—Casi, mi señor, casi —apostillé.
—Después de oír esto nunca volveré a creer en lo que los libros cuentan de los antiguos héroes y de sus hazañas —me confesó.
—De alguna forma hay que ilusionar a esas gentes; ellos esperan que sus héroes venzan en combates imposibles.
—Mi triunfo en Zaragoza fue fácil, Diego. Ese Fariz era un hombretón confiado en su enorme fuerza y me menospreció como rival; sólo fue necesario un poco de habilidad para vencerlo. En muchas ocasiones la victoria depende de eso, de la habilidad…, bueno, y a veces también de la suerte. Quién sabe, tal vez el destino…
Y Rodrigo se alejó entre la gente que aplaudía al juglar cuando éste anunció que su relato había terminado y que rogaba de los presentes unas monedas para alimentar su cuerpo, a cambio del alimento que él había proporcionado a sus espíritus.
El vasallaje de Zaragoza no hizo sino alentar hacia Castilla el odio de aragoneses y navarros, que aliados al fin organizaron un ejército durante el verano. Don Sancho fue informado de que un pequeño contingente de tropas navarro-aragonesas se dirigía hacia la frontera oriental y salió a su encuentro con un centenar de caballeros. El rey dio tan poca importancia a este episodio que Rodrigo ni siquiera fue convocado.
Los dos ejércitos se encontraron cerca de Viana, la antigua sede de los reyes navarros. Los aragoneses y navarros eran muchos más de los que don Sancho había supuesto, y el rey de Castilla salió derrotado. Sólo la presión de un ejército musulmán zaragozano que acudió en ayuda de los castellanos obligó a los aragoneses a retroceder, pues, envalentonados por su victoria, se habían mostrado dispuestos a llegar hasta Burgos.
A
quel otoño de 1067 murió doña Sancha, la reina viuda del rey don Fernando. Mientras ella sobrevivió a su esposo, don Sancho permaneció en paz con sus hermanos, pese a que en su cabeza no cesaba de bullir la idea de reunificar los dominios de su padre, pero muerta la reina madre no había ningún impedimento para que, como primogénito, reivindicara el dominio de toda la herencia paterna.
Don Sancho buscó en principio el acercamiento a su hermano don Alfonso, el rey de León. Convocó una curia a finales del invierno de 1068 para celebrar la restauración de la sede episcopal de Oca, un paso más en sus anhelos por controlar toda la Rioja. A esa curia acudió don Alfonso y en ella mi señor firmó los documentos en un lugar privilegiado, por delante incluso de algunos magnates del reino, que ya recelaban abiertamente del ascenso del que consideraban un simple infanzón advenedizo, indigno de merecer tan altos honores.
Aquellos días junto a su hermano sirvieron a don Sancho para escrutar cómo le había sentado la realeza a don Alfonso y, a la vista de ello, tramar su plan: denunciaría la división del reino alegando que no había sido justo, pues en el reparto Alfonso había salido muy beneficiado. Don Sancho reclamó a don Alfonso parte de su herencia, y éste se la negó, lo que provocó la declaración de guerra entre León y Castilla.
Ambos hermanos pactaron la celebración de una batalla en los campos de Llantada, en la cual se dirimiría el futuro de sus reinos. Don Sancho no quería sufrir una nueva derrota como la acontecida en Viana y entregó el mando del ejército a Rodrigo, quien, de hecho, seguía portando el estandarte real pese a no tener aún el nombramiento por carta.
El río Pisuerga, cuyas aguas dividían entonces los reinos de Castilla y de León, bajaba muy menguado aquel 19 de julio. Cien caballeros por cada bando estaban formados frente por frente a ambas orillas del río, los leoneses en la derecha y los castellanos en la izquierda, pero sólo un monarca observaba desde sus reales a los dos ejércitos prestos para el combate; Alfonso no había acudido al campo de batalla.
Rodrigo mandaba las tropas castellanas con poco más de veinte años y atravesaba un gran momento como guerrero. La misma mañana de la batalla lo asistí en su tienda. Mientras se vestía, pude contemplar su cuerpo desnudo, con sus músculos modelados por el ejercicio constante al que no renunciaba en ninguna circunstancia.
—Ya tienes veinte años, creo; es el momento de que te aprestes para combatir —me dijo cuando lo ayudaba a calzarse las botas de cuero.
—¿Os referís a hoy mismo? —le pregunté casi muerto de miedo.
—Yo era más joven que tú ahora cuando luché en Graus, ¿recuerdas?
Yo estaba temblando ante la sola idea de enfrentarme cara a cara con uno de aquellos caballeros leoneses.
—Pero mi señor, no soy caballero —balbucí.
—No, no lo eres, pero tu familia es noble, tu padre es un infanzón, como yo. Bueno, ya resolveremos esta cuestión cuando acabe esta guerra con los leoneses; dejaremos tu bautismo de sangre para otra mejor ocasión. Ahora, prepara mi espada, creo que hoy tendré que usarla.
Respiré aliviado y corrí en busca de la espada, no fuera que Rodrigo se arrepintiera y me ordenara calarme la celada, colocarme los guantes y empuñar una lanza de combate.
