El Cid (14 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

BOOK: El Cid
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—Ni siquiera la reina de las brujas podría hacer mudar mi lealtad hacia vos, majestad. Sólo trato de constatar un hecho, y os repito que no tenemos fuerzas suficientes como para rendir Zamora.

Rodrigo habló con su firmeza serena, mirando a los ojos a don Sancho, que volvió a sentarse.

—¡Vino, más vino! —gritó el rey, que buscó en vano su copa, caída también al suelo con el plato de carne.

Un criado le acercó de inmediato otra copa con vino tinto de Toro rebajado con un poco de agua, que el rey apuró de un trago.

—Al amanecer irás en mi nombre a hablar con mi hermana; le propondrás el señorío sobre tres villas castellanas a cambio de que me entregue Zamora. ¡Maldita sea! —y don Sancho volvió a pedir que le llenaran la copa de vino.

Rodrigo, otro caballero del séquito real y yo mismo nos acercamos desarmados al foso de Zamora. Rodrigo en el centro, el caballero a su derecha, portando el estandarte real de don Sancho, y yo con una bandera blanca. Desde el exterior del foso, Rodrigo pidió al jefe de la guardia de la puerta que nos dejara entrar porque traíamos un mensaje del rey para su hermana la infanta Urraca. Tuvimos que esperar un buen rato hasta que el puente levadizo comenzó a descender pausadamente hasta apoyar en un saliente en el lado del foso en el que nos encontrábamos.

Doña Urraca estaba sentada junto a una ventana de la torre mayor del castillo de Zamora, contemplando el curso del Duero que discurría por la vega como una cinta dorada.

—Pasad, pasad —dijo doña Urraca cuando un heraldo le anunció al señor de Vivar.

—Alteza —la saludó Rodrigo inclinando la cabeza.

—Dejadnos solos —ordenó doña Urraca a los cuatro soldados que escoltaban a Rodrigo.

—Pero alteza… —protestó el jefe de la escuadra.

—He dicho que nos dejéis solos —reiteró tajante la infanta—, y cierra la puerta al salir.

El jefe de la guardia hizo un gesto con la cabeza a los otros tres soldados y marcharon de la estancia.

—Me alegra veros, Rodrigo, lástima…

—Lástima que sólo sea el hijo de un infanzón —la interrumpió el de Vivar.

—No, lástima que ahora estéis en el bando equivocado.

—Yo sirvo a mi rey, al legítimo soberano de Castilla y de León.

—Un rey que ha usurpado el trono de León, que no le corresponde.

—La división del reino que hizo vuestro padre fue un error.

—Dejemos el pasado, Rodrigo, y decidme qué os trae aquí.

—Vuestro hermano el rey desea acordar un tratado con vos, alteza. Me ha autorizado para proponeros la concesión del señorío sobre tres villas de Castilla si le entregáis Zamora y le juráis lealtad como rey de León.

—Burgos, Sepúlveda y Ávila.

—¿Cómo decís? —se sorprendió Rodrigo.

—Que de acuerdo, si esas tres villas son Burgos, Sepúlveda y Ávila —repitió la infanta.

—Alteza, sabéis que eso es imposible, son villas con fueros propios en los que los concejos son libres.

—En ese caso, no hay trato. Decidle a mi hermano que siga ahí fuera aguardando hasta el día del Juicio Final.

—¿Debo entender que es vuestra última palabra? —le preguntó Rodrigo.

—Lo es.

—Alteza —Rodrigo hizo una inclinación de cabeza y se dirigió hacia la puerta.

—¿Seguís soltero? —inquirió doña Urraca cuando Rodrigo estaba a punto de salir.

—Sí, alteza.

—Por cierto, también es una lástima que sólo seáis un infanzón.

El señor de Vivar volvió a inclinarse y salió de la estancia.

—¡Burgos, la muy zorra quiere Burgos!

