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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El Cid (3 page)

BOOK: El Cid
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El día fijado para la partida hacia León nos levantamos muy temprano. Todavía no había amanecido cuando Rodrigo nos fue despertando uno a uno a todos cuantos componíamos el séquito del señor de Vivar. El horizonte oriental comenzaba a iluminarse de una luz tenue, hacía mucho frío y el abrevadero de piedra tallada en un solo bloque estaba cubierto por una gruesa capa de hielo que uno de los criados rompió con el filo de un hacha para que pudieran beber los caballos. Nos agrupamos en el patio. Había una docena de personas, alrededor de una carreta de dos ruedas cargada con los cofres de madera y las vituallas para el camino.

Como me había prometido, Rodrigo me entregó una mula de pelo castaño, de pequeña alzada pero de amplio tranco y recias patas. Nos pusimos en marcha antes de la salida del sol, aunque ya con alguna luz derramándose sobre los llanos de Vivar, con los campos pardos recién sembrados de trigo y el verde oscuro de las encinas salpicadas por las pendientes de los páramos. En el frío de la mañana, el aire estaba cargado de un fuerte olor a tomillo y las aliagas parecían desnudas sin sus hermosas flores amarillas.

Capítulo
II

E
l rey don Fernando había convocado una curia plena en la ciudad de León para explicar su testamento y decidir la conquista de Coimbra, una antiquísima ciudad al oeste, cerca de la costa del océano. Recorrimos el camino de los peregrinos aposentándonos en los hospitales y hospederías que monarcas, condes, obispos y abades han construido a lo largo de esa ruta. Desde Vivar atajamos por los páramos de Arroyo, dejando Burgos a nuestra izquierda, y pasamos la primera noche en la fortaleza de Castrogeriz; después retomamos el Camino con un grupo de varias decenas de peregrinos hasta Carrión. Allí nos hospedamos en el palacio del conde, que nos recibió de buen grado aunque sin dejar de manifestar en cada momento la superioridad de su linaje sobre los nuestros. Desde Carrión, en compañía del conde, que también se dirigía a la corte de León, y de su séquito, partimos hacia la abadía de Benevivere, donde rezamos ante un buen número de reliquias, y continuamos hacia Sahagún, a cuyo cenobio arribamos al anochecer. El abad del monasterio había preparado un buen recibimiento, no en vano el conde de Carrión era uno de sus principales benefactores. Los monjes nos instalaron en unas dependencias recién construidas; se trataba de un edificio con una amplia nave de una sola planta que parecía destinada a recibir los frutos procedentes de los diezmos y primicias que los vasallos del monasterio pagarían al llegar el verano. Los dos días siguientes caminamos por extensas llanadas de tierras pardas que los labradores preparaban para la inminente siembra de otoño arando con yuntas de bueyes que avanzaban cansinos, trazando los surcos con el acompasado bamboleo de sus testuces bajo el restallido de los látigos en el aire; mediada la tarde avistamos las murallas de piedra de León.

Era día de mercado y la entrada a la ciudad estaba atestada de gentes que voceaban sus productos en medio de una algarabía en la que era casi imposible entender nada. Pese a ser entonces la ciudad más grande del reino, la más poblada y la que poseía un mayor número de tierras, la población de León apenas alcanzaba los dos mil habitantes. La mayoría de los productos que se ofrecían en los puestos del mercado eran frutas, verduras, legumbres y cereales; había casi una docena en las que se mostraban paños de lana, otra media docena de lino, y sólo en dos tiendas, éstas en casas de apariencia sólida, cubiertas con tejas de arcilla roja, se veían telas de seda con brocados y adamascados.

Nos separamos del séquito del conde de Carrión y buscamos aposento en el hospital de Santa María, el mejor de la ciudad, en el que sólo acogían a viajeros distinguidos. Allí nos topamos con un obispo francés, el de la ciudad de Le Puy en Vézelay, de quien supimos que iba en peregrinación hacia Compostela.

