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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El Cid

BOOK: El Cid
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Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid, es un mito hispano de alcance universal y tal vez el mayor de todos los héroes guerreros de la historia de España. Hombre de frontera, prototipo del caballero capián de mesnada de la segunda mitad del siglo XI, la figura del Cid fue, casi desde el mismo momento de su muerte, objeto de glosa histórica y literaria… José Luis Corral ha escrito una obra maesta en la que El Cid aparece tal como fue.

José Luis Corral

El Cid

ePUB v1.1

libra_861010
20.06.12

Título original:
El Cid

José Luis Corral, 2000.

Editor original: libra_861010 (v1.0)

Capítulo
I

C
onocí a Rodrigo Díaz una mañana que vino a buscarme al convento para que le sirviera como escudero. Yo tenía catorce años y había permanecido desde los ocho en el cenobio de San Pedro de Cardeña, pues mi padre, un infanzón de Ubierna, me entregó a los monjes para que me educaran como clérigo. Como el menor de dos hermanos, no tenía derecho a la herencia paterna, por otra parte bastante menguada, y a mi padre no le quedó otro remedio que encomendarme a los monjes. Esta práctica es muy habitual entre los nobles, que asignando a sus hijos segundones a un convento se quitan de encima un problema que de otra forma no sabrían cómo resolver.

Allí, entre las frías paredes de desnuda piedra, pasé seis años de mi vida, ésos en los que se esculpe la personalidad de todo hombre. Durante aquellos largos años, mientras mi hermano y la chiquillada de mi aldea soñaban con conseguir riquezas y fortuna guerreando contra los sarracenos en la frontera, yo permanecí recluido entre los muros del monasterio, aprendiendo a leer y a escribir, latín y canto; y mientras llegaba el momento de consagrar mi vida a la Iglesia, me encomendaron mantener el claustro y la iglesia limpios y aseados, la despensa bien dispuesta y atendidos los cerdos, patos y gallinas con los que los monjes complementaban la monótona dieta de nabos, cebollas, legumbres, vino y pan.

Cuando salí del convento corrían los últimos días del año 1063 de Nuestro Señor Jesucristo y en León y en Castilla reinaba el noble y aguerrido don Fernando, hijo del gran Sancho el Mayor de Pamplona, aquel fiero monarca navarro que lograra unificar bajo su soberanía a toda la cristiandad hispana.

Sancho el Mayor fue rey de Pamplona por herencia paterna, pero en su vida ganó otros muchos territorios que incorporó a su corona. Se convirtió en el rey cristiano más poderoso de todos los que hasta ahora han sido en esta Península y estuvo a punto de conseguir la unidad de todos los reinos y Estados cristianos bajo su cetro, y aún hubiera ganado todos los territorios musulmanes si hubiera vivido lo suficiente como para continuar su obra.

Pero a su muerte, siguiendo la práctica del derecho sucesorio navarro, dividió sus dominios entre sus hijos: a García le entregó el reino de Pamplona, las tierras patrimoniales de la dinastía, a Fernando le dio el condado de Castilla, a Ramiro el condado de Aragón y a Gonzalo los de Sobrarbe y Ribagorza; cuatro hijos, los cuatro futuros reyes.

Don Fernando, ya como soberano de Castilla, ganó el reino de León, y con tan amplios territorios se convirtió en el más poderoso de entre los hermanos. Los musulmanes estaban por entonces divididos en pequeños reinos de taifas; lejos quedaban los tiempos gloriosos en que los califas cordobeses eran dueños de al-Andalus, y al rey de León y de Castilla le fue muy fácil someterlos al pago de tributos. Débiles y acomodados, los reyezuelos musulmanes no tuvieron otro remedio que pagar las parias que don Fernando les exigía; el oro de Sevilla, Toledo, Badajoz y Zaragoza engrosó sus arcas a cambio de una vigilada paz y con parte de ese oro se construyeron muchas iglesias, hospitales y monasterios, pero también castillos y fortalezas: cuanto más se debilitaba el islam, más fuerte se hacía la cristiandad.

Recuerdo aquel día de hace ahora casi medio siglo como si hubiera ocurrido ayer mismo. Yo trabajaba en el escritorio del monasterio, copiando el texto de un manuscrito iluminado del Apocalipsis de san Juan, cuando me interrumpió el abad.

—Diego, deja lo que estás haciendo y acompáñame —me ordenó.

Coloqué el cálamo sobre el pupitre, tapé el tintero y me incorporé para seguirlo.

Atravesamos el claustro, yo siempre dos pasos por detrás, y entramos en una pequeña caseta de adobe y madera donde el hermano portero se había instalado provisionalmente en tanto unos canteros vizcaínos acababan la labra de una gran portada enmarcada entre columnas y arquivoltas de piedra.

