Al-Mutamin engrandeció aquellos festejos con dos actos magníficos: inauguró un prodigioso reloj de agua, de ésos que los antiguos llamaban clepsidra, que Yahya construyó merced a unos planos que le enviaron de Toledo, con lo que asombró a los sabios llegados de todos los rincones de al-Andalus, y organizó un espectacular desfile militar en el que formábamos juntos cristianos y musulmanes; en el desfile fue el Cid quien portó la oriflama real con el león rampante de los Banu Hud.
—Al-Mutamin es un astro extraño en esta constelación de reyezuelos engreídos —me confesó Rodrigo al acabar la ceremonia de la boda, que se prolongó durante toda la noche pese al húmedo frío del invierno zaragozano.
—Es un gran rey —asentí.
—De todos ellos, es el único digno de ostentar ese título. Los demás son ufanos pasmarotes cargados de oro y sedas, incapaces de defender sus reinos por sí mismos. Si don Alfonso quisiera, si…
El Campeador se detuvo, miró al cielo estrellado y se despidió de mí camino de su casona en el arrabal de las Santas Masas; montaba su palafrén tostado y a su lado, sobre una mula blanca, cabalgaba Jimena.
Rodrigo estuvo enfermo casi toda la primavera. Desde que sufriera aquellas fiebres que le impidieron acudir junto al rey a una de las campañas contra Toledo, su salud no era demasiado buena. Alternaba períodos de una extraordinaria vitalidad, en los que nadie era capaz de superarlo en resistencia, fuerza y rapidez de movimientos, con otros en los que le aquejaban fuertes dolores de cabeza seguidos de alta fiebre y espasmos musculares.
En esas ocasiones Jimena permanecía a su lado, sin moverse un solo momento de la cabecera de su cama, enjugándole el sudor de la frente y del cuello y frotándole el cuerpo con agua con sales y perfumada con áloe y limón. Ibn Buklaris, el médico personal de al-Mutamin, lo visitaba con frecuencia y le aplicaba emplastes de mejorana y menta en el pecho y en los brazos, y le suministraba un jarabe de miel y tomillo.
En una de las visitas que diariamente yo hacía a Rodrigo, me acompañó Yahya. Por el camino, el consejero real, que no perdía ocasión para intentar convencerme de que volviera a los escritorios y a los libros, como había hecho en mi primera juventud en el monasterio de Cardeña, me confesó que había tenido una larga discusión con al-Mutamin sobre los movimientos de los astros. Yahya sostenía que es la Tierra la que gira alrededor del Sol, pese a que es evidente que la Tierra es el astro que está fijo en el centro del universo.
Yo le dije que para los cristianos eso era una herejía, pues en la Biblia está bien claro que es el Sol el que gira a nuestro alrededor, y ningún cristiano duda de que en la Biblia está la verdadera palabra de Dios. No obstante, cuando Yahya acabó de contarme su teoría me quedé pensativo y, tras reflexionar sobre sus palabras, llegué a dudar sobre mis creencias y eso me sumió en una cierta turbación en la que permanecí varios días.
Mediada la primavera conocimos inquietantes noticias de Toledo; el rey Alfonso había regresado para dirigir el cerco en persona tras haber pasado el invierno despachando asuntos del reino en la ciudad de León. El soberano de León y de Castilla tenía cuarenta y cinco años y tras su matrimonio sin descendencia con Inés de Aquitania, su relación con su concubina Jimena Muñoz, de la que habían nacido dos hijas, y su matrimonio con Constanza de Borgoña, de la que había tenido a la infanta Urraca, seguía sin engendrar un descendiente varón que diera continuidad al trono. En León y en Castilla se decía que Urraca sería la primera mujer en ser coronada como reina soberana, y aunque algunos mantenían que una mujer no podía sostener sobre sus espaldas la pesada carga de un trono, otros muchos alegaban que la reina Toda, que lo fue de Pamplona hacía cien años, fue capaz de gobernar su reino con más energía y aplomo que hasta entonces lo hiciera varón alguno.
Cada semana los correos de al-Mutamin iban y venían hasta la frontera con el reino de Toledo, en las altas tierras de las cordilleras de la Celtiberia, demandando información sobre la tenaza con la que el rey de Castilla tenía apresada a su capital; parecía inevitable su caída y los musulmanes estaban convencidos de que la conquista cristiana de Toledo supondría el principio del fin de su dominio en la Península, pero, pese a ello, nadie en al-Andalus se mostró dispuesto a mover un solo dedo para impedirlo.
Y así, ocurrió lo inevitable.
Un caluroso mediodía del mes de mayo navegábamos en una de las barcas del rey deleitándonos con el rumor de la corriente del Ebro. Saboreábamos algunos de los deliciosos pescados que los criados habían atrapado en las redes y que asaban en un hornillo que portábamos a bordo. Uno de los caballeros de nuestra mesnada nos hizo señales desde la orilla agitando un estandarte. A gritos nos pidió que nos acercáramos, y así lo hicimos alertados por los aspavientos que el jinete nos hacía.