Don Sancho se agitaba en su sitial de madera labrada rodeado de los nobles castellanos que integraban la curia real.

—Jamás entregará Zamora, majestad —dijo Rodrigo.

—En ese caso habrá que rendirla, o tomarla al asalto.

El rey sabía que aquello que estaba diciendo era imposible a la vista de sus escasas fuerzas. Sólo había una solución, la misma que había resultado tan eficaz en el pleito sobre Pazuengos o en el asedio a Zaragoza: un combate entre dos campeones.

Y así, don Sancho propuso de nuevo a su hermana una lid para dirimir el sitio de Zamora, pero doña Urraca se negó a ello, sabedora de que del bando castellano combatiría Rodrigo y de que entre los leoneses no había ningún caballero capacitado para derrotarlo.

El asedio se prolongaba y nada parecía cambiar la situación. Patrullas armadas con cotas de malla y corazas de cuero recorrían una y otra vez el exterior de las murallas en una vigilancia permanente, pero ni aun así eran capaces de evitar que la ciudad fuera abastecida desde el exterior con ciertos productos.

El asedio era tedioso para los sitiadores, pero también para los sitiados. Un grupo de atrevidos zamoranos propusieron a doña Urraca realizar una salida por sorpresa para atacar el campamento castellano. Aducían que si conseguían sorprendernos y causarnos algunas bajas, nuestra moral caería de tal modo que tal vez cundiera el desánimo en nuestras filas y estallaran disensiones que nos obligaran a levantar el sitio.

Doña Urraca, a la vista del escaso contingente de tropas de su hermano, aceptó esa estrategia y permitió que una docena de jinetes, bien pertrechados con lorigas, lanzas y escudos, saliera en una incursión rápida.

Los doce jinetes estaban apostados tras una de las puertas de la ciudad, esperando el momento propicio para atacar por sorpresa. Era el final de la tarde, casi a media luz, cuando desde lo alto de la torre de esa puerta un centinela nos avistó a Rodrigo y a mí, que estábamos comprobando los puestos de guardia para esa noche. El centinela debió de reconocer al señor de Vivar, tal vez por que lo hubiera visto cuando entró en Zamora a parlamentar con doña Urraca, y avisó a los caballeros.

La puerta se abrió y los dos nos giramos al oír el ruido de los cascos de los caballos golpeando el suelo. Uno de los caballeros cargó contra nosotros confiado en la sorpresa de su ataque, pero Rodrigo, siempre alerta, enristró su lanza y lo tumbó con facilidad, cargando después contra los demás, que sorprendidos por el derribo de su compañero y la intrepidez de su oponente dudaron por un momento si seguir adelante o regresar tras los muros. A los dos primeros apenas les dio tiempo a pensar otra cosa, pues cayeron al suelo ensartados por la punta de la lanza de mi señor, que volvió a enristrarla para cargar contra los restantes.

Yo, que estaba más sorprendido todavía que los zamoranos por el arrojo de Rodrigo, armé mi brazo con la pica y me lancé a la carga gritando como un poseso. Pero mi gesto de valor no hubiera significado ninguna ayuda, pues los nueve zamoranos sobrevivientes, aterrados por la muerte de sus tres compañeros, habían vuelto grupas hacia la ciudad y huían despavoridos.

Al oír el fragor de la pelea acudieron varios de nuestros compañeros de un puesto de guardia próximo, que, al observar a los tres zamoranos muertos, no cesaron de alabar la destreza de su campeón. Aquella misma noche alguno de los juglares que merodeaba por el campamento compuso una canción sobre la gesta de Rodrigo, en la que, recogiendo el apelativo de alguno de los romances que ya se conocían por toda Castilla, volvió a referirse a Rodrigo como al Campeador.

—Ahora que han visto cómo pelea, jamás querrán enfrentarse con Rodrigo en un juicio de Dios —comentó don Sancho cuando le narraron la hazaña del señor de Vivar.

