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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El Cid (36 page)

BOOK: El Cid
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Al-Mutamin escribió a todos los reyes musulmanes de al-Andalus solicitándoles su colaboración para enfrentarse unidos a la amenaza que para su supervivencia constituía el rey leonés; pero, aunque todos le contestaron con hermosas y bienintencionadas palabras, ninguno se mostró dispuesto a dar el primer paso frente a don Alfonso.

Los musulmanes temían a los cristianos, pero más fuerte que ese miedo era la envidia que se tenían unos a otros. Al-Mutamin era el más grande, el más valeroso y el mejor soberano de todos ellos, y si no hubiera anidado el egoísmo en sus corazones, hubieran corrido a ofrecerse como fieles súbditos y a ponerse a sus órdenes para que fuera el monarca zaragozano quien los dirigiera contra don Alfonso. Pero eran cobardes y mezquinos, y sólo aspiraban a seguir viviendo una vida regalada en sus lujosos palacios, entre paredes y arcos decorados con yeserías policromadas, rodeados de jardines de aromáticos arrayanes y de serrallos con las más hermosas mujeres de todas las razas posibles.

Incapaces de luchar ellos mismos para defender lo suyo, los taifas buscaron en otro lugar quien los defendiera. No siempre se puede disponer de un Rodrigo Díaz para sostener un reino, y aunque los taifas no tenían el menor inconveniente en pagar mercenarios cristianos para defenderlos de otros cristianos, de otros musulmanes o de todos los demonios si fuera preciso, al-Mutamid de Sevilla, el que gobernaba el reino más rico y poderoso, estimó que estarían mejor defendidos por otros musulmanes y volvió a insistir en que la esperanza en la supervivencia de al-Andalus estaba en los almorávides, que proseguían victoriosos avanzando por el norte de África.

Al-Mutamin sabía que cuando don Alfonso atacara Zaragoza, el corazón de Rodrigo se dividiría entre su amistad para con él y su fidelidad para con su señor natural, el rey de León y de Castilla. El rey de Zaragoza amaba al Campeador; por encima de la admiración que le tenía como guerrero, estaba incluso el afecto que sentía como amigo. En tiempos difíciles, cuando el reino de Zaragoza se encontró rodeado de poderosos rivales que ambicionaban conquistarlo, con un rey anciano y delirante y una situación de guerra civil entre los príncipes herederos, fue el Campeador quien sostuvo la independencia de Zaragoza, quien venció a sus enemigos y quien logró convertir a los acomodados soldados hudíes en una milicia disciplinada y eficaz.

Veinticinco años después, todavía recuerdo aquel nefasto día de otoño con amargura.

Aquella misma tarde Yahya se había acercado hasta el campo de la Almozara, de vuelta a casa tras su trabajo en la biblioteca y en el observatorio del palacio de la Alegría, para invitarme a cenar:

—Mi criado ha preparado un guisado de cordero bien aderezado con las más refinadas especias y un pastel de almendras. Me gustaría saborearlo con vos —me dijo.

—Lo lamento, pero esta noche ceno con Rodrigo; hemos encargado un asado de cordero al estilo de Castilla. Venid vos a cenar con nosotros.

—¿Celebráis algo especial?

—Rodrigo quiere agasajar a sus hombres con un banquete. Hace tiempo que no lo hacemos, ya conocéis su delicado estado de salud a causa de las fiebres y de esa herida mal curada, y ahora que se encuentra mejor ha decidido que es hora de compartir un buen asado con sus fieles.

—En ese caso es mejor que estéis solos, tal vez la próxima semana —lamentó Yahya.

—Sí, la próxima semana —asentí.

Habíamos estado toda esa mañana ejercitando el tiro con arco y experimentando con esa nueva arma diabólica que llaman ballesta en el campo de la Almozara. Al-Mutamin se había empleado a fondo, como siempre hacía, aunque en un intenso ejercicio de esgrima, en el que yo era su oponente, lo vi desfallecer por un instante.