Rodrigo, ya recuperado de sus fiebres, se acercó a la borda y preguntó al jinete:
—¿A qué viene tanta prisa, qué ocurre?
—Toledo… —jadeó el caballero—, don Alfonso acaba de rendir Toledo.
L
a conquista de Toledo por el rey Alfonso extendió el terror por los reinos de taifas. Rodrigo estaba recuperado de su enfermedad, pero su semblante se turbó al enterarse de la caída de Toledo.
—Esta nueva situación nos acarreará muchas dificultades —me dijo.
—¿Creéis que don Alfonso atacará Zaragoza? —le pregunté.
—Por supuesto. Su estrategia consiste en ir ahogando uno a uno a todos los reinos musulmanes. Está jugando una gran partida de ajedrez y quiere eliminar peones y figuras, uno a uno, hasta acabarla con el jaque final. Después de Toledo vendrá Zaragoza, luego Valencia, y por fin Badajoz, Sevilla y Granada. Quiere dominar toda la Península y no cejará en su empeño hasta lograrlo.
—Y en caso de que ataque Zaragoza, ¿qué haremos?
Rodrigo se acercó a una mesa, cogió un vaso de vino y me sirvió otro.
—Nuestro pacto con al-Mutamin nos obliga a defender Zaragoza de cualquier ataque… salvo si procede de Castilla.
—Habremos de retirarnos, pues.
—No lo sé. Cuando llegue ese momento, que no tardará, ya decidiré.
Un criado nos anunció que Yahya esperaba ser recibido por Rodrigo. El consejero real entró en la estancia y nos miró desorientado.
—Perdonad, caballeros, ¿he interrumpido alguna reunión importante?
—No, Yahya, no, estábamos hablando de la toma de Toledo —le respondió Rodrigo.
—De eso precisamente venía a hablaros. Su majestad me ha ordenado elaborar un informe sobre nuestras fuerzas. Quiere saber cuántos hombres hay disponibles, cuántos podrían quedar en la reserva, cómo se encuentran nuestras fortalezas y castillos, el estado de los muros de la ciudad, el número y calidad de las armas que poseemos…, todas esas cosas. Está convencido de que don Alfonso no se detendrá en Toledo.
—Tal vez estime que su reino es ya lo bastante grande como para colmar su ambición —observé.
—Vamos, don Diego, vos sabéis que ningún rey considera a su reino lo suficientemente grande como para no desear nuevas tierras que añadir a su Corona.
—Si pagáis las parias no tenéis nada que temer —añadió Rodrigo.
—Voy a confesaros un secreto: en la reunión que celebraron los reyes de las taifas aquí en Zaragoza con motivo de la boda del hijo de su majestad al-Mutamin, hubo dos propuestas: la primera consistió en negarse a pagar las parias a don Alfonso, en lo que todos se mostraron de acuerdo; y la segunda… en cesar a Rodrigo Díaz como general del ejército hudí.
—¡Cómo! —se extrañó el Campeador.
—¡Ah!, no os preocupéis, su majestad al-Mutamin se negó en redondo siquiera a debatir tal posibilidad. Os defendió con toda su fuerza y les dijo a esos empavesados reyezuelos que jamás renunciaría ni a vuestros servicios ni a vuestra amistad —aclaró Yahya.
Toledo se rindió el día 6 de mayo, pero don Alfonso no entró en la ciudad hasta diecinueve días después, una vez se cumplieron las condiciones previstas en el tratado de capitulación. Entronizado en Toledo, el rey de León y de Castilla se sentía el soberano que al fin había logrado recuperar la vieja capital de los godos, desde donde se gobernó la Hispania cristiana antes de que los musulmanes la conquistaran.
Pocos días después murió Abú Bakr, el reyezuelo de la taifa de Valencia, a quien sucedió su hijo Utmán. Don Alfonso tenía las manos libres para actuar sobre Valencia, donde, según el acuerdo secreto que había pactado con al-Qádir, debería entronizarlo a cambio de haberle entregado sin lucha Toledo.
Para don Alfonso, el único problema era al-Mutamin… y Rodrigo. El rey de Castilla no estaba seguro de que haría el Campeador en caso de que decidiera atacar Zaragoza. Y es que, en aquellos días, las mesnadas de Rodrigo éramos ya un ejército formidable; los pocos centenares que lo acompañamos al exilio en el año 1081 nos habíamos convertido en varios miles de soldados bien entrenados, veteranos en varias batallas, fieles a nuestro señor hasta la muerte y fortalecidos en nuestra moral de combate por las victorias a las que nos había conducido siempre el Cid.
La fama, la riqueza y la suerte nos sonreían, y cada día eran más los caballeros y soldados de fortuna que acudían a Zaragoza para ponerse a las órdenes del Campeador. Después de cinco años haciéndolo, nuestra oficina de reclutamiento funcionaba de manera extraordinaria. No había nadie en la Península, ni el mismísimo rey de León y de Castilla, capaz de realizar una leva de tropas con la rapidez con que podíamos hacerlo nosotros, ni de organizar una mesnada con tanta celeridad. Nuestra preparación y disponibilidad para el combate eran tales que en apenas tres días estábamos en condiciones de salir en campaña con dos mil hombres perfectamente armados, equipados y entrenados.