Desde el fracaso de aquella tentativa, los zamoranos evitaron cualquier escaramuza fuera de sus murallas, tras las que se sentían protegidos y seguros. No obstante, a principios de octubre se unió al asedio un nuevo contingente de tropas, sobre todo campesinos de las montañas del norte de Castilla que habían acabado sus labores en la recolección en los campos, y algunos caballeros del valle alto del Ebro y de Sepúlveda. No era una gran ayuda, pero sirvió para levantar la moral de nuestras tropas y para convencer a los zamoranos de que la decisión de don Sancho era firme y de que no cesaría hasta conquistar su ciudad.

Los acontecimientos que sucedieron a continuación, sólo Dios los conoce. Desde aquellos días del cerco de Zamora hasta hoy, cuarenta años después, han sido muchos los juglares, poetas y cronistas que han cantado, narrado y escrito sobre lo que allí aconteció, pero yo, que fui testigo de los actos, no he podido saber nunca lo que de verdad pasó. Así es como lo recuerdo:

Cuando llegaron los nuevos refuerzos, los zamoranos debieron de pensar que aquel cerco, que en principio creían que iba a durar unas pocas semanas y que, en cuanto acecharan los primeros fríos del invierno y escasearan nuestras provisiones, los castellanos nos retiraríamos a nuestras tierras, se iba a prolongar indefinidamente.

No sé quién fue, aunque no faltan quienes aseguran que la idea partió de la infanta Urraca, e incluso del mismo don Alfonso, que seguía confinado en Toledo, pero alguien debió tramar el asesinato del rey Sancho como única salida de aquella situación.

El tedio del sitio era soportado con alguna partida de caza que organizábamos de vez en cuando; la caza, además de proporcionarnos carne fresca, nos servía como ejercicio para mantener tonificados nuestros músculos, que en caso contrario se hubieran abotargado por la inactividad. Era la mañana de un domingo de octubre, un día excelente para la caza de la perdiz. Don Sancho había salido con media docena de caballeros hasta un soto cerca del río donde algunos lugareños aseguraban que las perdices eran muy abundantes en esa época del año. De regreso al campamento, don Sancho se retrasó un poco, y ése fue el momento que aprovechó uno de los caballeros que lo acompañaban para traspasarle el corazón con la lanza. Cuando el resto de los soldados de la partida quisieron reaccionar, el rey yacía tumbado sobre el suelo en medio de un charco de sangre.

Trajeron su cuerpo agonizante al campamento, donde Rodrigo montaba guardia, y lo tumbaron en su cama. El de Vivar, en la única ocasión en que le vi perder la calma, preguntó quién había sido el culpable.

—Ha sido Vellido Adolfo —dijo uno de los magnates castellanos—. Se quedó rezagado con el rey mientras éste atendía a sus necesidades naturales y aprovechó ese momento para clavarle la lanza en el corazón. Cuando nos dimos cuenta de lo que estaba sucediendo y volvimos sobre nuestros pasos, el rey estaba en el suelo moribundo y Vellido había desaparecido.

Rodrigo miró el cuerpo del rey y después cruzó su vista con la del magnate castellano. Salió de la tienda a toda prisa y cogió su caballo, que unos criados habían aparejado sólo con la silla de montar sin tiempo para colocar las bridas y los estribos. Rodrigo tomó una lanza, saltó sobre la grupa del alazán y lo espoleó partiendo al galope hacia Zamora.

Las puertas, que hacía un rato se habían abierto para permitir la entrada del traidor, estaban cerradas. Rodrigo, erguido sobre su montura delante de la puerta, reclamó en vano la entrega de Vellido Adolfo, pero sólo encontró el silencio de la tarde como respuesta. Desesperado, arrojó su lanza contra la puerta y juró en voz alta que castigaría con la muerte al asesino del rey de Castilla.

