Fue en Játiva donde nos alcanzó un nuevo mensajero del rey. Don Alfonso comunicaba a Rodrigo que estaba presto a salir de Toledo con un poderosísimo ejército de más de diez mil hombres, tal vez el mayor nunca visto en los reinos cristianos. No quería que una nueva derrota como la de Sagrajas supusiera el final de su reino y había reunido todas las fuerzas que había podido convocar.
Nosotros avanzamos una jornada más hacia el sur, y de Játiva fuimos a Onteniente, acercándonos cautelosamente hacia Aledo. Allí nos llegó un nuevo mensaje de don Alfonso, en el que nos decía que lo esperáramos en
Belliana
, una localidad que identificamos con Villena, pues ninguno de nosotros había estado jamás en esas tierras tan al sur y teníamos que movernos por las informaciones que nos proporcionaban algunos guías musulmanes de cuya lealtad dudábamos. Desconocíamos aquellas comarcas y nada sabíamos de sus caminos, por lo que avanzábamos a ciegas sin un guía fiable que nos allanase las dudas ante la ruta a seguir.
Un cuarto mensajero nos dijo que esperáramos a que el rey pasara por Villena camino de Aledo y que allí nos incorporaríamos al ejército real. Y así lo hicimos. Nos fortificamos en Onteniente y estuvimos apostados, vigilando los caminos cercanos, enviando espías hacia el sur para que nos dieran cuenta de cualquier posible movimiento de tropas que pudiera atisbarse. Permanecimos varios días esperando en vano a que alguien apareciera con nuevas del rey de León, pero parecía como si la tierra se hubiera tragado al ejército de don Alfonso. Un pastor musulmán nos dijo que hacía dos días había visto a unos caballeros que parecían cristianos cabalgar hacia el este, en dirección a Hellín.
Hacia allí nos dirigimos atravesando la sierra de los Gavilanes, pero cuando nos presentamos en Hellín hacía ya varios días que el ejército cristiano se había marchado. Rodrigo montó en cólera. Un hombre de su temple no suele tener semejantes accesos de ira, pero en aquella ocasión el Campeador gritó y se encanalló como nunca más volví a verlo.
—¡Nos han engañado, nos han engañado! —gritaba como un poseso, tirando por los suelos cuantos objetos tenía al alcance de la mano.
—Ha sido un malentendido, señor —le dije para calmarlo—, don Alfonso lo entenderá.
—Me importa un rábano lo que piense don Alfonso; lo único que me preocupa es que alguien crea que Rodrigo Díaz de Vivar ha rehusado acudir a una batalla por miedo.
Eso era todo: el Campeador estaba furibundo porque su honor y su valentía hubieran quedado en entredicho.
No sé cómo pudo ocurrir, y todavía no he podido averiguarlo tantos años después, pero sigo creyendo que alguien nos engañó y nos distrajo haciéndonos esperar en Onteniente mientras el ejército del rey Alfonso pasaba por Villena camino de Aledo. No puedo asegurarlo, pero algo me dice en lo más profundo de mi corazón que fueron ciertos nobles castellanos y leoneses quienes tramaron ese engaño para que Rodrigo cayera de nuevo en desgracia a los ojos del rey. Esos nobles sabían que si Rodrigo luchaba al frente de sus hombres y conseguía vencer a los almorávides en Aledo, el rey Alfonso le concedería al fin la dignidad condal, y estaría a su misma altura, y en ese caso ya nadie sería capaz de disputarle el primer puesto entre los barones de Castilla.
Ocurrió que, mientras nosotros estábamos esperando en Onteniente, el ejército de don Alfonso había llegado hasta Aledo, de donde Yusuf ibn Tasufín se había marchado sin presentar batalla. El emir almorávide se hartó de las disensiones de los taifas y creyó oportuno retirarse a África antes que sufrir una derrota ante las disensiones del ejército musulmán. Rodrigo siguió tras las huellas de don Alfonso por Molina de Segura, cerca de Murcia, y Elche, con la única idea de demostrar que su retraso no había sido por cobardía, sino por un error, o tal vez por un engaño.
Nos habían engañado de nuevo. El rey se había dirigido hacia Toledo y allí sus principales consejeros le instaron a que rompiera toda relación con Rodrigo, al que incluso acusaron de obrar en connivencia con los almorávides.
En Elche, una deliciosa ciudad de clima suave y extensos palmerales, Rodrigo se sintió desalentado. Algunos hombres de su mesnada no entendían por qué habíamos aguardado tanto tiempo en Onteniente y no habíamos acudido antes a la defensa de Aledo; muchos de aquellos hombres tenían amigos y parientes entre los defensores de esa fortaleza y recelaron de las verdaderas intenciones de Rodrigo.