En aquella humilde estancia, de pie, conversando animadamente con mi padre, es donde lo vi por primera vez. No destacaba por su estatura, algo superior a la media pero en ningún caso exagerada; ni por el volumen de su cuerpo, fuerte y robusto pero no hercúleo; ni siquiera por la belleza de su rostro, de barbilla cuadrada y frente rotunda. Sin embargo, su profunda mirada, firme y serena, sus labios finos y bien perfilados, su nariz recta y ligeramente alargada y sus cabellos castaños y ondulados le conferían un aspecto noble y distinguido.

Mi padre se acercó al verme y me abrazó.

—Mi pequeño Diego, ya eres un hombre. ¡Cuánto has crecido desde la última vez que te vi!

De la casa de mi padre en la aldea de Ubierna, unas pocas millas al norte de la ciudad de Burgos, más allá de Vivar, hasta el monasterio de Cardeña, hay poco más de media jornada de camino llano y fácil, pero desde que mi padre me encomendara al cenobio de San Pedro sólo me había visitado en un par de ocasiones.

—Padre, me alegro mucho de veros. ¿Cómo están mi madre y mi hermano?

—Bien, muy bien. Tu hermano es un experto jinete y maneja la lanza con una destreza extraordinaria. El mismísimo rey don Fernando, que Dios guarde, lo ha elegido para participar en una de las razias que encabezará esta primavera contra los sarracenos; seguro que consigue un buen botín.

Mi padre era un modesto infanzón, heredero de una saga de aquellos hombres libres que habían bajado de las montañas del norte hacía varias generaciones, cuando los condes de Castilla alentaron a los montañeses a poblar el llano. Estaba orgulloso de su condición, y aunque era un hombre rudo y no sabía leer ni escribir, admiraba a los hombres sabios. Sus heredades en Ubierna, nada abundantes, las tenía en feudo de don Diego Laínez, señor de Vivar y padre de Rodrigo, quien poseía varias aldeas y cuyo rango, riqueza y señorío, aun siendo también infanzón, eran mayores que los de mi padre.

—Diego, éste es don Rodrigo Díaz, el señor de Vivar. Su padre, don Diego Laínez, falleció hace ahora cinco años y desde entonces es él nuestro señor. A principios del invierno acudí a su casa de Vivar a prestarle homenaje tras su regreso de la corte, y le hablé de ti; tiene algo que proponerte.

Rodrigo, que hasta entonces se había mantenido alejado dialogando con el abad, se acercó hacia mí, me miró detenidamente, como quien observa un queso en el mercado antes de decidirse a comprarlo, y dijo:

—Tu padre ha insistido para que te acepte a mi servicio como escudero. Pareces un buen muchacho: tus ojos vivaces y despiertos denotan que eres un joven inteligente. El abad me ha dicho que sabes latín, que escribes con gran corrección y que tienes algunos conocimientos en el manejo de los números.

—He procurado aprovechar cuantas enseñanzas me han impartido en el monasterio.

—Necesito un escudero que sea a la vez escribano y notario. En breve parto hacia León, a una curia real. Si lo deseas, vendrás conmigo a Vivar y a cambio de tus servicios recibirás comida, el uso de una mula, una túnica de lana y otra de lino, unas calzas, un manto grueso y dos meticales al año; me prestarás vasallaje, por supuesto, y gozarás de los privilegios propios del hijo de un infanzón.

La propuesta de Rodrigo, que yo no esperaba, me causó una enorme sorpresa. Hasta ese momento no había contemplado para mi vida otro futuro que el que me ofrecía la perspectiva de las húmedas paredes del convento, siempre entre libros, rezos y cánticos litúrgicos. Lo que me ofrecía Rodrigo suponía romper con la vida que hasta entonces había llevado y sobre todo unos nuevos horizontes, mucho más abiertos y amplios, pero también más inseguros y turbulentos. Reflexioné unos breves instantes durante los cuales, aunque parezca imposible creerlo, pasaron por mi cabeza todos los recuerdos que guardaba de mis años en la aldea de Ubierna: el agua corriendo en el río en las semanas del deshielo, rompiendo espuma en las rocas, los verdes campos de trigo de finales de mayo, el olor del pan recién cocido en el horno de casa, las largas veladas de invierno al calor de la chimenea entre las faldas de mi madre, mirando crepitar los leños al fuego mientras ella repasaba con aguja e hilo las ropas rotas y rasgadas, y sobre todo la caricia de sus manos en mi rostro y la cálida seguridad de su mirada. No lo pensé más, miré a Rodrigo y pregunté:

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