El Cid (40 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

BOOK: El Cid
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Desde el lateral de la sala donde nos encontrábamos vi cómo los ojos de Rodrigo se encendían. Y no me hizo falta nada más para darme cuenta de qué es lo que estaba pasando en ese momento por su cabeza. El rey don Alfonso le había concedido el señorío de cuantas tierras pudiera conquistar, y Valencia era el mejor bocado que conquistador alguno pudiera probar en toda la Península. Rodrigo nos miró a los cuatro capitanes, nos hizo un movimiento de cabeza y se volvió hacia al-Mustain.

—De acuerdo, majestad. Iremos a Valencia.

Nuestra mesnada estaba lista para la partida, pero hubo que esperar una semana a que lo estuviera la de los zaragozanos. Salimos hacia el sur por la vieja calzada que discurría paralela al valle del río Huerva, bordeando colinas rojizas y cerros cubiertos de carrascas y pinos en los que abundaban los conejos y las perdices. Al-Mustain había heredado de su abuelo al-Muqtádir la pasión por la cetrería y de vez en cuando nos deteníamos a la vera de algunos árboles o junto a los muros de una atalaya para que el rey cazara palomas y perdices con sus halcones.

Una noche, después de haber cenado, Rodrigo se acercó a mi tienda.

—Si su padre todavía viviera entre nosotros, ya estaríamos a las puertas de Valencia —me dijo el Campeador recordando el valor indomable y la firme voluntad de su amigo, el fallecido al-Mutamin.

—Jamás habrá otro soberano como él —le dije.

—Es el único hombre al que en verdad he admirado —me confesó Rodrigo.

El Campeador bebió un sorbo de una escudilla que le ofrecí.

—Todavía está caliente —le advertí.

—Ya sabes que lo prefiero frío, pero con este relente no está mal un buen trago de vino templado.

—¿Creéis que llegaremos a Valencia antes de que el de Lérida la haya conquistado?

—Eso espero, salvo que al-Mustain se detenga cada vez que vea revolotear cerca una perdiz.

Por fortuna para nuestra marcha, las perdices desaparecieron y pudimos continuar hasta el curso del Jiloca. Nos pertrechamos con provisiones en Calamocha y volvimos a contemplar el poyo por cuya falda habíamos transitado el año anterior camino de Castilla, de regreso del exilio.

—Ese cerro, Diego, es un lugar extraordinario para construir una fortaleza.

Y Rodrigo me pidió que lo acompañara hasta la cumbre para cerciorarnos.

Ascendimos sobre nuestros caballos por un empinado sendero y conforme íbamos subiendo el horizonte parecía ensancharse en todas las direcciones. A media ladera había una zona cubierta de rocas y por todas partes se veían muros levantados con enormes bloques de piedra.

—Estas ruinas debieron de ser habitadas por gigantes. Fíjate en el tamaño de esas rocas y en el grosor de esos muros —me dijo Rodrigo señalando lo que parecía haber sido una poderosa muralla que discurría por el cerro encaramándose por la pendiente como un collar en el cuello de una mujer hermosa.

El pedregal fue en aumento hasta que tuvimos que descender de nuestros caballos, que apenas podían caminar por entre el cascajal. Tirando de las riendas, continuamos hacia arriba hasta alcanzar la cima del cerro.

—Ya te lo dije, Diego, este lugar es magnífico para construir una fortaleza; no me explico cómo no se ha dado cuenta el rey de Zaragoza. Los antiguos, fueran quienes fuesen los que construyeron estas murallas, sí supieron verlo.

—En verdad que no sólo la posición del cerro, sino lo que se domina desde aquí arriba no ofrece ninguna duda sobre la idoneidad del mismo para levantar un castillo —ratifiqué a Rodrigo.

—No olvides este lugar, tal vez algún día lo necesitemos.

Rodrigo me dijo aquellas palabras como si supiera que tarde o temprano aquel cerro desolado y pedregoso sería una de nuestras principales fortalezas.

