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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El Cid (5 page)

BOOK: El Cid
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Entre otro criado y yo mismo habíamos preparado el equipo de combate de Rodrigo poco antes de amanecer. Sobre una gruesa camisa de lino le habíamos colocado un jubón acolchado y encima la cota de malla, un peto de cuero y una sobreveste roja y blanca, y en la cabeza el casco cónico. Se protegía las manos con unos guantes de cuero, rígidos y duros, pero capaces de resistir una estocada no muy certera o el roce del filo de una espada.

Mi señor salió de la tienda con paso firme y decidido, aunque era la primera vez que iba a entrar en combate. Sólo su porte y su arrojo ocultaban su extrema juventud. Era hora de poner en práctica cuantas enseñanzas recibiera de su padre y de los instructores militares de la corte del rey Fernando, pero en esta ocasión las espadas eran de acero y las puntas de las lanzas no estaban protegidas con paños y borra.

Después de rezar una breve oración rodilla en tierra, tomó su escudo, ciñó la espada al cinto, calzó las espuelas y se persignó. Ya sobre el caballo de combate le ajusté las cinchas y las espuelas, aseguré las hebillas, le alcancé la lanza y lo vi partir con el resto de la caballería al encuentro con los aragoneses. Rodrigo era sin duda el más joven de cuantos se aprestaban para luchar en aquella batalla.

Desde la retaguardia, los que no participábamos directamente en el combate veíamos maniobrar a ambos ejércitos, y a los caballeros que realizaban demostraciones de destreza con la lanza y la espada, sin duda para intentar amedrentar al contrario antes de la refriega.

Los aragoneses atacaron primero. Su caballería pesada, integrada por los caballeros del rey Ramiro y sus aliados francos, realizó una rápida carga sobre el frente formado por los castellanos del príncipe Sancho, entre los cuales formaba Rodrigo. El choque fue terrible; no menos de veinte caballeros de ambos lados cayeron al suelo ante el ímpetu de la embestida. Entre el fragor de la lucha y el polvo que levantaban los cascos de los caballos pude ver a mi señor, la lanza en ristre, sujeta con fuerza debajo de la axila, sostenida con firmeza por su mano derecha enguantada, en tanto con la izquierda mantenía las riendas a la vez que se protegía el flanco con el escudo. El caballero aragonés que chocó contra Rodrigo salió despedido hacia su izquierda y rodó por el suelo hasta quedar inerme a los pies de los caballos del frente castellano. De inmediato, los aragoneses se reagruparon para realizar una segunda carga, pero ahora los castellanos estaban reforzados por dos escuadrones de la caballería pesada de al-Muqtádir, armados con escudos, lanzas y mazas.

La segunda carga de la caballería aragonesa volvió a ser aguantada en firme por los castellanos; entonces, los hábiles jinetes musulmanes de la caballería ligera y los bereberes con sus dromedarios, armados con espadas curvas extraordinariamente afiladas, muy útiles para el combate cuerpo a cuerpo, iniciaron una maniobra envolvente por los flancos.

La pelea cuerpo a cuerpo fue frenética, pero la posición de los aragoneses, algo más ventajosa, fue inclinando la lucha de su lado. Ordenadamente, castellanos y zaragozanos se retiraron hacia una posición más segura, al lado del río donde estaba el campamento de al-Muqtádir. Los aragoneses, aunque habían triunfado en su carga, no hicieron siquiera mención de perseguirlos, pues sus bajas también eran muy considerables y contaban con menos efectivos.

Ambos bandos quedaron frente a frente, de nuevo con el río de por medio. Los aragoneses parecían aguardar a que nos retiráramos camino de Barbastro, reconociendo así su victoria, lo que les permitiría ocupar la villa de Graus, pero ni al-Muqtádir ni el príncipe Sancho estaban dispuestos a asumir la derrota. Reunidos en consejo y aprovechando que la batalla se había detenido, debatían mediante un intérprete cómo resolver aquella enojosa situación.

—Pese a que son menos, nos han empujado a este lado del río gracias a su aventajada posición —se justificó don Sancho—, pero no nos han vencido. Han sufrido un buen número de bajas, y si reagrupamos fuerzas y lanzamos un ataque contundente, la victoria será nuestra; les superamos en número y hemos aguantado sus primeros envites con una firmeza que no esperaban.

—No confiéis demasiado en ello —replicó al-Muqtádir—, vuestro tío el rey Ramiro ha desplegado aquí todas sus fuerzas disponibles. Luchará hasta la extenuación, pues sabe que si pierde esta batalla, puede perder todo su reino.

—En ese caso, ¿qué pensáis hacer? —preguntó don Sancho.

—Su posición sigue siendo ventajosa sobre la nuestra. Antes de atacarlos, es preciso acabar con Ramiro; si muere su rey, los aragoneses se disolverán como el polvo en la tormenta. Su heredero, el infante don Sancho, vuestro homónimo primo, es demasiado joven e inexperto; gozaremos de varios años de paz.

—¿Y cómo vais a conseguir acabar con Ramiro sin luchar?