Un par de días después de que todos los nobles convocados a la curia se hubieran instalado en León, hizo su entrada en la ciudad el rey don Fernando, acompañado de su esposa doña Sancha, de sus tres hijos varones, Sancho, Alfonso y García, y de sus dos hijas, Urraca y Elvira. Hacía varias semanas que toda la familia real estaba en León, pero aquella ceremonia se preparó con todo boato para dar mayor realce a los acontecimientos que allí iban a ocurrir. Don Fernando parecía agotado: era evidente que su vida se estaba apagando poco a poco; años de largas campañas habían gastado sus últimas energías, lo que denotaba su mirada perdida, sus gestos lentos y carentes de vigor, su espalda curvada, sus hombros caídos y su cabeza ligeramente ladeada. A su lado cabalgaba la reina y tras ellos el príncipe Sancho con sus hermanos García y Elvira; inmediatamente después lo hacían Alfonso y Urraca, que siempre procuraban estar juntos, lo que no hacía sino aumentar los rumores, ya por entonces conocidos en todo el reino, de que mantenían una relación incestuosa.

El rey don Fernando celebró la curia plena los tres primeros días del año de 1064. En ella se decidieron dos cuestiones fundamentales: el inicio inmediato de la campaña contra Coimbra y la división de sus dominios entre sus hijos.

Hacía tiempo que el rey de León y de Castilla había cumplido los cincuenta años, una edad en la que apenas se espera de la vida otra cosa que aguardar paciente a que llegue la muerte, pero seguía ansioso por ampliar sus Estados, y la campaña contra Coimbra, en la que podía perder la vida, le aconsejó dejar la cuestión sucesoria bien atada. Tras intensos debates y pese a las reiteradas negativas del príncipe don Sancho a compartir la corona con sus hermanos, el rey don Fernando acabó imponiendo su voluntad, basada en el viejo derecho sucesorio de los reyes de Pamplona, que no permitía la segregación de lo heredado, es decir, del patrimonio recibido del padre, pero si lo ganado en vida. Y tal como había hecho su padre, el rey Sancho el Mayor, don Fernando dividió sus reinos entre sus tres hijos varones: a Sancho, el primogénito, le concedió Castilla, el reino que él había recibido a su vez de su padre como patrimonio, el vasallaje de Pamplona por las tierras del este y las parias del reino de Zaragoza; a Alfonso le otorgó León y los derechos a influir sobre el reino musulmán de Toledo; y al menor, al débil y delicado García, el nuevo reino de Galicia, una tierra húmeda y boscosa en el noroeste, allá donde acaba el camino que siguiendo las estrellas recorren los peregrinos hasta llegar a Compostela, donde se encuentra el confín del mundo, el final de la Tierra, y, además, el condado de Portugal, entre los ríos Miño y Duero, y los derechos sobre las taifas de Badajoz y Sevilla. Las dos hijas del rey, las infantas doña Urraca y doña Elvira, recibieron algunas fortalezas y villas, el señorío sobre los monasterios del reino y sus grandes rentas, aunque a cambio de la promesa de permanecer solteras de por vida. Don Fernando actuó como un auténtico emperador y el príncipe don Sancho, aunque de muy mala gana pues no estimaba acertada la división de la corona, aceptó el reparto.

La campaña para la conquista de Coimbra se aprobó sin discrepancia alguna. Los nobles leoneses atisbaban en ella nuevas posibilidades de ampliar sus posesiones de tierra y riqueza, algo en lo que son especialmente avaros.

Ésta era la primera vez que Rodrigo asistía como invitado a una curia regia, durante la cual se procedió además a la recepción en León del cuerpo de san Isidoro.

Recuerdo que hacía un día de perros; la noche anterior había caído casi un palmo de nieve y los tejados y las calles de León estaban colmados de un grueso manto blanco. Un gélido viento barría la ciudad desde las montañas del norte, arrojando copos helados sobre el rostro de los que nos atrevimos a salir de nuestras moradas. El rey había ordenado a todos sus fieles caballeros que acudieran a presenciar la llegada a la ciudad del cuerpo de san Isidoro, el famoso sabio que fuera obispo de Sevilla antes de que los musulmanes conquistaran el reino de los godos. Gracias a su influencia sobre el rey de Sevilla, y a cambio de una rebaja en el montante de las parias que éste debía pagar a don Fernando en calidad de vasallo, el monarca de esta taifa del sur había consentido que los restos del sabio obispo fueran trasladados a León.

