hubiera podido ocupar Coimbra.

—Si ese ejército viene desde Badajoz, creo que seguirá este camino. Aquí está el vado más seguro de todo el río. Sólo existe un lugar mejor para cruzarlo: el puente de Alcántara —dijo nuestro guía.

—¿Dónde queda Alcántara? —preguntó Rodrigo.

—Unas cien millas aguas arriba.

—¡Cien millas!; eso nos llevaría al menos cinco días de marcha.

—¡No estaréis pensando en ir hasta Alcántara! —se sorprendió el obispo mozárabe, que sin duda recelaba de Rodrigo, a quien veía demasiado joven como para encabezar una patrulla.

—Por supuesto que sí, y lo haremos en tres jornadas —sentenció Rodrigo.

De inmediato, ordenó a su segundo que se quedara seis días vigilando el vado en aquel lugar y que si al cabo de ese tiempo no tenía noticias suyas ni antes había visto a ningún ejército avanzar hacia Coimbra, regresara al campamento del rey don Fernando y le diera cuenta de la situación. Lo dejó al mando de la mitad del escuadrón y la otra mitad partimos al galope hacia Alcántara.

Recorrimos las cien millas en poco más de dos días y medio, sin detenernos para otra cosa que comer, dormir y aguardar a que nuestros caballos tomaran algún respiro. Siguiendo el curso del Tajo por su orilla izquierda, vadeamos varios ríos, algunos muy caudalosos en aquellos días de primavera, y alcanzamos Alcántara a mediodía. Es una ciudad pequeña pero bien pertrechada y debe su nombre al puente romano que alza sus piedras majestuosas sobre las aguas del Tajo. Alguien debió de advertir a los de Alcántara de nuestra presencia, porque salió a nuestro encuentro un grupo de unos treinta jinetes dispuestos a presentarnos batalla. Nosotros sólo éramos quince, pero cuando los caballeros se aprestaban a la lucha, Rodrigo les ordenó que se detuvieran. Estábamos en el borde de un amplio llano con las espaldas protegidas por un bosquecillo de alcornoques y frente a nosotros, a unos quinientos pasos, el grupo de jinetes musulmanes. Rodrigo se adelantó sobre el resto de nosotros como desafiándolos, y de entre las filas de los de Alcántara avanzó uno de sus soldados, quien mostró su lanza a Rodrigo. Mi señor se ajustó los guantes y el yelmo, enristró la lanza y cargó contra el que había respondido a su reto.

Pude oír cómo uno de los caballeros decía a otro que Rodrigo estaba demostrando mucho valor, pero que con su montura tan cansada tras los dos días y medio de rápido viaje no tenía ninguna posibilidad de victoria.

Se equivocó. El de Vivar desvió la lanza del paladín musulmán con su escudo y tuvo tiempo para clavar la suya en el cuello de su adversario. Dos jinetes más cayeron, uno tras otro, alanceados por Rodrigo antes de que abandonaran el campo tras recoger sus cadáveres.

—Magnífica victoria, Rodrigo —le gritó uno de nuestros caballeros.

—No ha sido demasiado complicada; esos hombres apenas sabían luchar. Dudo siquiera que fueran verdaderos soldados. Si lo hubieran sido, nos habrían presentado batalla, y aun doblándonos en número no lo han hecho.

—Con todo, vuestra victoria ha sido magnífica —insistió el caballero, un joven leonés hijo de uno de los principales magnates de la corte de don Fernando.

Los de Alcántara debieron de creer que éramos la avanzadilla de un ejército, pues se refugiaron tras sus murallas, cerraron las puertas y apostaron centinelas en lo alto de las torres.

Durante tres días vigilamos la ciudad, dejándonos ver en grupos de siete u ocho, agitando grandes banderas que habíamos fabricado con las mantas de viaje, hasta que comprobamos que no había ningún ejército musulmán presto a cruzar por el puente hacia Coimbra. Regresamos a nuestro punto de partida, siempre en dirección oeste, siguiendo la línea del sol hacia poniente, y vislumbramos los muros de Coimbra al atardecer de la cuarta jornada de camino.

Esa misma mañana había llegado la otra mitad del escuadrón, la que se había quedado en el vado del Tajo. Rodrigo informó al rey de lo que había observado y de que no había a la vista ni noticia ni rastro alguno de un ejército musulmán de socorro.

—En ese caso, Coimbra será pronto nuestra —se limitó a decir don Fernando.

