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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El Cid (9 page)

BOOK: El Cid
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—Sus majestades el rey don Sancho de Pamplona, hijo del rey don García, y el rey don Sancho de Castilla, hijo del rey don Fernando, exigen para sí la villa de Pazuengos. Como quiera que ninguno de los dos renuncia a los derechos que reclama… —el juez hizo un alto para mirar a los dos reyes, que asintieron con la cabeza—, la posesión de Pazuengos se dilucidará en una ordalía. Majestades, presentad a vuestros caballeros, que sean de una edad similar y de características semejantes.

Un noble de la corte de Pamplona se adelantó desde la tribuna de su rey y gritó:

—Su majestad don Sancho, rey de Pamplona, de Nájera y de la Rioja, presenta a don Jimeno Garcés de Azagra, alférez real.

—¡Dios santo, es el mejor soldado de Navarra! —oí exclamar a uno de los caballeros castellanos.

En el campo apareció un formidable jinete, vestido con cota de malla y loriga, sobre un magnífico corcel de pelo negro y crines brillantes como ala de cuervo.

—Su majestad don Sancho, rey de Castilla, presenta a don Rodrigo Díaz de Vivar, portaestandarte real —gritó el portavoz de don Sancho.

En el otro extremo del campo apareció Rodrigo sobre su caballo zaino, el mismo con el que había peleado en la batalla de Graus y ante los muros de Coimbra.

Los dos caballeros se acercaron hasta el juez de Nájera, que iba a ser el árbitro de aquella lid, y saludaron a sus respectivos monarcas. El juez comprobó que ambos lidiadores eran de complexión semejante y que, pese a ser Rodrigo diez o doce años más joven, reunían los requisitos para la pelea.

—Ya sabéis las reglas, caballeros, el combate durará hasta que uno de los contendientes se rinda… o hasta que muera. Ocupad vuestro lugar y que Dios os asista en justicia.

Los dos campeones se dirigieron a los postes que se les habían asignado y ambos se colocaron la celada. La del caballero navarro era un yelmo de hierro casi cilíndrico, con la cimera ligeramente curvada y rematada por un penacho de plumas teñidas de rojo, tal vez de un gavilán. Rodrigo cubría su cabeza con su casco cónico de combate, sin otro adorno que una cinta azul cosida en la parte posterior que protege la nuca.

Cuando le ajusté las correas que le sujetaban el yelmo al cuello contemplé por un instante sus ojos; estaban tan tranquilos y serenos como si en vez de acudir al encuentro con la muerte, saliera a dar un apacible paseo por sus campos de Vivar cualquier mañana de otoño. Creo que si su contrincante hubiera podido mirarlo en ese momento a los ojos, se hubiera rendido sin condiciones.

—Ese caballero navarro es un luchador prodigioso; ha vencido en dieciséis torneos y nunca ha sido derrotado —me dijo uno de los criados durante la tensa espera a que el juez diera orden de comenzar el combate.

—No te preocupes, nuestro señor lo vencerá —aseguré con todo el convencimiento que pude.

El juez de Nájera alzó su brazo derecho, en cuya mano sostenía un pañuelo rojo, y lo bajó de golpe dando por iniciado el combate. Rodrigo espoleó a su caballo, enristró la lanza y, acoplado sobre su montura como una mano en un guante, cargó al galope. El encontrón de los dos jinetes fue tremendo. Las dos lanzas se quebraron a la par al chocar contra el escudo del contrario, pero ambos caballeros lograron mantenerse sobre sus monturas. Volvieron a una segunda carga, ahora con las espadas desenvainadas y asestando terribles golpes sobre los escudos. El navarro lidiaba con bravura, pero desde mi situación en uno de los extremos del palenque pude contemplar con cierta claridad que en la furia despiadada de sus envites dejaba su flanco derecho un tanto desprotegido. Rodrigo aguantaba con fuerza, aunque sin derrochar la vehemencia del campeón navarro, dejando que éste llevara la iniciativa, pero repeliendo cada uno de sus golpes, estudiando con frialdad el momento adecuado para contraatacar. Las espadadas de Jimeno Garcés eran terribles, de una violencia tal que sólo un caballero de la firmeza de Rodrigo era capaz de resistir.