—Enviaré a mi mejor guerrero. Se llama Sadada; es infalible con la espada, maneja la daga como nadie y habla perfectamente la lengua de los aragoneses. Se infiltrará disfrazado en su campamento y acabará con Ramiro —dijo al-Muqtádir.

Don Sancho se retiró a un lado y convocó a sus caballeros.

—Al-Muqtádir quiere liquidar a don Ramiro mediante una celada. Asegura que uno de sus hombres puede llegar hasta mi tío, el rey de Aragón, y apuñalarlo. ¿Qué opináis de ello, caballeros?

Guardaron silencio. Estoy seguro de que todos aprobaban el plan del rey de Zaragoza, pero nadie se atrevía a reconocerlo por no parecer un cobarde. Entonces habló Rodrigo:

—Esos aragoneses pelean como demonios. Son menos que nosotros y nos han hecho retroceder a esta orilla con tan sólo dos cargas de su caballería. Nuestros aliados luchan sin ánimo, sus generales tienen miedo de caer muertos en la batalla, y no me extraña, en su ciudad tienen cuantos placeres pueden anhelar. A quien le espera algo así, lo último que desea es morir ensartado en una lanza entre estos ásperos valles. Creo que nuestros aliados no dudarían en salir corriendo si las cosas se pusieran muy mal para nosotros. Además, los aragoneses siguen disponiendo de una notable ventaja estratégica: su posición es elevada con respecto a la nuestra y tienen su espalda cubierta para escapar. Nosotros estamos situados entre ellos y las rocas del desfiladero, si nos derrotan y nos obligan a retirarnos cerrándonos el paso, pueden causarnos una verdadera masacre. Creo que en la guerra hay que usar todas las armas disponibles, y si ese guerrero musulmán es un arma eficaz, no veo la razón para no utilizarlo como tal.

Los nobles castellanos respiraron aliviados tras las palabras de Rodrigo, que siendo el más joven se mostraba el más sereno. Sin duda, ellos también tenían miedo al dolor y a la muerte. Tal vez no les esperara una vida tan regalada como la de los generales musulmanes, pero todos ellos eran dueños de tierras y haciendas y ninguno hacía ascos a una victoria fuera cual fuera el camino emprendido para lograrla.

Todos de acuerdo, don Sancho transmitió a al-Muqtádir que su plan era aceptado y Sadada, vestido como un aragonés, se deslizó sigilosamente hasta el campamento del rey Ramiro.

La espera fue tensa, pero en cuanto atisbamos a lo lejos el revuelo que se había formado en torno a la tienda del rey de Aragón, comprendimos que Sadada había tenido éxito. Sin su rey, los aragoneses parecían confundidos y ofuscados. Fue el momento que aprovechó nuestra caballería para lanzarse a la carga. La victoria fue fácil: los aragoneses se limitaron a retirarse hacia el norte llevándose con ellos el cadáver de su soberano; Sadada le había ensartado la lanza en los ojos, la única parte del cuerpo que el rey de Aragón tenía desprotegida. Los nuestros los persiguieron durante un trecho, hasta un angosto paso entre dos cerros que guardaban fieros montañeses y ante el cual al-Muqtádir ordenó detenerse.

Encontraron el cadáver de Sadada con el cuello rebanado, tirado sobre un denso y viscoso charco de sangre. Tenía un aspecto blanquecino, como si antes de morir se hubiera desangrado lentamente, y le habían arrancado los ojos pero sus labios, pese al tormento sufrido, estaban perfilados con una enigmática sonrisa. Más tarde, cuando regresamos a Zaragoza, supe por boca de algunos musulmanes que esa sonrisa se debía a que Sadada había afrontado la muerte convencido de que ese mismo día alcanzaría el paraíso.

Capítulo
III

D
escansamos unos días en Zaragoza, disfrutando de la gustosa comida y de los perfumados jardines de esa gran ciudad en espera de recuperar fuerzas y de que los caballeros y peones heridos en la batalla curaran sus heridas para regresar al cerco de Coimbra. Mientras mi señor Rodrigo pasaba largas horas charlando y comiendo en compañía del príncipe don Sancho y de otros caballeros en uno de los palacios donde el rey los había instalado, yo recorría las calles y los zocos, interesándome por la enorme cantidad de tiendas de productos de todo tipo que en ellos se vendían. La mayoría de los zaragozanos hablaba árabe, una lengua que entonces yo todavía no comprendía, pero casi todos, los comerciantes especialmente, sabían expresarse bastante bien en una jerga similar a la lengua que hablamos en Castilla, y no era difícil sostener una conversación con ellos.

Una mañana, el rey invitó a don Sancho, a mi señor Rodrigo y a otros nobles castellanos a una partida de caza con halcones. El monarca zaragozano era un verdadero apasionado de la cetrería, entre otras muchas aficiones. Salimos de la ciudad y nos dirigimos montados cada uno en nuestra cabalgadura, yo lo hice a lomos de la mula castaña que me había entregado mi señor en Vivar, hacia un soto a orillas del río Ebro. El suelo estaba cubierto de una abundante seroja de hojas secas de sauces y chopos que crujía al ser pisada por los cascos de nuestras monturas.

