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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El Cid (4 page)

BOOK: El Cid
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Y Rodrigo tenía razón: en aquellos tiempos, tanto el rey don Fernando como su hijo don Sancho estaban recelosos con la alta nobleza que veía con suspicacia el ascenso en la corte de hidalgos e infanzones, a los que despreciaba por su origen mucho más modesto.

Desde que salimos de Coimbra hasta que volviéramos a encontrarnos en Burgos, donde don Sancho convocó a la hueste para Zaragoza, disponíamos de quince días que aprovechamos para ir a Vivar, pero apenas pudimos recobrar el aliento y recoger algunas provisiones. Rodrigo encabezaba la marcha al salir por el camino de tierra hacia Burgos. Montaba un recio palafrén cárdeno, alto y fuerte, y tras él trotaba, asido a la silla por un ronzal, un corcel casi negro de tan zaino, grande y ligero de pies, la herencia más valiosa que le dejara su padre después de la tierra y el ganado. Las armas de Rodrigo, un escudo de madera endurecida al fuego con las cantoneras de bronce, la espada de combate, la larga lanza para la carga de caballería, una pesada maza con puntas de hierro en la cabeza y un hacha de combate de doble filo, colgaban de una mula que también portaba una silla
morzerzel
, decorada al estilo musulmán con lujosos brocados dorados que don Sancho había regalado a Rodrigo el día que lo invistió como caballero.

Los nobles e infanzones montábamos sobre las acémilas y los criados caminaban al lado de los dos bueyes que tiraban de una carreta con las provisiones y que, en caso de necesidad, también nos podrían servir de alimento. Rodrigo cabalgaba orgulloso con la mirada al frente, como queriendo otear cuanto antes las torres de Burgos, dispuesto a protagonizar las aventuras que de niño había imaginado en la aldea de Vivar, cuando en el patio de su casona o en la plaza de la iglesia escuchaba a los juglares relatar las hazañas de los heroicos condes que habían logrado la independencia de Castilla, o cantar las excelencias del emperador Carlomagno, cuyas gestas eran declamadas por los juglares francos que recorrían el camino de los peregrinos hacia Compostela, mezclando palabras de varios idiomas en una jerga que casi todo el mundo entendía.

Durante el camino hasta Burgos, entre los campos de trigo, el azul límpido del cielo de Castilla y el hálito de la respiración de hombres y bestias, Rodrigo no pronunció una sola palabra; permaneció absorto en sí mismo, los serenos ojos castaños siempre al frente, con una mirada entre perdida y atenta. ¡Quién sabe qué ideas pasaron ese día por su cabeza! Tal vez se imaginara como un nuevo Carlomagno entrando, ahora sí, triunfante en Zaragoza, ante las aclamaciones de sus moradores. Si así fue, en verdad que aquel sueño se cumpliría unos años más tarde.

Entramos en Burgos a primera hora de la mañana. Hacía poco que el sol había rayado el alba y los comerciantes burgaleses ya habían desplegado sus puestos en los mercados. Poco a poco, los convocados por el príncipe don Sancho para la hueste de Zaragoza nos fuimos concentrando a lo largo de la mañana en el amplio arenal a orillas del río Arlanzón. Algunos habían llegado directamente de Coimbra y estaban allí desde la tarde anterior, instalados en un improvisado campamento de tiendas de lona y carretas, y otros fueron afluyendo desde el amanecer de todos los rincones del reino. Hacía ya tres días que el infante don Sancho había llegado a Burgos, tras pasar por Zamora y Salamanca para recoger algunos voluntarios. Lo vi pasear entre los convocados sobre un fino caballo ruano, del que alguien dijo que era un regalo del rey de Toledo, saludando a los nobles y dándoles ánimos ante lo que se avecinaba. Cuando se detuvo delante de nuestro grupo, descendió de un ágil salto y se abrazó a mi señor.

—Mi amado Rodrigo. ¡Qué alegría volver a verte aquí!

—Sabéis que no podía faltar a vuestra llamada —dijo el de Vivar.

—¡Zaragoza, Rodrigo, Zaragoza! Una de las mayores ciudades que los sarracenos poseen en estas tierras. Me ha dicho un embajador de mi padre que dentro de sus muros habitan más de veinte mil almas y que alberga palacios y tiendas sin cuento.

—En verdad que ha de ser una ciudad maravillosa.

—Lo es. Y tú y yo allí juntos, luchando por Castilla…, y regresando cargados de oro tras cobrar las deudas que su rey tiene contraídas con nosotros. Ya casi siento el aire en mi rostro cuando cabalguemos juntos al encuentro de ese tío mío, don Ramiro, el viejo rey de Aragón que sólo ansía ganar las tierras tributarias de mi padre. Pero se ha equivocado si creía que íbamos a quedarnos cruzados de brazos mientras él saqueaba impune el territorio de nuestro aliado al-Muqtádir y se hacía con sus riquezas. Ya verás, Rodrigo, le haremos correr hacia sus montañas del norte como los galgos a las liebres.

—Será como decís, señor.

—Así será.