Para ello, el rey había comisionado a Avito, obispo de León, para que fuera hasta Sevilla a encargarse personalmente del traslado de los restos de su colega. Avito murió estando ya en aquella ciudad, por lo que fueron dos los cuerpos de obispo que ese día recibimos en León. Para ubicar el cuerpo del santo sevillano, el que fuera autor de la famosa obra titulada
Las Etimologías
, aún recuerdo que teníamos un ejemplar en la biblioteca de Cardeña, don Fernando había ordenado la construcción de una basílica que sirviera además como templo abierto al culto y como panteón real de los monarcas leoneses.

Pese al frío aterrador, que cada uno de nosotros soportaba como mejor podía, ninguno de los invitados por el rey faltó a la cita. Nobles, escuderos y criados acompañamos en solemne procesión los féretros con los restos de san Isidoro y los del obispo Avito, declamando jaculatorias en honor a sus nombres y para la salvación de nuestras almas. Una multitud de plañideras caminaba casi a rastras, profiriendo grandes alaridos de dolor, mesándose los cabellos que previamente habían embadurnado con ceniza y alzando los brazos al cielo clamando por la salvación de los difuntos. Decenas de clérigos ataviados con capas y estolas desfilaban cabizbajos formados en dos filas, escoltando a los ataúdes, y al final, agrupados como el borlón de una cinta, cerraban la comitiva varios obispos leoneses y gallegos, además del de Le Puy, quien animado por el espectáculo que se avecinaba no dudó en posponer su marcha hacia Compostela hasta que acabaran las honras por san Isidoro, y el de Calahorra, que apareció en León dos días antes de los fastos sin que nadie supiera de dónde había salido.

La recuperación de las reliquias del santo sevillano parecía ser un buen augurio para la empresa militar que iniciábamos, y nos pusimos de inmediato en camino hacia Coimbra. Mi señor Rodrigo y su grupo nos integramos en la mesnada del príncipe Sancho. Atravesamos las tierras heladas de León por el camino que discurre hasta el río Duero, que dejamos para continuar hacia el sur. Formábamos un ejército formidable de al menos mil caballeros y cinco mil peones los que nos concentramos cerca de la ciudad de Guarda, al pie de una sierra que llaman de la Estrella, desde donde en cuatro jornadas de dura marcha descendiendo por el río Mondego, alcanzamos los muros de Coimbra; era el día 20 de enero y hacía tan sólo quince que habíamos salido de León.

Debido a la dureza de la marcha, al frío de los páramos helados y a la humedad de los ríos y los bosques, todos estábamos cansados y con pocas ganas de iniciar un asedio, pero el rey impuso su férrea voluntad y nos pidió un esfuerzo añadido. Sin apenas tiempo para tomar un respiro, construimos el campamento con sencillas empalizadas de madera, cortamos los caminos alrededor de la ciudad y cerramos el cerco con trincheras. La vieja ciudad romana estaba protegida por sus solidísimas murallas de piedra, parecidas a las que poco después veríamos en Zaragoza. Coimbra se encuentra sobre una colina a orillas del río Mondego y por sus formidables defensas, su posición elevada y la facilidad de sus moradores para tomar agua de pozos e incluso del mismo río, su conquista parecía una misión harto complicada.

—No va a haber ninguna batalla. El rey nos ha indicado que debemos aguardar firmes hasta que la ciudad se rinda. Ha conminado a los defensores a enfrentarse en campo abierto y que sea el combate quien decida el nuevo dueño de Coimbra, pero el gobernador musulmán se ha negado a lidiar. No nos queda sino esperar a que se acaben sus provisiones y se rindan —me dijo Rodrigo, un tanto desalentado, de regreso de una de las primeras reuniones que celebraron los caballeros con el rey para decidir la táctica a seguir para la conquista de la ciudad.