Vellido Adolfo era el caballero que portaba el estandarte real cuando Rodrigo entró en Zamora para proponer la rendición de la ciudad a doña Urraca. Recuerdo que era un hombre oscuro y quedo que hasta entonces no había mostrado sino lealtad hacia su rey. Jamás volvimos a saber de él. Hubo quien dijo que el regicida estaba enamorado de doña Urraca y que la infanta lo había convencido para que asesinara a don Sancho a cambio de otorgarle sus favores; hubo quien comentó que fue el propio don Alfonso quien, a través del conde Pedro Ansúrez, le ofreció una enorme suma de dinero por su traición; y todavía hubo quien aseguró que Vellido Adolfo había asesinado al rey porque éste le había hecho una muy gran afrenta que había jurado vengar.

Fuera como fuese, nunca se averiguó la verdad; en parte porque el ascenso al trono de don Alfonso, un monarca más reflexivo que su hermano, fue bien aceptado por leoneses y castellanos, cansados de tantas luchas fratricidas, y sobre todo porque nadie supo qué fue de Vellido Adolfo. Algunos dijeron que lo habían visto como peregrino en Compostela, purgando sus remordimientos, y otros que con la ingente cantidad de oro con la que pagaron su traición emigró a Francia o a las tierras de los musulmanes. Pero no se ha podido demostrar qué es lo que realmente sucedió a la sombra de las murallas de Zamora. Aquel juramento de vengar la muerte de don Sancho fue tal vez el único en toda su vida que Rodrigo no pudo cumplir.

Capítulo
VII

R
odrigo contemplaba las murallas de Zamora desde la distancia. El campamento castellano había sido desmantelado esa misma mañana y el ejército sitiador regresaba a Castilla. Don Sancho había hecho saber a sus caballeros que en caso de morir quería ser enterrado en el monasterio de Oña, en la comarca de la Bureba, al norte de Burgos. Hasta allí lo llevamos atravesando media Castilla; Rodrigo había enviado por delante a dos mensajeros para que los monjes tuvieran preparado el sepulcro del rey.

Entre tanto, otros mensajeros, en este caso enviados por doña Urraca, volaron hacia Toledo, donde comunicaron a don Alfonso que su hermano el rey Sancho había muerto sin descendencia y que los nobles y obispos leoneses y aun algunos castellanos lo jurarían como rey. Don Alfonso salió de Toledo con el beneplácito de su rey al-Mamún y pocos días después llegó a Zamora, donde lo esperaba su hermana doña Urraca.

Nosotros nos dirigimos desde Oña a Vivar, una vez que Rodrigo cumplió el deseo del rey de enterrarse en ese monasterio. Los nobles castellanos que habían participado en el asedio de Zamora estaban confusos; durante años habían servido al rey Sancho y ahora, tras su muerte, se encontraban sin rey. Rodrigo, que conocía bien las leyes de Castilla, ante el sepulcro de don Sancho en Oña, y antes de que cada uno se dirigiera a sus dominios, les dijo:

—Hasta su muerte, hemos sido leales a don Sancho, como antes lo fuimos a don Fernando. Castilla no está sin rey, a falta de un hijo de don Sancho, el monarca legítimo es don Alfonso.

Entre algunos nobles se extendió un cierto murmullo de desaprobación, pero Rodrigo insistió:

—Don Alfonso es hijo de don Fernando y el sucesor natural y heredero legítimo de su hermano don Sancho. A él le debemos ahora lealtad, ¡por Castilla!

Don Alfonso fue proclamado rey en León y desde allí se dirigió a Burgos para recibir el reino de Castilla. La pequeña iglesia de Santa Gadea había sido la designada para que don Alfonso jurara las leyes y recibiera la corona. El rey llegó sobre un alazán blanco acompañado por su hermana doña Urraca, a la que había otorgado el título de reina, algo habitual en León con respecto a la hermana mayor cuando había muerto la reina madre y el rey estaba soltero todavía.

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