Hacía tiempo que Rodrigo venía explicándome los fundamentos de todo buen soldado, y cuando estábamos en Vivar yo le servía en muchas ocasiones como compañero de entrenamiento. Cierto que yo era bastante diestro con la lanza y la espada y no me eran ajenos el uso del escudo, la maza de combate e incluso el hacha de doble filo, que en el último año había comenzado a manejar, pero yo había sido educado de niño para ser un clérigo y no para luchar en los campos de batalla, aunque sabía que un día u otro tendría que acompañar a mi señor no sólo en la tienda como escudero, sino también en la pelea como soldado; al fin y al cabo, para eso me estaba adiestrando.
La carga de caballería de los castellanos arrolló a los leoneses. Rodrigo no sólo era mejor soldado, sino también mucho mejor estratega que el alférez leonés. Hasta yo mismo me di cuenta de que la maniobra que habían realizado los leoneses era equivocada: ante la carga compacta de los castellanos, los leoneses se desplegaron en un frente demasiado amplio para defenderlo por completo, y su formación fue desbaratada con suma facilidad; el resto fue sencillo.
Los leoneses que sobrevivieron al encuentro, con su alférez al frente, huyeron hacia el oeste, buscando protección y refugio en alguno de los castillos de la frontera, y nosotros regresamos a Burgos triunfantes. Don Sancho había demostrado su fuerza y parecía claro que su hermano don Alfonso poco podía hacer para oponérsele, aunque, para calmar la ira por la derrota, asoló las tierras de Badajoz aprovechando la muerte de su reyezuelo al-Mutawákkil.
La dama de Celada ocupaba buena parte del tiempo de mi señor Rodrigo. Dos o tres noches de cada semana las pasaba en casa de la joven viuda, pero entre tanto, no dejaba un solo día de ejercitarse en el combate; y yo era casi siempre su oponente. Con tanto ejercicio —confieso que muchos días acababa tan cansado que lo único que me importaba era una cama y un poco de agua—, mis músculos fueron adoptando el tono de los de un guerrero.
—En la próxima batalla lucharás a mi lado —me dijo un día Rodrigo.
—¿Habrá una nueva batalla? —pregunté ingenuo.
—Siempre hay una que espera. No sabemos cuando ni dónde, pero ahí está, aguardándonos.
Y así, entre combates ficticios, idas y venidas a Celada, cosechas de trigo y vid, pasaron dos años.
Mi padre, aquejado de una tos permanente, herencia de tantas agotadoras cabalgadas, noches a la intemperie, sangrientos combates y cruentas guerras, murió aquel crudo invierno. Mi hermano heredó sus menguadas propiedades en Ubierna y juró lealtad a Rodrigo por ese feudo. A mí me correspondieron unas cuantas monedas, algo de ropa y parte del equipo militar de mi padre.
No tardó en seguirlo mi madre, ajada por el frío, la edad y el duro trabajo. Aunque me avisó mi hermano, no pude llegar a tiempo para verla morir. Cuando me presenté en Ubierna estaba ya envuelta en la mortaja y varias mujeres de la aldea la velaban llorando su muerte. La enterramos en el interior de la iglesia, en una tumba excavada en el suelo sobre la que colocamos unas lajas de pizarra.
De vuelta a Vivar, Rodrigo, que me había acompañado a Ubierna, me habló de su madre. Fue la primera y la última vez que lo hizo y me extrañó bastante, pues hasta entonces nunca la había mencionado, y jamás volvió a hacerlo. Cabalgábamos a la par, por un estrecho camino:
—Yo no conocí a mi madre, murió poco tiempo después de que yo naciera. Ni siquiera tengo un recuerdo de la imagen de su rostro. Mi padre nunca me habló demasiado de ella. Era hija de Rodrigo Álvarez, miembro de un poderoso linaje leonés, pero apenas otra cosa sé de ella. Tú, Diego, al menos la pudiste conocer de niño, y siempre quedará en ti el recuerdo de sus ojos, de sus manos acariciando tu pelo, de su sonrisa…
En aquel momento Rodrigo no me pareció el gran guerrero que era, sino un niño solo y perdido, necesitado del calor del regazo de su madre. Asentí con la cabeza a las palabras de Rodrigo, pero si hubiera podido decirle algo en aquel momento, si me hubiera atrevido a hablarle, le habría descrito la mirada triste y casi perdida de mi madre, sus manos encallecidas y ásperas por el trabajo cotidiano, su rostro surcado por el dolor de la agónica espera a que un día le dijeran que su marido había muerto en uno de los muchos combates que al lado del padre de Rodrigo libró en la frontera contra los navarros. O tal vez le habría hablado del profundo dolor que atravesó mi corazón cuando a los ocho años me condujeron al convento de Cardeña y no volví a verla hasta varios años después, de mi añoranza al no poder estar con ella todo ese tiempo, de mi desconsuelo cuando regresé seis años más tarde a Ubierna y la contemplé tan cambiada, maltratada y ajada por el tiempo y por la angustia, sin otro afán que esperar que la muerte la alcanzara antes que a su esposo y a sus hijos, y así evitarse nuevos sufrimientos. Pero callé, y lo dejé pensando en su madre y en lo que pudiera haber sido su infancia junto a ella.