Durante algún tiempo los dos jinetes pelearon a lomos de sus monturas, hasta que la de Jimeno Garcés mostró cierta debilidad en el corvejón y dobló los cuartos traseros. El de Azagra desmontó y se aprestó a luchar pie a tierra. Rodrigo, como dictan las leyes de la lidia, también saltó a tierra y se colocó en guardia, con las piernas ligeramente flexionadas, esperando la acometida del navarro, que no se hizo esperar. Una y otra vez los golpes de Jimeno Garcés fueron esquivados o bloqueados por Rodrigo, que se movía de manera muy segura, siempre atento a las embestidas de su oponente.

Tras los primeros gritos y la algarabía del encontronazo con las lanzas, se hizo un profundo silencio en el palenque, sólo roto por el chocar metálico de las espadas y el jadeo constante de los dos combatientes. Desde las tribunas, los dos reyes contemplaban el combate sin perder detalle, en ello sólo les iba el dominio de una pequeña villa como Pazuengos, pero quién sabe si después el de toda la Rioja.

Transcurrido un tiempo, observé que los golpes del navarro perdían contundencia. Y mi señor Rodrigo también se percató de ello, pues, tras un buen rato a la defensiva, pasó al ataque mediante un par de esas fintas que tantas veces había practicado de niño con su padre. El navarro, cansado y desalentado quizá de que todas sus acometidas se hubieran saldado en fracaso, dejó un hueco en su flanco derecho y Rodrigo aprovechó para lanzar una estocada, que aunque no llegó a herir, le causó un profundo dolor y sobre todo puso de manifiesto los puntos débiles del de Azagra. Rodrigo tomó la iniciativa, y cada uno de sus golpes dejaba más a las claras las dificultades del navarro para recuperarse.

En el palco de los castellanos comenzaron a proferirse gritos de ánimo hacia Rodrigo; el propio don Sancho se inclinó hacia adelante, asiendo con fuerza la valla que protegía la tribuna. Por el contrario, en el palco de los navarros, y pasados los primeros momentos de euforia, cundía el desasosiego.

No obstante, Jimeno Garcés hizo acopio de sus últimas fuerzas y lanzó un desesperado ataque sobre Rodrigo; pero el señor de Vivar no había bajado la guardia en ningún momento y con una nueva finta eludió la carga del navarro, que no pudo recuperar su posición de defensa antes de que con un mandoble de abajo arriba Rodrigo le clavara la espada en la axila derecha.

El de Azagra gritó de una manera espantosa, pues la estocada de Rodrigo le había penetrado casi hasta la base del cuello, se tambaleó como un borracho, dio dos pasos hacia adelante y cayó de bruces sobre el suelo. Un gran charco de sangre empapó enseguida la arena amarilla.

Los castellanos prorrumpieron en gritos de júbilo y el juez de Nájera, tras cerciorarse de la muerte de Jimeno Garcés, proclamó que el vencedor era don Rodrigo Díaz de Vivar y que Pazuengos era de Castilla.

Don Sancho creyó que tras la lid de Pazuengos, que tanto impresionó a los navarros, la cuestión de la Rioja quedaría en calma… por el momento. Pero si así lo supuso, se equivocó. Don Sancho de Pamplona no era probablemente un gran rey, y además tenía muchos problemas en su reino, en el que cada noble era un conspirador, pero era nieto de Sancho el Mayor y algo de su energía brotaba de sus entrañas. Sancho de Pamplona no había digerido la derrota de Pazuengos y Sancho de Aragón, un joven aguerrido e impetuoso, ardía en deseos de vengar la muerte de su padre, el rey Ramiro, en Graus. Además, ambos tenían apetencias por los tributos y parias del reino musulmán de Zaragoza. Así, con semejante confluencia de intereses, la alianza de ambos monarcas en contra del rey de Castilla era sólo cuestión de oportunidad y de tiempo.