Cuando descendimos del cerro y regresamos al campamento, que habíamos instalado en un altozano a orillas del río Jiloca, al-Mustain nos preguntó jocoso si en lo alto del poyo habíamos encontrado buena caza.

—No había una sola perdiz, majestad, pero no hay mejor sitio para los halcones.

Al-Mundir se encogió de hombros expresando con aquel gesto que no había entendido las palabras de Rodrigo, pero no le pidió que se las explicara. Simplemente miró a lo alto del cerro, se volvió hacia Rodrigo y le dijo:

—Demasiado desolado para un halcón.

Remontamos el Jiloca y entramos en tierras del rey de Albarracín. Esta pequeña taifa estaba regida por Husam ad-Dawla, apodo que significa «sable de la dinastía» y con el que se hacía llamar Abd al-Malik. Las tierras de esta taifa se dividían en dos zonas muy distintas: en el valle del Jiloca se extendía la
Sahla
, es decir, «la llanura», en tanto que la otra mitad del reino yacía escondida entre las montañas, en cuyas entrañas los Banu Razin habían construido una poderosísima fortaleza enriscada en un lugar casi imposible, de rocas cortadas a pico en medio de un desfiladero tajado por el río y a cuya sombra había crecido una ciudad llamada Santa María de Oriente, aunque nosotros preferíamos denominarla Albarracín.

Cruzamos la
Sahla
sin más inconvenientes que la humedad de los pantanos y un terrible aguacero que nos sorprendió de pronto en medio de la llanura, y avistamos la sierra de Javalambre, al sur, que atravesamos hasta que comenzamos a descender por un empinado camino hacia las ricas y feraces huertas valencianas.

Los alcaides de Jérica, un enriscado castillo que es la puerta de Levante, y de Segorbe, la primera ciudad que encontramos desde que salimos de Zaragoza, salieron a rendirnos pleitesía, aterrados ante la posibilidad de que nuestras fuerzas fueran a ir contra ellos. Los tranquilizamos asegurándoles que nuestro objetivo era Valencia, pero ambos recelaron y mantuvieron las puertas de sus muros cerradas para nosotros.

Acampamos aguas abajo de Segorbe, a orillas del río Palancia, y allí recibimos la noticia de que el rey de Lérida, enterado de que avanzábamos hacia Valencia con un poderoso ejército que mandaba el Campeador, levantó el asedio de esa ciudad. Gracias a unos espías nos enteramos de que el rey de Lérida, al tiempo que se retiraba hacia el norte, había enviado un mensaje a al-Qádir en el que le animaba a no entregar la ciudad al rey de Zaragoza y que para ello le ofrecía su ayuda.

Así es a veces la política: el mismo que ha intentado quitarte el trono, te ayuda después para que otro no te lo quite. Nada más fútil que la condición humana.

Por fin avanzamos hasta los muros de Valencia y aguardamos pacientes la visita de al-Qádir. El que fuera rey de Toledo antes que de Valencia salió a recibirnos con una escolta, pero tras él se cerraron las puertas de la ciudad. Estaba claro que el débil al-Qádir no iba a entregarnos su última posesión.

Todo fueron cordiales palabras de bienvenida, declaración de buenas intenciones y ofrecimiento de regalos valiosos, pero ni una sola palabra sobre la entrega de la ciudad.

Decidimos mantenernos a la expectativa y esa misma noche un enviado de al-Qádir visitó a Rodrigo. El rey de Valencia le ofrecía al Campeador una enorme suma de dinero si le ayudaba a deshacerse de al-Mustain. Rodrigo contempló al mensajero como a un gusano antes de aplastarlo con el pie y lo despidió de su tienda a patadas.

Al día siguiente, al-Mustain, tal vez enterado de la oferta de al-Qádir y de la negativa de Rodrigo, le confesó al Campeador que su intención era apoderarse de Valencia e integrarla al reino de Zaragoza.