Don Sancho volvió a abrazar a Rodrigo, subió a lomos de su caballo y prosiguió con la inspección de las tropas. En la ribera del Arlanzón, a las puertas de Burgos, había trescientos caballeros, más de mil hombres contando a los peones, los escuderos y los criados.

Nos pusimos en marcha a la mañana siguiente, sin apenas tiempo para hacer otra cosa que adquirir algunas provisiones, repasar la lista de pertrechos, que yo había anotado cuidadosamente en una tira de pergamino, y comprobar que nuestras cabalgaduras se encontraban en buen estado. Dejamos Burgos en dirección este, hacia la salida del sol; avanzábamos deprisa por la senda de los peregrinos, aunque en dirección contraria a la que seguían los que caminaban hacia Compostela, hasta que a media jornada de marcha desde Burgos abandonamos el Camino para tomar dirección sureste, por el curso del Arlanzón. Pasamos la primera noche al pie de una sierra de tupida vegetación, cuyas cumbres y partes más elevadas de las laderas estaban todavía cuajadas de nieve. Hacía un frío espantoso que a duras penas logramos mitigar durmiendo entre los animales, cubiertos con todas las mantas y capotes que habíamos traído.

Uno de los caballeros de la mesnada de Rodrigo comentó durante la cena que hubiera sido más rápido seguir el Camino hasta Nájera, y desde allí, por el gran río Ebro, continuar hasta Zaragoza; pero avanzar por esa ruta hubiera supuesto atravesar tierras del rey de Pamplona, para lo que no teníamos autorización.

Durante los tres días siguientes, con los aullidos de los lobos resonando entre las montañas, superamos sierras, collados y páramos, avanzando entre la nieve y el hielo, por caminos pedregosos y desiertos, a la vera de los cuales, muy de cuando en cuando, se alzaba una pequeña torre y una solitaria aldea donde unas pocas decenas de campesinos vivían en paupérrimas cabañas de barro y paja. Sólo una de ellas, llamada Salas, me pareció relevante. Al final del tercer día acampamos en la ladera oriental de la sierra de Cabrejas; unos exploradores que había enviado por delante el príncipe don Sancho regresaron al atardecer para comunicar que en Soria, la primera de las villas de los sarracenos del reino de Zaragoza, esperaban nuestra llegada.

Al pie de aquellos ásperos montes acababan las tierras del rey de Castilla y comenzaban las de los moros. Entramos en Soria al atardecer. Es ésta una pequeña villa de un centenar y medio de casas, algo así como la mitad de Burgos, o poco menos; se alza sobre una colina bordeada por el río Duero y está protegida con murallas; en lo más alto, los moros han construido un castillo, que ellos denominan alcazaba, donde reside el gobernador nombrado por el rey de Zaragoza.

Aquella fue la primera vez que vi a los sarracenos, de los que tanto había oído hablar en mi aldea de Ubierna y luego en el monasterio de Cardeña, y sobre los que había leído algunas cosas terribles en las tres crónicas que teníamos en la biblioteca del cenobio. Pese a lo que había oído y meldado sobre ellos (en alguna crónica aparecían descritos como verdaderos demonios) no me parecieron distintos a nosotros. La mayoría hablaba una lengua similar a la que usamos en Castilla y era muy fácil entenderse con ellos; eran pocos los que sabían hablar con corrección el árabe, la lengua en la que se expresan los musulmanes cultos y en la que están escritos sus libros sagrados, sus crónicas, sus textos legales y sus más bellos poemas y canciones.

El gobernador de Soria agasajó con grandes honores a nuestro príncipe, en un banquete al que acudieron media docena de los más principales caballeros entre los que se encontraba mi señor Rodrigo, quien me ordenó que le preparara la túnica de seda, que vestiría con motivo de la recepción. Fue un alivio poder despiojarse en los modestos baños de esa villa, que sólo unos pocos utilizamos. Es bien conocido que los musulmanes no tienen ninguna prevención hacia el baño, que usan con frecuencia; en cambio, algunos cristianos suponen que bañarse es algo muy perjudicial y que con el agua y los jabones se van la vida y el alma y se pierde vigor y salud. Pero esa creencia debe de ser una más de tantas supercherías como corren en estos tiempos, pues yo he visto a muchos musulmanes vigorosos y enérgicos que se bañan dos y hasta tres veces a la semana.

Desde Soria hasta Zaragoza hay cuatro largas jornadas de camino; durante las dos primeras se atraviesan unas tierras altas y áridas, barridas por un racheado viento helador durante el día y un frío intensísimo durante la noche, y las dos últimas discurren por el valle del río Ebro, el más caudaloso que he visto en toda mi vida, entre campos de trigo y ordio y huertas de frutales y hortalizas. A mitad de camino se alza una enorme montaña refugio de osos y lobos y cubierta de bosques, el monte Cayo, que en aquellos días estaba cuajado de nieve hasta el extremo de su falda; a sus pies parece como recostada la ciudad de Tarazona, donde el rey de Zaragoza mantiene destacado un nutrido batallón de su guardia.