—¿Os encontráis mal, majestad? —le pregunté.

—No, don Diego, no es nada, sólo un pequeño mareo —me dijo—. Esta noche apenas he dormido: he estado corrigiendo el último libro de geometría que he escrito y se me ha echado encima el amanecer sin que me diera cuenta. Tal vez me he quedado frío, y ahora…

Al-Mutamin se tambaleó a los lados y tuve que sujetarlo para evitar que cayera al suelo. Pedí ayuda y acudieron dos caballeros que practicaban junto a nosotros.

—Llevémosle a palacio y avisad a Ibn Buklaris —le dije—. Su médico sabrá qué hacer.

En cuanto dejamos al rey en el palacio de la Alegría corrí en busca de Rodrigo. El Campeador, ya muy recuperado de sus fiebres, estaba en el patio de su finca del arrabal de las Santas Masas jugando con su hijo Diego. El muchachito había cumplido diez años y en su mano sujetaba una espada que su padre había encargado fabricar a medida a un orfebre zaragozano. El hijo del Cid se iniciaba en el manejo de las armas y lanzaba estocadas al aire siguiendo los consejos del Campeador.

—Rodrigo —lo interrumpí.

—¡Diego! Has acabado pronto el entrenamiento. La cena es más tarde.

—El rey ha sufrido un desfallecimiento mientras practicábamos con la espada.

—¿Es grave?

—No lo sé, pero no me ha gustado nada la expresión de su rostro. Lo hemos llevado a palacio y hemos avisado al
hakim
de la corte.

—Ibn Buklaris es el mejor médico que conozco, lo curará. Cogeré mi capa; acompáñame a palacio.

Salimos de la casona de Rodrigo ante las protestas de su hijo, que quería continuar el juego con su padre, y cabalgamos al galope hasta el palacio de la Alegría.

Los soldados de la puerta nos franquearon el paso y guardaron nuestros caballos.

—¿Dónde está el rey? —inquirió Rodrigo al jefe de la guardia.

—En sus aposentos privados, con su médico personal.

—Llévame hasta él.

—No podéis entrar ahí —asentó el jefe de la guardia.

Rodrigo se volvió y miró con furia al soldado, que bajó los ojos incapaz de mantener la mirada del Campeador.

—He dicho que me lleves ante el rey.

El jefe de la guardia nos condujo a través del patio del salón del trono hasta los aposentos privados que mandara construir al-Muqtádir dentro de la vieja alcazaba para conmemorar su victoria en Barbastro.

Al-Mutamin agonizaba. Junto a él estaban el visir Ibn Hasday y el
hakim
Ibn Buklaris.

—¡Don Rodrigo! —se sorprendió Ibn Hasday.

—¿Cómo se encuentra?

—Tiene una hemorragia interna y fuerte fiebre; el corazón apenas le late —dijo el médico.

El Cid se arrodilló ante el lecho del rey.

—¿Podéis oírme? —le preguntó—. Soy yo, majestad, Rodrigo.

Al-Mutamin hizo un esfuerzo angustioso para levantar ligeramente y doblar la cabeza.

—Ro… dri… go —balbució el rey.

—Sanaréis, majestad, sanaréis.

Vi como el rey extendía su mano hasta coger la del Campeador y cómo su frente y sus labios estaban perlados por gotitas de sudor.

Esa misma madrugada, poco antes de que el alba despuntara en el horizonte, se apagó la vida de Abú Amir ibn Hud al-Mutamin. Fue un asceta en la mayoría de las cosas mundanas, a pesar de vivir en uno de los palacios más lujosos que pueda imaginarse. Recuerdo un día que nos mostró sus tesoros y nos dijo: «No sé qué hacer con ellos; la vida es muy breve y cuando muera no me llevaré a la tumba otra cosa que mi mortaja».