Su sangre guerrera hervía en deseos de entrar en combate: era joven y prefería que el destino se decidiera en el campo de batalla.

Apenas formalizado el cerco, un heraldo acudió ante don Fernando con un mensaje urgente del rey musulmán de Zaragoza. Al-Muqtádir reclamaba su ayuda ante el avance de los aragoneses, que estaban asolando las comarcas de la frontera norte de su reino. Para don Fernando era un contratiempo, pues acudir en ayuda de su aliado suponía detraer tropas del cerco de Coimbra, pero no podía consentir que el rico reino zaragozano, y sobre todo sus abundantes parias, cayeran en manos de su hermano y rival Ramiro.

Llamó a su hijo don Sancho y le ordenó que reuniera a trescientos caballeros y que acudiera hasta Zaragoza para ayudar a al-Muqtádir.

Mi señor Rodrigo había mostrado toda su destreza y su fuerza en el manejo de las armas en el campo de entrenamiento y quería entrar en combate cuanto antes. El príncipe don Sancho estaba orgulloso de su joven amigo, al que personalmente había ceñido la espada para nombrarlo caballero, y aunque entre Rodrigo y don Sancho había una diferencia de edad de varios años, los unía una estrecha amistad. Don Sancho, como primogénito, sabía que un día no muy lejano heredaría el reino de Castilla, y estaba preparando a un grupo de jóvenes caballeros en torno a los cuales pensaba configurar su futura corte.

Cuando regresé a la tienda me encontré a Rodrigo recogiendo el equipo de campaña.

—Diego, partimos hacia Zaragoza —me dijo con un brillo metálico en sus adolescentes ojos de guerrero.

—Pero si apenas hace unos días que hemos llegado aquí —le repliqué.

—Un correo del rey de Zaragoza trajo ayer una angustiosa llamada de auxilio: el rey don Fernando ha requerido la presencia de trescientos caballeros para que acudan a defender ese reino vasallo suyo del ataque de los aragoneses. Encabezará el batallón el príncipe don Sancho.

—¿Y pensáis acudir a esa llamada? —le pregunté.

—Por supuesto. Mira Diego —me dijo confiado—, yo, como tú mismo, soy hijo de un infanzón del que he heredado títulos y posesiones. Nuestra condición nos sitúa por encima de la mayoría de la gente, pero por debajo de la alta nobleza del reino, de los condes y de los magnates. A ellos les ha bastado con nacer en una noble cuna para alcanzar honores, privilegios y un puesto en la curia real. A nosotros, los infanzones y los hidalgos, sólo nos queda nuestra habilidad y nuestro valor en la guerra para alcanzar esa posición, y te aseguro que no es nada fácil. Mi padre pasó toda su vida luchando por Castilla y por su rey en la frontera del este, conquistó villas y castillos para nuestro señor don Fernando, amplió los límites de Castilla muchas millas hacia levante, consiguió nuevas rentas y nuevas tierras, y a pesar de ello jamás alcanzó un puesto en la curia, uno de esos sitiales que ocupan junto al rey gentes con menos merecimiento pero del que disfrutan en derecho por haber nacido en el seno de una poderosa familia. Don Fernando y su hijo don Sancho no confían en la alta nobleza del reino: saben que los condes y magnates son demasiado poderosos, que poseen abundantes tierras y haciendas, incluso saben que muchos de ellos alardean de tener más derecho a la corona que el mismísimo rey. La nobleza y la monarquía son dos fuerzas enfrentadas, por eso éste es un buen momento para ascender en la corte: el rey necesita jóvenes caballeros que le ayuden en su empresa de engrandecer el reino. Considera que si se recurre tan sólo a la alta nobleza, ésta no hará otra cosa que incrementar su riqueza y su poder a cambio de esa ayuda. Por todo eso tengo que ir a Zaragoza.

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