Rodrigo se sinceró con al-Mustain y le dijo:

—Majestad, he servido a vuestro abuelo y a vuestro padre con lealtad, y lo he hecho con vos hasta que don Alfonso me reclamó a su lado. Los derechos de conquista sobre Valencia pertenecen a Castilla, y así lo confirman la ley y todos los tratados. Si al-Qádir tiene ahora esta ciudad y su reino, es porque don Alfonso se la dio a cambio de la entrega de Toledo. Si queréis Valencia, deberéis ganarla vos mismo, y en eso yo os ayudaré, pero ahora soy un caballero al servicio del rey de León y de Castilla, y si la ganara por mí, debería entregarla a mi rey.

—Me disgustan esas palabras tuyas, Rodrigo. Durante más de cinco años fuiste nuestro campeón en Zaragoza y tu fama y tu riqueza se deben sobre todo a esos años. Nos debes mucho —dijo al-Mustain.

—Ambos nos debemos mucho, majestad. Es cierto que mi servicio a vuestro padre me reportó fama, riqueza y fortuna, pero mis hombres y yo mismo hemos vertido mucha sangre por ese servicio; habéis heredado un gran reino gracias a vuestro abuelo y a vuestro padre, pero gracias también al temple de nuestras espadas, no lo olvidéis. No obstante, vuestra ayuda en esta campaña bien merece una recompensa. El castillo de Murviedro podría compensar vuestro esfuerzo. Os prometo que si lo conquistamos, será para vos.

Al-Mustain repasó sus tropas; apenas eran doscientos jinetes frente a los casi dos mil soldados de la hueste de Rodrigo. El rey de Zaragoza no podía hacer otra cosa que retirarse a su reino y esperar a que el Cid le entregase Murviedro.

Al-Qádir se mantuvo recluido en su ciudad, agazapado como un conejo en su madriguera en tanto los zorros merodean en los alrededores en busca de un hueco por donde atraparlo. Nosotros nos dedicamos a saquear el territorio del castillo de Murviedro, ante la imposibilidad de conquistar semejante fortaleza, que los antiguos llamaron Sagunto. Creíamos que acabando con la resistencia de las aldeas de los alrededores y cortando los suministros, Murviedro caería como un higo maduro, pero no fue así. El alcaide entregó el castillo al rey de Lérida, que se había alejado de Valencia para instalarse a una distancia no muy grande y que se apresuró a tomar posesión de la fortaleza.

Aquel golpe de mano desorientó a Rodrigo, que no sabía muy bien qué hacer, si atacar al de Lérida, si ocupar Valencia o si mantenerse a la espera de acontecimientos. Decidió recabar la opinión del rey Alfonso y envió a unos mensajeros a Castilla. Entre tanto, los tres reyes musulmanes, el de Valencia, el de Zaragoza y el de Lérida, remitían continuos mensajes a Rodrigo prometiéndole grandes riquezas en caso de que decidiese entregar la ciudad a cualquiera de los tres.

En la carta que dirigió a don Alfonso, Rodrigo le decía que su mayor interés estaba en mantener su mesnada en tierras de moros a costa de ellos, sin que le supusiese una sola moneda al rey de León y de Castilla. Aseguraba que mientras su riqueza procediera de los musulmanes, éstos serían cada vez más débiles, lo que significaría una mayor facilidad para la conquista de estas tierras y su incorporación a la cristiandad.

Rodrigo pretendía seguir en tierras de Valencia con sus propios recursos, viviendo del botín y del saqueo, debilitando a los musulmanes a costa de empobrecerlos mediante el pago de tributos. Don Alfonso, qué otra cosa podía hacer, autorizó a Rodrigo a continuar en Levante y le confirmó la cesión de los derechos de conquista de cuantas tierras pudiera ganar.