El Campeador se enteró del malestar de algunos y optó por darles explicaciones a todos. Nos reunió en una amplia explanada que se abría entre dos palmerales, y nos habló:
—Sé que entre algunos de vosotros cunde la desazón por lo ocurrido. No quiero justificar mi actitud, pues nada tengo de qué avergonzarme. Me conocéis bien, algunos hace ya veinte años que estáis a mi lado y sabéis que jamás os he fallado. Me consta que el rey don Alfonso está enojado porque no he acudido a su llamada, pero Dios es testigo de que no ha sido por mi falta de voluntad, sino por un malentendido o tal vez por una conspiración. Sois los hombres más leales que jamás haya tenido señor alguno, y por eso mismo, mi propia lealtad hacia vosotros me obliga a daros esta explicación, que espero aceptéis.
»Acabo de enterarme de que el rey planea una dura condena contra mí. Yo no quiero que seáis responsables de mis errores; por ello, el que desee volver a Castilla lo puede hacer con plena libertad, y si algún juramento de vasallaje tuviera conmigo, quede liberado de él para siempre. A los que decidan marcharse, nada les reclamaré y nada les reprocharé.
Todos los hombres guardaron silencio, algunos con los rostros hacia el suelo, como avergonzados por la decisión que iban a tomar. Muchos de ellos tenían propiedades y familia en Castilla y temían por lo que les podía ocurrir si decidían permanecer al lado del Campeador.
—Los que quieran regresar, que den un paso al frente —grité cuando me lo indicó Rodrigo.
Más de cien hombres lo hicieron. Algunos de manera decidida, sin dudar, otros más despacio, como temerosos de lo que pudiéramos pensar de ellos Rodrigo y los que habíamos optado por permanecer con él.
—Entrégales cinco dinares a cada uno y que se vayan en paz —me dijo el Cid.
—Tal vez don Alfonso comprenda…
—No es tan fuerte como su hermano Sancho, pero es un monarca enérgico y decidido. No puede pasar por alto la afrenta que cree que he cometido hacia él; guarda en su espíritu la ira regia de su abuelo don Sancho y de su padre don Fernando.
Y así fue.
Los cortesanos, encabezados por el conde García Ordóñez y por su cuñado Álvar Díaz de Oca, no cesaron de acusar a Rodrigo de cobarde, traidor y felón durante todo el viaje de regreso del rey a Toledo. Don Alfonso era un hombre ecuánime, pero su faz mudaba cuando le sobrevenían los terribles accesos de ira tan propios de los reyes de su estirpe navarra. Al fin, abrumado tal vez por las presiones de sus cortesanos, dio crédito a tanta insidia y condenó al Cid.
Promulgó un terrible edicto por el cual desposeía al Campeador de todos los castillos, propiedades, rentas y honores que poseía en Castilla, le confiscó todos sus bienes y apresó a su mujer y a sus hijos, que moraban entonces en el castillo de Ordejón. Las casas y castillos del Campeador fueron despojados de todos sus muebles, ropas y riquezas, de los que el rey se incautó.
El edicto acababa llamando traidor al Cid.
R
odrigo me envió a Toledo para que explicara al rey Alfonso el motivo de nuestra ausencia en la campaña de Aledo. Cabalgué con dos escuderos todo lo deprisa que pude, reventando caballos y hurtando tiempo al sueño y al descanso. Era el mes de diciembre y hacía un tiempo frío y brumoso que nos calaba hasta los huesos, como esa fina lluvia de Galicia que cae día tras día sin cesar.
Don Alfonso me recibió en el alcázar de Toledo, aunque antes me hizo esperar dos días, que pasé aguardando a que su majestad me concediera el permiso para explicarme.
El rey tenía unos cincuenta años y, aunque su cuerpo era todavía fuerte y nervudo, aparentaba algunos más porque su cabello y su barba eran totalmente canos. Me incliné y le ofrecí mis respetos, pero él apenas me prestó atención; se limitó a sentarse en un trono de madera engastado con hebras de oro y plata y, con un displicente gesto de la mano, me indicó que hablara.
—Majestad —le dije—, vengo en nombre de Rodrigo Díaz, vuestro más fiel vasallo y servidor, sobre quien tantas injurias y mentiras se han vertido. Don Rodrigo afirma ser inocente de la acusación de traidor y me envía para retar en su nombre a duelo en un juicio de Dios a todo aquel que se atreva a acusarlo de semejante felonía; luchará con sus propias manos contra cualquiera que mantenga esas falsedades.
Don Alfonso ni me miró, ni siquiera sé por qué me recibió aquel día; tal vez lo hiciera porque alguno de sus consejeros juristas se lo recomendara, o porque no tenía otra cosa mejor que hacer. Quizá ni escuchara mi intervención, que había preparado durante todo el camino.
El canciller se acercó hasta mí y me pidió que saliera de la sala.
—Pero si su majestad no me ha respondido nada —objeté.
—Lo hará en su momento. Ahora salid.
Y me fui del alcázar con la sensación de haber hablado a las paredes. Volví al día siguiente para recabar noticias, pero nada me comunicaron. Al fin, dos días más tarde, me recibió el canciller en unas dependencias de la planta baja del alcázar.
—Su majestad no quiere volver a oír nada más de don Rodrigo. Mantiene los cargos de felonía y traición contra vuestro señor y la pena de destierro, así como la confiscación de sus bienes y de sus feudos. Ahora bien, teniendo en cuenta sus anteriores servicios, permite que doña Jimena y sus hijos queden libres para reunirse con él.