Sobre una alcándara dorada, dos porteadores sostenían una docena de halcones con sus cabezas cubiertas con sendos capirotes de cuero carmesí. El maestro cetrero hizo una observación al rey, creo que le dijo que aquel lugar donde nos encontrábamos, un extenso claro en medio del bosquecillo de ribera, era el sitio más apropiado. Al-Muqtádir observó detenidamente, miró hacia lo alto y asintió con la cabeza; fue entonces cuando se dirigió a don Sancho por primera vez en nuestra lengua para decirle que aquél era un buen sitio para iniciar la jornada de caza.

—Aprendí vuestro idioma cuando era un niño; en el harén de mi padre había mujeres cristianas procedentes de las tierras del norte: navarras, francesas, aragonesas e incluso alguna castellana —aclaró al-Muqtádir al advertir la sorpresa de don Sancho.

—En ese caso, ¿por qué me habéis estado hablando todo este tiempo a través de un intérprete? —preguntó don Sancho.

—Como rey de Zaragoza, tengo que expresarme en la sagrada lengua del Corán, pero ahora, amigo mío, sólo somos dos compañeros de armas que han salido juntos a cazar.

A mí me extrañó aquella actitud de al-Muqtádir, mas con el tiempo he ido comprendiendo ciertas sutilezas de la política, en la que las formas y los modos de expresarse tienen una gran importancia.

Los halcones no dejaron de volar sobre nuestras cabezas en toda la mañana tras las palomas torcaces que unos vareadores provistos de largas y flexibles pértigas espantaban de las ramas donde se refugiaban. Provistos de gruesos guantes de cuero para soportar las garras de los halcones, los nobles los lanzaban hacia las palomas que cruzaban el cielo sobre el amplio claro desde el cual abatían una tras otra a las piezas que por allí se aventuraban.

Durante mi infancia en Ubierna y en Cardeña había visto a halcones, gavilanes, azores y otras rapaces, incluso a grandes águilas, realizar vuelos en picado intentando cazar palomas, conejos, ratones o cualquier otra presa. En su estado natural, sólo uno de cada cinco o seis intentos resulta fructífero y en la mayoría de las ocasiones la rapaz no acierta a capturar a su presa, pero aquellos halcones de al-Muqtádir estaban entrenados para ser infalibles. En cuanto atisbaban a la paloma y su portador los lanzaba al aire, volaban hacia lo alto batiendo sus poderosas alas hasta alcanzar la posición idónea, para desde allí caer sobre la presa con una rapidez endiablada, golpeándola violentamente y sujetándola con sus aceradas garras.

Los halcones estuvieron volando y cazando durante toda la mañana; los halconeros los turnaron hasta que empezaron a dar muestras de fatiga. Tras quince o veinte batidas de cada uno, casi todos con la pieza cobrada, comenzaron a fallar. El maestro cetrero indicó a al-Muqtádir que los halcones mostraban debilidad en el vuelo debido al cansancio acumulado, y que ya no alcanzaban la altura propicia para lanzarse en picado con la velocidad necesaria como para atrapar a las piezas.

—Caballeros —dijo al-Muqtádir—, los halcones están agotados, se han ganado un buen descanso; y nosotros también. En la orilla del río nos espera una barca con un refrigerio. Vayamos en tanto nos preparan la comida.

Sobre un lecho de juncos que unos criados habían extendido bajo unos árboles, se alineaban más de un centenar de aves, sobre todo palomas torcaces, pero también algunas tórtolas, faisanes y perdices.

En una playa de guijarros habían varado una barca provista de dos filas de diez remos y una amplia vela triangular en la que estaba dibujado un león rampante. A primera vista me pareció el emblema del reino de León, el que el rey don Fernando consiguiera sumar al de Castilla, pero se trataba de uno de los motivos heráldicos de los Banu Hud, el linaje árabe que gobernaba el reino de Zaragoza.

Mi señor Rodrigo y el resto de los nobles subieron a bordo de la barca, en cuya popa había un castillo sobre el que un coro de cantantes acompañados de laúdes, rabeles, chirimías y tambores recitaba casidas y canciones en cuyas estrofas se mezclaban el árabe y el idioma romance. Les sirvieron zumos de frutas y vino con miel y canela, a los que los musulmanes de al-Andalus son muy aficionados pese a la prohibición expresa contenida en su libro sagrado, y unos dulces de miel, pasas y almendras.

Los escuderos y demás criados nos quedamos en la orilla, sobre la playa de guijarros, junto a la sombra de los árboles de la ribera, degustando jarabes de frutas y comiendo almendras y avellanas con miel y una gustosa semilla llamada pistacho que los árabes consumen con deleite y que importan de Oriente. Entre tanto, los cocineros preparaban unos grandes espetones donde pronto se tostarían sobre las brasas las aves que los halcones habían atrapado por la mañana. En varias cazuelas, el cocinero encargado de las salsas mezclaba especias y verduras con jugos de ave, huevos y leche para aderezar la carne de palomas y faisanes.

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