A principios de marzo de 1067 el rey de Castilla aguardaba en Burgos la llegada de los tributos del de Zaragoza, que el año anterior no se habían pagado. Hacía un par de meses que don Sancho había enviado una embajada a Zaragoza reclamando las parias, y el rey al-Muqtádir, tal vez envalentonado por su victoria en Barbastro, había devuelto a los nuncios castellanos con las manos vacías, dándoles largas aunque después de dispensarles un trato amable.

Don Sancho no lo pensó dos veces: convocó a la hueste en Burgos y, sin apenas tiempo para otra cosa que aparejar los caballos, se puso en marcha hacia Zaragoza. De nuevo en campaña, ese iba a ser el sino de Rodrigo durante toda su vida, asediamos Zaragoza en la primavera, pero sus murallas eran demasiado imponentes como para que nuestras modestas máquinas de asalto pudieran batirlas y tampoco disponíamos del número suficiente de soldados como para evitar que pudieran recibir suministros. No obstante, lanzamos decenas de piedras al interior de la ciudad con nuestras catapultas y sin duda que causamos cierto desasosiego, pues tras varios días de sitio vino a nosotros una delegación zaragozana.

La encabezaba un viejo visir medio ciego al que acompañaban dos soldados que identifiqué como de la guardia real, pues vestían el mismo uniforme que lucieran cuatro años atrás cuando combatimos a su lado en Graus.

—Su majestad al-Muqtádir saluda al poderoso señor rey de Castilla y le ofrece su amistad —dijo el visir ante la presencia de don Sancho, a cuya derecha estaba Rodrigo portando el estandarte real castellano.

—Un amigo cumple con sus compromisos, y vuestro rey no ha pagado el tributo que nos debe.

—Se os pagará, pero a cambio pide que levantéis el asedio a Zaragoza.

—Lo haremos, en cuanto esté aquí el dinero —sentenció don Sancho.

—Mi señor os lo hará llegar cuando vuestro ejército haya salido de sus dominios.

—¡Ni hablar! Estoy harto de tantas promesas incumplidas. Decidle a vuestro rey que si dentro de tres días no nos ha entregado cuanto nos debe, asaltaremos esa maldita ciudad y no quedará piedra sobre piedra de ella.

Don Sancho temblaba como un poseso y su rostro estaba rojo como un atardecer de verano. Sus ojos reflejaban la famosa ira real de los descendientes de Sancho el Mayor.

Cuando el visir se alejó, Rodrigo le dijo al rey:

—Majestad, no disponemos de las fuerzas necesarias para lanzar un asalto.

—Ya lo sé, Rodrigo, ya lo sé, pero ¿qué otra cosa podía hacer?

—Retarlos a un duelo.

—¿Te refieres a un combate como el de Pazuengos?

—A eso me refiero. Decidle a al-Muqtádir que vuestras diferencias se saldarán en el campo del honor: su mejor campeón contra el mejor de los vuestros. Si ganan ellos, levantaremos el asedio; pero si vencemos nosotros, además del tributo debido deberán comprometerse a juraros vasallaje y a pagar parias anuales por ello.

—Tú eres nuestro mejor guerrero.

—Si vos lo decís…

Don Sancho parlamentó con el visir de nuevo y le transmitió la propuesta de un combate entre dos campeones. Pocas horas después, el visir regresaba a nuestro campamento con la aceptación por al-Muqtádir de todas las condiciones.