Su reinado había durado poco más de tres años, pero fueron probablemente los tres años más gloriosos del reino de Zaragoza. Yahya, que llegó a palacio poco después de nosotros, acompañado por su amigo el filósofo judío Ibn Paquda, redactó el epitafio del rey. Todavía lo recuerdo, rezaba así: «El rey al-Mutamin ya goza de los bienes del paraíso. Sólo disfrutamos tres primaveras de la dicha de su reinado, pero él ha hecho florecer muchas primaveras en los corazones de quienes lo conocimos.»

El visir Ibn Hasday se apresuró para que de inmediato el príncipe Ahmad, el hijo primogénito de al-Mutamin, fuera proclamado rey y jurado como tal por los cadíes, alfaquíes, gobernadores de las provincias, alcaides de los castillos y generales del ejército. En cuanto subió al trono tomó el nombre de al-Mustain billah, que en árabe quiere decir «el que se encomienda a Dios».

Rodrigo juró lealtad al hijo del que fuera su señor y su amigo, y ratificó con él el acuerdo que había pactado con su padre cuatro años atrás.

—El nuevo rey no tiene la energía de su abuelo, ni la sabiduría y el sentido de la justicia de su padre, pero creo que puede ser un buen rey —me confesó Yahya varios días después de la muerte de al-Mutamin.

Estábamos en su casa saboreando el guiso de cordero con especias y el pastel de almendras, además de un excelente vino dulce aromatizado con cardamomo y jengibre. Yahya había insistido en celebrar esa cena a la que me había invitado el día en que falleció al-Mutamin.

—Será difícil que pueda emular a su padre —dije.

—Jamás habrá otro rey como él —aseguró Yahya.

—Lo apreciabais mucho, ¿verdad?

—Sí, lo quería. Es uno de esos hombres de los que sólo nacen dos o tres en cada siglo. Tenía un sentido de la justicia, del honor y de la libertad como nunca he visto en persona alguna. Al-Mustain ha sido mi pupilo, lo conozco bien, pero aunque se esfuerza por parecerse a su padre, no tiene sus virtudes; nadie tiene las virtudes de al-Mutamin.

Yahya estaba realmente muy afectado, en cierto modo creo que la muerte de al-Mutamin lo afectó de la misma manera que a mí la muerte de Rodrigo años después.

Las primeras decisiones de al-Mustain como rey de Zaragoza fueron atrevidas pero muy peligrosas. Escribió una carta al rey de León y de Castilla negándose a pagarle las parias que éste le reclamó por su ascensión al trono, y pronunció una declaración, que mandó remitir en circulares a todos sus gobernadores y a los reyes de las taifas, en la que reclamaba para sí los derechos a la Corona de Valencia.

Unos pensaron que era un insensato que estaba jugando con fuego y otros que era un valiente soberano digno sucesor de su padre, pero todos estaban convencidos de que don Alfonso no dejaría sin respuesta el reto que le había lanzado el hijo de al-Mutamin. Y los hombres de la hueste del Cid contuvimos la respiración aguardando a ver qué haría el Campeador si don Alfonso decidía atacar Zaragoza.

Don Alfonso había apostado con fuerza y ya se proclamaba «emperador de toda Hispania». Soñaba con una Península unida bajo una sola corona, la suya, que fuera el germen de un gran imperio cristiano, tal vez capaz de emular al imperio romano cristiano de Teodosio o al de Carlomagno. Para ratificar su dominio y su afán de soberanía, acuñó en Toledo moneda de plata al estilo musulmán, los dirhemes, con su efigie, y luego hizo lo mismo con denarios al estilo franco; y para dotar a sus mercados de suficiente moneda, cada vez más necesaria ante el incremento del comercio en las ciudades, fundó cecas en Lugo, Santiago, Toledo y León.

Ya se había rodeado de todos los símbolos de poder imperial, sólo le faltaba construir el imperio, y en medio de ese camino se encontraba Zaragoza.

Don Alfonso trataba de favorecer a la Iglesia castellana para buscar en ella una aliada con la que contar a la hora de ganarse al pueblo de Castilla, todavía reticente con el rey de León, al que en algunos círculos se le seguía considerando culpable e instigador de la muerte de su hermano en Zamora.