Avistamos Zaragoza, que entonces creí sería, ésta sí, la mayor ciudad del mundo, cuando el invierno comenzaba a rendirse a la primavera y el espliego y el tomillo florecían en las laderas de las muelas. Esa ciudad es tan grande como diez veces Burgos y está rodeada de un doble cinturón de murallas: uno de ladrillo, adobe y tapial, el más largo, y otro interior de piedra, que dicen que levantaron los romanos. Allí abundan los mercados, rebosantes de todo tipo de mercancías, algunas de las cuales jamás había visto. A don Sancho lo recibió al-Muqtádir, el aguerrido rey de Zaragoza, en su palacio de la Zuda, a orillas del Ebro. En un encendido discurso en árabe, que uno de los traductores iba repitiendo en voz alta, habló del tirano Ramiro, el rey cristiano de Aragón, contra quien los castellanos íbamos a luchar junto con los musulmanes zaragozanos. En varios momentos de su discurso al-Muqtádir llamó «perro» a Ramiro, «hermano» a nuestro rey don Fernando e «hijo» al príncipe don Sancho. Yo no entendía nada, pues en realidad al-Muqtádir era un musulmán, un «perro» para los cristianos, los verdaderos hermanos eran Fernando y Ramiro, y don Sancho era por tanto el sobrino del rey de Aragón.

Se tardó una sola semana en organizar el contingente de tropas que habían reclutado los generales zaragozanos por todas las provincias de su reino para enfrentarse con garantías al rey Ramiro. Dos días antes de la partida hacia el norte, el ejército hizo una demostración de fuerza bajo los muros de un poderoso castillo cerca del río, en un llano entre trigales y alamedas que dicen de la Almozara. En una brillante parada militar desfilaron los orgullosos escuadrones de caballería del ejército de la taifa zaragozana, formados según su lugar de procedencia. El grupo de elite lo conformaba la guardia real: medio millar de jinetes vestidos con túnicas azules y amarillas y equipados con cotas de malla y cascos cónicos. Junto a ellos destacaba un batallón de enjutos bereberes, gentes aguerridas reclutadas en el norte de África, que montaban veloces dromedarios, un animal que yo nunca antes había visto y cuya alzada, largas patas y modo de trotar me sobresaltaron. Todos los batallones disponían de banderas, pendones y gallardetes de vivos colores, muchos de ellos con frases en árabe de su libro más sagrado, el Corán.

Salimos de Zaragoza por el gran puente que atraviesa el Ebro desde el centro del lado norte de la ciudad, que llaman medina, hasta el barrio del arrabal de Altabás, en la orilla izquierda, y tomamos un polvoriento camino siguiendo el curso de un río bastante caudaloso que discurre por un valle de feraces huertos entre páramos casi desiertos, como una gran cinta verde serpenteando en un arenal, siempre hacia el norte hasta la ciudad de Huesca.

Huesca es más pequeña que Zaragoza, pero mayor que Burgos; está situada sobre una colina en un llano, al pie de una sierra, rodeada de una fortísima muralla de piedra, pues no en vano es la primera ciudad de los musulmanes en la frontera del norte. Nos instalamos en el barrio de los mozárabes, que son los cristianos que viven en territorio dominado por los musulmanes. Mi señor Rodrigo y yo nos hospedamos en la casa de un joven matrimonio: el esposo era el jefe de la comunidad de cristianos, una especie de obispo; la esposa, una muchacha de rasgos delicados aunque ademanes un tanto toscos, no dejó ni un instante de observar cada uno de los movimientos de Rodrigo, quien pese a su juventud, ya era un hombre apuesto y altanero, muy atractivo para las mujeres de toda condición. Creo que el dueño de la casa se dio cuenta de la especial atención que su esposa dedicaba a Rodrigo, pero el poco tiempo que estuvimos allí y la prudencia de mi señor bastaron para que no ocurriera nada que pudiera perturbar la armonía de los jóvenes esposos.

En Huesca nos informaron de que el ejército aragonés estaba acampado cerca de una villa llamada Graus, a unas dos jornadas y media hacia el este. Sin dilación, el ejército de la taifa zaragozana y los refuerzos de Castilla nos pusimos en marcha hacia ese lugar. Antes de llegar a Graus atravesamos Barbastro, una enriscada fortaleza a cuyo pie, cerca del río, había crecido un arrabal muy populoso; desde Barbastro, avanzamos en dirección norte hacia Graus.

Por fin, a principios de marzo, nos encontramos frente a frente con los aragoneses. Ellos ocupaban una ventajosa posición, en la confluencia de dos ríos, con sus espaldas a resguardo por un amplio llano en el que su caballería podía maniobrar con ventaja. Nuestro ejército estaba situado al sur, cerca de un desfiladero junto al que podían cercarnos sin posibilidad de huida. Al amanecer, los aragoneses se desplegaron en un amplio frente; no parecían muchos, tal vez ni siquiera la mitad que nosotros, pero, al menos por la rapidez de sus movimientos y por su decisión, se mostraban mucho más predispuestos a la batalla.

Al-Muqtádir dispuso que la caballería pesada castellana se colocara en primera línea y tras ella la zaragozana, y un poco más atrás la caballería ligera musulmana, con algunos refuerzos llegados desde Sevilla, y los bereberes con sus dromedarios.

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