Como ya hiciera con sus propiedades en Vivar, yo me había encargado de organizar las finanzas de Rodrigo de tal modo que siempre hubiera una reserva importante de dinero para hacer frente a pagos inmediatos o para pagar a las tropas sin necesidad de recurrir a prestamistas judíos.
Pero nosotros sólo éramos un puñado de hombres exiliados que se ganaban el pan prestando sus armas al servicio del señor que las pagase. Y en aquellos días había otros muchos como nosotros, la mayoría hijos segundones de nobles venidos a menos que no habían recibido otra herencia que un ilustre apellido y tal vez una vieja coraza, hombres desesperados, condenados a vivir con una mano en la espada y la otra en las riendas del caballo, combate tras combate, aguardando en cada batalla un destino incierto, pidiéndole a la Providencia tan sólo un día más de regalo para seguir viviendo.
Éramos una raza de hombres de un tiempo a la vez esplendoroso y oscuro. Las damas y los niños nos contemplaban atónitos cuando desfilábamos ante ellos con nuestras relucientes espadas, nuestros bruñidos cascos de combate calados, nuestras cotas de malla, nuestras sobrevestes multicolores y nuestras lanzas enristradas; admiraban asombrados cómo cabalgábamos a lomos de nuestros corceles de guerra, cual centauros prestos a protagonizar venturosas hazañas que más tarde cantarían los juglares y narrarían los cronistas en sus anales. Tal vez muchos de aquellos asombrados niños, cuando contemplaban nuestras demostraciones ecuestres, soñaran con ser como nosotros algún día, y regresar victoriosos tras haber vencido en un combate, con los enemigos derrotados atados por las muñecas a las sillas de sus caballos.
Parecíamos héroes de leyenda, pero sólo éramos hombres de carne y hueso, con la piel cosida a cicatrices y el alma partida en mil pedazos, producto de las heridas recibidas en el combate y en el corazón. Teníamos que parecer guerreros despiadados sin otro sentimiento que el de la victoria, pero todos soñábamos con una casa de paredes de piedra y cubierta de tejas a la vera de un río de aguas cristalinas, y con cálidos atardeceres en los que el olor de la tierra mojada por la lluvia se mezclara en el aire con el del perfume a lavanda y espliego de una hermosa mujer, con el del pan caliente recién salido de la tahona y con el sonido de las voces de unos niños correteando por un prado de hierba fresca.
Ésos eran nuestros sueños tras librar batallas en las que los alaridos de los hombres tajados por el filo de las espadas, los horribles lamentos de los mutilados y el nauseabundo olor a sangre corrompida, a orina y a heces de los cadáveres y de los heridos se sucedían combate tras combate en una vorágine de horrores a la que nunca logré acostumbrarme.
Nos debatíamos entre la fidelidad natural a un señor (unos al rey de León y de Castilla, otros al de Aragón y de Pamplona, otros al conde de Barcelona) y la libertad de ofrecer nuestros servicios militares a quien mejor los pagara. Luchábamos para ganar el pan, pero también lo hacíamos por el honor de la victoria, la fama y la honra de nuestro linaje. No teníamos arraigo a otra cosa que no fuera nuestra propia vida, pero la arriesgábamos en cada combate como si no tuviera más valor que un celemín de trigo; no creíamos sino en nuestras propias fuerzas, pero rezábamos a Dios rogándole que nos concediera la suya en la batalla; confiábamos nuestra suerte a nuestra habilidad y a nuestro empuje, pero reclamábamos del destino fortuna y un azar propicio; no pensábamos sino en el día a día, pero añorábamos un futuro lleno de venturas y paz.
Entre batalla y batalla, sobre todo después de cada una de ellas, nos creíamos inmortales.
Mientras los demás reyes de taifas se lamentaban por la pérdida de Toledo, sin que ni uno de ellos hubiera movido un solo dedo por evitarlo, al-Mutamin se esforzaba en el campo de la Almozara en aprender el manejo de la lanza y la espada, preparándose para el momento en el que don Alfonso cayera sobre Zaragoza como el halcón sobre la paloma. El valeroso monarca hudí compaginaba la escritura de sus libros de matemáticas con la práctica de los ejercicios militares. Rodrigo acudía al campo de maniobras oculto en una litera; se le habían reproducido sus periódicos ataques de fiebre y extrañamente le había vuelto a supurar una vieja herida, nunca bien curada, que recibiera en la batalla contra el rey de Aragón. Apenas podía mover la pierna derecha y se ocultaba para evitar que su postración desmoralizara a los soldados, que lo consideraban invencible.
En ausencia del Cid, era el propio al-Mutamin quien arengaba a las tropas, el primero en encabezar una simulada carga de caballería, el primero en llegar al campo de entrenamiento y el último en abandonarlo cuando las últimas luces del día eran derrotadas por las primeras sombras de la noche.