A principios del año 1086 concedió grandes rentas y privilegios a la iglesia catedral de Santa María de Burgos, cuyo joven obispado se había convertido en uno de los más importantes del reino, y se enemistó con el obispo de Compostela, un clérigo sólo interesado en el enriquecimiento de su catedral y de su diócesis a costa de las donaciones de los peregrinos que acudían a visitar la tumba del apóstol Santiago.

Cumpliendo su promesa de entregar a al-Qádir Valencia a cambio de la rendición de Toledo, don Alfonso organizó una mesnada, a cuyo mando colocó a Álvar Fáñez, pariente del Campeador, que nos había dejado tras la traición de Rueda y había vuelto a Castilla. Don Alfonso se adelantó a los planes de al-Mustain para conquistar la capital de Levante y los castellanos se dirigieron a Valencia escoltando a al-Qádir.

El destronado soberano de Toledo envió por delante a Ibn al-Faray, uno de sus más fieles consejeros y que hasta entonces había sido el alcaide del castillo de Cuenca, a fin de que explorase el ánimo de los valencianos ante la recepción a su nuevo monarca.

Ibn Faray se presentó en Valencia acompañado por Álvar Fáñez y una poderosa escolta, en tanto al-Qádir esperaba en Requena; el joven rey Utmán no puso ninguna resistencia y entregó su corona al toledano, que pese a la reticencia de los valencianos tomó posesión de la ciudad y de su reino a fines de marzo. Al-Qádir, asegurada su entrada en Valencia protegido por las tropas de Álvar Fáñez, se instaló en el alcázar con todo su amplio séquito de mujeres y eunucos.

Al-Qádir significa en árabe «el potente», pero este monarca derrocado de Toledo, al que don Alfonso regaló Valencia como premio por haber traicionado a sus súbditos, tenía una imagen de impotencia física y moral como no he visto en ningún otro gobernante. Durante toda su vida no fue sino un juguete en manos de otros, bien del rey de León, bien de sus mujeres y de sus eunucos, nunca defendió otra cosa que su egoísmo y su propio beneficio y fue el soberano más despreciado por sus súbditos que jamás he conocido.

Álvar Fáñez Se quedó al frente de su mesnada, la única manera de garantizar el gobierno de al-Qádir, y previo pago de seiscientos dinares mensuales que aportaban los valencianos, lo que todavía los indignó más con su nuevo monarca.

El propio Álvar Fáñez recibió heredades en Valencia por su servicio y estableció su cuartel general en el gran arrabal de Ruzafa.

Zaragoza volvía a estar rodeada de enemigos y al-Mustain pidió al Campeador que elaborara un plan para la defensa.

El Cid ordenó derribar cuantos edificios se encontraban fuera del recinto exterior de tierra y adobe que encerraba la medina y los arrabales y reforzar los lienzos que estaban más deteriorados. La muralla de piedra de la medina se reconstruyó con piedras de viejos edificios romanos en ruinas que fueron completamente desmantelados, y se excavó una trinchera aumentando la anchura y la profundidad de los fosos. Fueron reforzados asimismo los castillos que constituían el cinturón defensivo de Zaragoza y las fortalezas y atalayas de los alrededores.

En la ciudad fueron movilizados todos los varones de entre dieciséis y cuarenta años y se organizaron en escuadrones por barrios y por cofradías para que cada uno de ellos supiera en cada momento a qué tramo de la muralla dirigirse para defenderla en caso de asedio. Todos los talleres de armas de la ciudad, había bastantes pues las armas que se fabricaban en Zaragoza eran muy apreciadas, se pusieron a trabajar forjando espadas, lorigas, cotas de malla, escudos, puntas de lanza y de flecha que se almacenaron en depósitos ubicados a lo largo de los torreones de las dos murallas. Las despensas de los palacios y los alcázares se llenaron de aceite, trigo, frutos secos y harina.

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