Y así fue. Acabada la primavera, los de Coimbra solicitaron la paz y pidieron un plazo de quince días antes de rendirse, lo que harían si nadie acudía en su ayuda para entonces. Prometieron por su dios que entregarían la ciudad sin luchar y a cambio sólo reclamaron algunas provisiones.

Don Fernando accedió y les entregó una carreta con sacas de harina, cántaras de aceite y talegas de habas y arvejas. La ayuda que esperaban los de Coimbra no llegó, pero cumplido el plazo, animados por las provisiones recibidas, tampoco se rindieron.

Ante el engaño, el rey Fernando estalló en cólera. Su rostro, rojo como las cerezas, parecía el de un dios tronante dispuesto a engullir el mundo. Ordenó que todos los soldados se vistieran con el equipo de combate para lanzarse al asalto de la ciudad. El príncipe Sancho se alegró por la decisión de su padre; un carácter tan vital como el suyo comenzaba a sentir hastío de tantos meses inactivo, y aunque algunos magnates comentaron que sería más prudente esperar a la rendición de la ciudad, las tropas leonesas y castellanas iniciaron el asalto el día 9 de julio.

En aquellos años, las máquinas de asedio a las fortalezas no eran tan eficaces como las que existen desde que los ingenieros franceses fabricaron las que sirvieron para conquistar Jerusalén, y ganar una ciudad al asalto, si estaba bien amurallada, era harto difícil; pero nuestro ejército era muy numeroso y bien pertrechado y los de Coimbra habían perdido toda esperanza de victoria. Decenas de escalas se apoyaron simultáneamente sobre los merlones y por ellas fueron ascendiendo centenares de soldados. Cogidos por sorpresa, pues los defensores de la ciudad no esperaban un ataque de semejante magnitud en un viernes, el día sagrado de los musulmanes, la guarnición de la muralla fue desbordada tras varios intentos de asalto. Rodrigo Díaz fue uno de los primeros en escalar hasta las almenas. Ocupadas las murallas, la ciudad estaba perdida y el gobernador musulmán no tardó en rendir la plaza.

El rey don Fernando esperó dos días, hasta el domingo, nuestro día sagrado, para tomar posesión triunfante de la ciudad. A la vez que el monarca castellano entraba en Coimbra vestido con un manto de seda rojo con castillos y leones bordados en oro, vi salir hacia el sur a los musulmanes derrotados, caminando desconsolados con los ojos enrojecidos por el llanto.

En la mezquita mayor de la ciudad se había almacenado el botín amontonado en decenas de arcones repletos de telas de seda, lino y terciopelo, bandejas de plata y bronce repujadas, magníficas arquetas de marfil y maderas, preciosas jarras de latón y de cristal, gabanes de fino cuero, alfombras de lana y sacas llenas de monedas que se repartieron siguiendo el porcentaje legal entre todos los combatientes.

Unas cuantas semanas más tarde, ya de regreso en Castilla, nos enteramos de que una confederación de caudillos cristianos había tomado, apenas un mes más tarde de lo de Coimbra, la ciudad de Barbastro, una de las más importantes fortalezas de la frontera norte del reino zaragozano de los Banu Hud. Todos los que lo habíamos conocido durante la campaña de Graus estábamos convencidos de que al-Muqtádir no tardaría mucho tiempo en intentar recuperar esa ciudad.

El regreso a Castilla fue triunfal. En todas las aldeas, villas y ciudades por las que pasamos se nos requirió para que contáramos lo que había sido la campaña de Coimbra, la primera gran ciudad de al-Andalus que los cristianos habíamos sometido. Claro que unos pocos años antes los navarros habían ocupado Calahorra, pero esa vieja ciudad romana era un campo de ruinas y lo que el rey de Pamplona presentó entonces como una gran conquista no fue sino la mera ocupación de unos solares vacíos. Pero Coimbra, una de las mayores ciudades de al-Andalus, era ya cristiana y su mezquita había sido consagrada como catedral; por aquella victoria, nuestro rey don Fernando comenzó a ser llamado el Grande.

Las hazañas de Rodrigo corrieron de boca en boca por toda la corte. El rey y su hijo don Sancho las tomaron muy en cuenta pero no quisieron significar a Rodrigo sobre los demás caballeros, pues la alta nobleza seguía considerándose muy por encima de los infanzones, desconfiaba de cualquiera de ellos que destacara y seguía teniendo un enorme poder.

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