Instalados en Requena, desde donde dominábamos la ruta entre Valencia y Toledo, asolamos varias aldeas, cobramos tributos, recaudamos dinero, caballos y joyas, imponiendo nuestras armas a cualquier otra razón de justicia o de piedad. Rodrigo quería demostrar que él solo era capaz de ganar el pan para sus hombres, sin depender del oro de ningún soberano, y de que sus mesnadas podíamos subsistir en terreno hostil con la sola garantía de nuestras aceradas espadas, nuestra sólida voluntad y nuestra acreditada pericia. Para la mayoría de aquellas gentes que sufrían nuestra presión no éramos sino bandoleros disfrazados de caballeros, ávidos de oro, sangre y botín, pero para unos pocos significábamos el espíritu de libertad y de independencia que nadie podía encarnar mejor que Rodrigo, y eran ésos los que se acercaban hasta el Campeador para pedirle que los dejara unirse a su hueste, y los que lo servirían con lealtad hasta la muerte.

El Cid decidió que era hora de regresar a Castilla, una vez que había sometido de nuevo a al-Qádir a vasallaje y garantizado el cobro de las parias; Rodrigo, seguro de que pasara lo que pasara sería capaz de mantener a sus hombres sin necesidad de recurrir a vender sus servicios a otro monarca, como se viera obligado a hacerlo tras el destierro, consideró que ése era el momento oportuno para aparecer en la corte cargado de triunfos y de oro y tal vez conseguir al fin el título condal que tanto anhelaba. Dejamos una guarnición al cuidado del castillo de Requena y otra en Valencia para defenderla de los leridanos y volvimos a Castilla.

Un atardecer, mientras caminábamos hacia Burgos por las nevadas parameras de Molina, Rodrigo me confesó sus anhelos:

—Ser conde, Diego, ser conde. Mi padre se dejó la piel y la vida luchando por Castilla y sólo consiguió el señorío de algunas aldeas en torno a Burgos. Honraré su memoria si logro para su linaje la dignidad condal. Don Alfonso me necesita más que nunca. Con los almorávides al otro lado del Estrecho, dispuestos a regresar para obtener una nueva victoria, nuestra presencia en Levante es imprescindible para sostener la defensa de León y de Castilla. ¿Qué es lo que deseo?: «el condado de Valencia» y cierta autonomía para seguir luchando, sin límite, siempre hacia el sur, siempre hacia el fulgor luminoso de Sirio.

Rodrigo se volvió para señalarme la estrella más brillante del firmamento otoñal, Sirio, la única que a esa hora lucía en el cielo azulado, rivalizando en belleza y brillo con Venus.

Durante el último mes del otoño y el primero del invierno recorrimos las nuevas heredades de Rodrigo, yendo de una a otra para recibir el vasallaje de los tenentes de cada uno de los castillos y dándoles instrucciones para la recaudación de las rentas, cuestión en la que, tras varios años de hacerlo para los reyes de León y de Zaragoza, nos habíamos convertido en verdaderos maestros.

Alentados por la nueva situación propiciada por el desarrollo de las ciudades y el comercio, los campesinos se habían aprestado a roturar bosques y a desecar lagunares para ampliar sus campos de cultivo ante las crecientes demandas de alimentos de las gentes que poblaban las ciudades. La producción agrícola de la mayoría de los feudos del Cid era mayor que la que podíamos consumir cuantos vivíamos en esos feudos, y por ello pudimos destinar la parte sobrante a abastecer los mercados de Burgos, Nájera, Sahagún e incluso de León. Con el dinero obtenido compramos caballos gallegos y asturianos y armas toledanas en Burgos y fortificamos con nuevas defensas los castillos más al sur, los más cercanos a la frontera.

Una vez más, algunos nobles gallegos volvieron a sublevarse. Galicia es una región de horizontes quebrados, con ásperas montañas y valles brumosos cubiertos de bosques casi impenetrables, y los gallegos son gentes independientes y austeras, pegados a la tierra como las raíces de sus castaños.

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