El rey don Sancho se presentó en Vivar pasada la fiesta de la Epifanía. Unas pocas semanas antes había celebrado en Burgos una curia a la que había asistido Rodrigo y tras la cual el rey Sancho se había casado con una princesa inglesa de nombre Alberta, una mujer muy hermosa, de cabello dorado como la mies y luminosos ojos azules. Ignoro de qué pudieron hablar en esa reunión, pero en cuanto regresó a Vivar, mi señor me ordenó que tuviera listo el equipo de campaña.
—El tuyo también —recuerdo que puntualizó.
—No tengo todo el equipo que se requiere para el combate —alegué.
—Ahí tienes lo que te falta —dijo señalando una gran bolsa que colgaba de una de las mulas que traía consigo—; y ése será desde ahora tu caballo, un caballero necesita un caballo, un caballero no es tal si no posee uno.
—No soy caballero.
—Pronto lo serás —sentenció.
Junto a la mula había un palafrén como los que suelen montar las damas. Tal vez no fuera el caballo que necesitaba un caballero, pero por el momento debería conformarme con él.
Don Sancho tenía un aspecto formidable. Contaba treinta y cinco o treinta y seis años, pero mantenía intactas las virtudes que lo hicieran famoso cuando era príncipe. Su fortaleza de cuerpo le hacía ser bravío en cualquier circunstancia y, por su desmesurada ambición, se mostraba arrollador ante cualquier empresa que planeara.
—Rodrigo, mi buen Rodrigo —lo saludó a la entrada de Vivar, donde mi señor había salido a recibirlo.
—Sed bienvenido, majestad.
Ambos se dirigieron a la casona de Rodrigo, donde habíamos preparado un buen guiso de carne de venado, lonchas fritas de jamón, queso fresco frito, tortas de avena y nueces y el mejor vino de la bodega. Don Sancho se quitó la capa y se acercó al fuego de la chimenea.
—Mi hermano García tiene dificultades en Galicia. Ya sabes que su carácter pusilánime lo convierte en un inútil para gobernar su reino. Un conde de la región de Braga se ha rebelado contra él y lo ha puesto en aprietos, y, aunque lo ha derrotado, si el conde de Tuy se vuelve contra García, mi hermano perderá el reino. Como comprenderás, Rodrigo, no puedo consentir que nuestra familia pierda Galicia. He hablado de esto con mi hermano Alfonso, y está de acuerdo en que García es un incompetente. Al comienzo de la primavera celebraremos en Burgos una curia a la que asistirá toda la familia real; allí decidiremos qué hacer con García… y con su reino.
Burgos se había engalanado para recibir a la familia real; por primera vez desde la muerte del rey Fernando se iban a reunir todos sus miembros, a excepción del relegado don García. El arenal junto a la puerta del río estaba lleno de gentes venidas de todas partes, muchas de ellas habían instalado puestos de comidas, donde se servían guisados de carne, queso, tortas de pan y manteca y embutidos secos y fritos.
En Santa María estaban presentes los reyes don Sancho y don Alfonso, la reina Alberta, recién casada, las infantas Urraca y Elvira y los magnates de Castilla y de León. Mi señor Rodrigo formaba en primera fila de los castellanos, por delante de nobles de más alta condición pero de menor preeminencia en la corte de don Sancho. Entre los nobles leoneses, el altivo conde García Ordóñez miraba al señor de Vivar aparentando desprecio, aunque en realidad su semblante reflejaba el odio y la envidia por la derrota infringida en Llantada.
Don Sancho, como anfitrión, fue el primero en hablar:
—Nuestro hermano García ha demostrado que no tiene capacidad para gobernar el reino de Galicia. Cuando nuestro padre, el recordado don Fernando, dividió su reino entre sus tres hijos varones, lo hizo convencido de que obraba en justicia, pero los hechos han demostrado que García no es competente para guardar semejante patrimonio. ¿Queréis que nos quedemos cruzados de brazos mientras contemplamos cómo se pierde una buena parte de la obra del rey Fernando?
Los nobles reunidos en la curia, bien alentados por varios agitadores, gritaron:
—¡No, jamás!
—En ese caso —continuó don Sancho—, decidnos, nobles del reino, ¿qué debemos hacer?
—Don García no tiene las virtudes de un rey. Creo que obro en derecho si propongo que Galicia sea dividida entre don Sancho y don Alfonso, sólo así se salvaguardará la herencia de don Fernando —habló García Ordóñez adelantándose un paso de entre los magnates leoneses.
—Ésa es la mejor solución —exclamó otro conde leonés.
—Mi padre no se equivocó —intervino el rey don Alfonso—; cuando decidió dividir el reino, lo hizo para un mejor gobierno del mismo. Entendió que ésa era la mejor manera de conservar tan extensos dominios en el seno de su linaje. Pero tal vez no contó con la incompetencia de nuestro hermano García. Si mi hermano Sancho está de acuerdo, creo que el reparto de Galicia entre León y Castilla es la única solución.