Quise replicar al canciller, pero éste se limitó a alargarme un pergamino donde se contenía la ratificación de los cargos contra Rodrigo y la libertad para doña Jimena y sus hijos.
—¿Puedo ir en busca de doña Jimena? —le pregunté.
—Haced lo que os plazca, contra vos no existe ninguna acusación. Aquí tenéis el documento para su liberación.
Ordené a uno de los dos escuderos que me habían acompañado que regresara deprisa a Elche y que le contara a Rodrigo cuanto había sucedido en Toledo. En compañía del otro escudero, me dirigí a Burgos para brindar protección a Jimena en espera de que llegaran instrucciones del Campeador.
El merino de Burgos me hizo entrega de Jimena y de los hijos del Cid cuando le presenté el documento firmado por el propio don Alfonso y confirmado por el canciller. La mujer y los niños estaban bien de salud, aunque los cuatro tenían el semblante triste y sombrío. Diego, un muchachito de trece años, no parecía mostrar ningún miedo, pero las dos niñas, similares como dos gotas de agua, se aferraban a las faldas de su madre con los ojos temerosos.
—¡Diego, qué alegría verte! ¿Cómo está mi esposo? —me preguntó Jimena.
—Don Rodrigo se encuentra bien, señora. Os espera en Elche.
—Me han dicho cosas horribles de él.
—No creáis ni una sola de esas mentiras. Vuestro esposo no ha hecho nada de lo que un caballero castellano deba avergonzarse.
—Algunos afirman que traicionó al rey.
—Eso es falso. Quien se atreva a sostener semejante infamia deberá enfrentarse con don Rodrigo en un juicio de Dios. Pero lo que ahora importa es vuestro estado y el de los niños; ¿cómo os encontráis, os han tratado bien?
—Sí. Nos detuvieron en Orbejón y hace unos días nos trasladaron aquí a Burgos. Nos han privado de libertad, pero el trato ha sido correcto.
—Debemos esperar a que don Rodrigo me envíe instrucciones. Entre tanto, os instalaréis en el monasterio de Cardeña con los niños; yo y mi escudero lo haremos en una posada de Burgos.
Llevé a Jimena y a los niños al cenobio de San Pedro y los dejé bajo la custodia del abad. Regresé a Burgos y me hospedé en la posada del Gallo Rojo, en donde le había dicho al escudero que envié a Elche que estaría aguardando sus noticias.
Pasaron varios días en los que no hice otra cosa que cabalgar por los helados campos de Burgos. Volví a recorrer los parajes por los que años atrás cabalgara con Rodrigo, por las aldeas de Vivar, Celadas y Ubierna. Visité a mis parientes y a mi hermano, que seguía al frente de los molinos del Ubierna, ahora propiedad del rey. Pasé con él el día de Navidad y juntos rezamos ante las tumbas de nuestros padres en la pequeña iglesia del pueblo. El olor a pan recién hecho y a las tajadas de tocino cociéndose en la olla con berros y cardo trajeron a mi memoria viejos recuerdos de la infancia; y lloré por no ser capaz de dibujar en mi mente los rasgos de los rostros de mis padres, que con el paso del tiempo se habían difuminado como el humo en el aire.
Era el día de Año Nuevo; la noche anterior había nevado más de un palmo y los niños jugueteaban tirándose bolas de nieve en la ribera del Arlanzón. Mi escudero y yo comíamos en la posada un reconfortante caldo de verduras con carne y un pan anisado. Los seis caballeros entraron en la estancia y enseguida nos localizaron.
—¡Don Diego! —exclamó uno de ellos.
—¡Amigos! —grité.
Nos abrazamos y les pedí que se sentaran junto a nosotros.
—Acabamos de llegar de Elche. El Cid nos envía para que os escoltemos: desea ver cuanto antes a su esposa y a sus hijos —dijeron.
—Estaréis agotados y hambrientos. ¡Posadero, posadero!, más caldo para estos caballeros, y pon un cabrito a asar, que bien se lo merecen.
Dimos buena cuenta del cabrito y de medio cántaro de vino tinto.
—Partiremos enseguida; aquí nada más tenemos que hacer.
—El Cid nos ha ordenado que leamos su reto en la plaza y en las puertas de Burgos, tomad.
Uno de nuestros caballeros me alargó un pergamino en el que Rodrigo juraba que no había cometido ninguna traición contra el rey y retaba a los que sostuvieran lo contrario a enfrentarse con él en duelo.
—Proclamaremos este juramento del Cid por toda la ciudad, pero me temo que no sirva de nada.
Al día siguiente así lo hicimos. Rodeado por los seis caballeros y por mi escudero, voceé el juramento y el reto de Rodrigo en la plaza de la catedral, en cada una de las esquinas de la calle Mayor y en todas las puertas de Burgos, y al fin lo entregué al merino, que lo recibió y lo guardó en un cajón de su archivo. Poco después pagué doce monedas de plata a un sayón para que pregonara el reto y el juramento de Rodrigo durante doce jueves seguidos, el día de mercado, en las puertas y en la plaza de la catedral.