El palenque se estableció en un recinto alargado que llaman la
exarea
, donde los musulmanes celebran ciertas manifestaciones festivas. Era un amplísimo campo de arena rodeado de un muro de mampuesto, obra muy antigua sin duda, en uno de cuyos lados había varias gradas a las que se había arrancado su revestimiento de losas de mármol.

Vestimos a Rodrigo para el combate como en Pazuengos, y de nuevo pude ver sus ojos serenos cuando le ajusté la celada.

En el otro lado del palenque apareció el campeón musulmán. Era un gigantesco guerrero de Medinaceli, llamado Fariz, que cubría su cabeza con un turbante de tafetán rojo. Cuando se lo quitó para ajustarse la celada, su cabeza apareció totalmente rapada, lo que le confería un fiero aspecto. Según decían, era el mejor luchador musulmán, sobre todo cuando usaba su látigo, que siempre portaba recogido en el costado izquierdo. Y en verdad que lo parecía, pues su elevada estatura (sería casi una cabeza más alto que Rodrigo), sus poderosos hombros, anchos y fuertes como los de un buey, y su robusto cuello, fornido y recio como el de un oso, así lo denotaban.

—Es un gigante —le comenté a Rodrigo.

—También lo era Goliat —me contestó.

Rodrigo enristró su lanza y a la señal del juez de la lid cargó contra el de Medinaceli. Mi señor sabía que en este combate la habilidad era la única artimaña capaz de vencer a la fuerza bruta de Fariz, y así fue.

El musulmán venía lanzado en una loca carrera al encuentro de Rodrigo, sabedor de su superioridad física y confiado en que cualquier envite le sería favorable. Pero el señor de Vivar se mantuvo firme durante la carrera, ofreciendo un blanco seguro a su oponente. Fariz ya debía de saborear la victoria cuando casi tenía a Rodrigo al alcance de su lanza, pero justo en ese momento, el campeón de Castilla se tumbó sobre el lado izquierdo del caballo, cubriéndose la cabeza, y dejó su lanza apuntando al cuello de Fariz.

El de Medinaceli no acertó con el cuerpo de Rodrigo, que se dobló con la flexibilidad de un junco, y su lanza rasgó el vacío. Los dos jinetes se cruzaron sin que aparentemente hubiera ocurrido otra cosa que un fallido choque, pero la punta de la lanza de Rodrigo había encontrado el cuello de Fariz por debajo de la gola. El musulmán cayó del caballo y se contorsionó en el suelo herido de muerte. Todavía tuvo fuerzas para levantarse, asir el látigo y prepararlo para lanzar un trallazo; pero cuando alzó el brazo para cargar el golpe, cayó hacia atrás como un fardo, con la garganta seccionada por el acerado filo de la punta de la lanza de Rodrigo.

Don Sancho estaba radiante. No es que hubiera dudado de Rodrigo, pero su rostro se había ensombrecido cuando vio aparecer en la arena al gigantesco Fariz. La destreza del señor de Vivar había vencido a la fuerza bruta del campeón musulmán; al-Muqtádir pagó lo que debía y el reino de Zaragoza se convirtió en vasallo del de Castilla.

La proeza del señor de Vivar llegó a Castilla antes que nosotros. En muchas aldeas ya sabían lo ocurrido, pues los juglares que recorren el reino cantando estas hazañas se habían encargado de contarlo enseguida. En una plazuela de Burgos oímos a un juglar que recitaba una canción en la que se denominaba a Rodrigo como «el Campeador». Mi señor, mezclado entre la gente que escuchaba las palabras del poeta y el tañido de su rabel, esbozó una sonrisa cuando oyó la descripción del musulmán de Medinaceli:

—Tan alto que su cabeza los aleros de los tejados rozaba, tan grande como una carreta de cuatro ruedas
llantada
y tan fuerte como seis bueyes en
yuntada
—cantó el juglar ante la mirada asombrada de los burgaleses.

—¿En verdad era así? —me preguntó Rodrigo sonriendo con ironía.

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