Unos sayones nos fueron indicando a cada uno dónde nos íbamos a hospedar. Rodrigo, que estaba exultante desde que se había enterado de su futura paternidad, y Jimena lo hicieron junto con los reyes en el palacio del conde, en tanto que a los hombres del señor de Vivar nos instalaron en los establos de palacio: los infanzones y caballeros en un altillo bien acondicionado con heno seco y los criados en la parte baja, al lado de los caballos y mulas.
Pasamos varias semanas en Oviedo entre rezos y paseos por los montes cercanos a la ciudad, visitando las iglesias y los monasterios que erigieron hace siglos ya los reyes de Asturias y de León en el monte Naranco, en espera de que don Alfonso regresara de Compostela, adonde se había dirigido para entregar parte de los treinta mil dinares que había recaudado del reyezuelo de Granada el otoño anterior; con ese dinero se excavaron los cimientos de la nueva catedral en estilo francés, necesaria para albergar la creciente riada de peregrinos que acudían a visitar la tumba del apóstol Santiago. Por su parte, Rodrigo mostró su deseo de ir a Cangas de Onís, a visitar la gruta de Covadonga, donde, según las crónicas, Pelayo, el primer rey de los astures, había derrotado a los musulmanes; nos dijeron que había al menos dos jornadas de camino hasta allí, y nos pusimos en marcha. Rodrigo pidió en Oviedo una copia de una crónica leonesa que fue leyendo en los descansos del camino.
La cueva santa donde se venera la imagen de la Virgen es una angosta oquedad bajo una enorme roca que se alza sobre un estrecho y frondoso valle entre encrestadas y pedregosas sierras, a media jornada de camino de Cangas de Onís. Cuidaban la cueva dos ermitaños que nos narraron la batalla que ganó Pelayo como si ellos hubieran sido testigos directos de la misma. Yo escuchaba con atención lo que aquellos eremitas contaban, pero creo que fui el único que dudó, aunque nada dije de ello, de la veracidad del relato, pues no había forma de entender cómo hubiera sido posible que un puñado de astures derrotaran a ciento ochenta y siete mil musulmanes en un paraje en el que apenas cabían unos cuantos centenares. Rodrigo y Jimena, que nos acompañó pese a la recomendación de algunas damas de que dado su estado de embarazo no lo hiciera, sí parecían creer todo cuanto los monjes decían, aunque ya de regreso Rodrigo se acercó y me dijo:
—¿Tú crees, Diego, que al pie de la cueva cabrían ciento ochenta y siete mil soldados, con sus caballos y sus pertrechos?
—Jamás he visto tantos hombres juntos, señor, ni siquiera puedo imaginármelos, pero me parece que no. Vos habéis visto conmigo al menos mil hombres y mujeres reunidos en San Millán durante la boda del rey y recordad qué multitud parecía.
—¡Ciento ochenta y siete mil soldados! Frente a un ejército tan numeroso sólo un milagro pudo ser el causante de la victoria de don Pelayo —por un instante me pareció que Rodrigo se había creído la historia de la crónica leonesa y el relato de los monjes ermitaños, pero añadió—: No me extrañaría que dentro de unos cuantos siglos, si para entonces se recuerdan nuestros combates, alguien afirme que Rodrigo Díaz el Campeador mató él solo a cien mil caballeros en una lid.
Y rió de buena gana mientras se volvía para contemplar el angosto valle de Covadonga cuando descendíamos hacia Cangas de Onís.
Tras consultar a sus astrólogos, el rey don Alfonso decidió que el día más adecuado para abrir el Arca Santa era el 13 de marzo. Convocó a toda la corte en la catedral de Oviedo para asistir al acto para el cual nos habíamos desplazado hasta Asturias. El arca se guardaba en Oviedo desde que los musulmanes invadieron y conquistaron el reino de los reyes godos; la habían llevado a las montañas del norte unos monjes mozárabes toledanos para evitar que las sagradas reliquias fueran profanadas, y allí se había guardado varios siglos.
Durante varios días se habían hecho ayunos, se habían establecido penitencias, se habían rezado oraciones y celebrado misas y todos los miembros de la corte habían confesado sus pecados y ofrecido limosnas y regalos a la catedral y a los monasterios e iglesias de Oviedo. Por la mañana se celebraron oficios religiosos y más de medio centenar de clérigos recorrió en solemne procesión las calles principales de la ciudad hasta la catedral.
Los reyes, las infantas, los obispos del reino, abades, nobles, caballeros y damas de la corte, más de doscientas personas tal vez, nos agolpábamos alrededor del altar mayor cuando dos clérigos trajeron desde la cripta el Arca Santa. Era un baúl de madera con refuerzos de hierro en las cantoneras y gruesos remaches en la parte superior del que se decía que contenía las reliquias más preciadas de la cristiandad, pero nunca antes se había comprobado su interior. Un viejo sacerdote nos comentó que siendo él novicio del monasterio de San Salvador de Valdediós, hacía de eso más de cuarenta años, cuando reinaba don Sancho de Pamplona en León, se intentó abrir el arca, pero que al hacerlo se derramó por toda la catedral un fulgente resplandor que salía de dentro, tan brillante y de tal claridad que nadie pudo ver qué es lo que contenía. Ante aquel brillo insoportable y como quiera que la luz estaba cegando a algunos sacerdotes, se dejó caer la tapa y el arca quedó cerrada de nuevo. El anciano clérigo nos aseguró que algunos de los sacerdotes que intentaron ver su contenido y mantuvieron sus ojos fijos en el resplandor quedaron ciegos para siempre.
Entonces se atribuyó este prodigio a que los asistentes no se habían preparado convenientemente para la apertura, y que por eso era necesario que todos se purificaran con la oración, la limosna, el arrepentimiento y la penitencia. El obispo de Oviedo llegó a decir que si alguien en pecado contemplaba el arca abierta, perdería la vista y aún la vida.
No creo que hubiera ese día en la catedral nadie que no hubiera confesado sus pecados y purgado sus culpas con la penitencia. Éramos, por tanto, doscientas almas puras, limpias de todo pecado, dispuestas a contemplar las más preciadas reliquias de la cristiandad con nuestros corazones abiertos a la bondad divina y nuestras conciencias bruñidas como el metal de la patena en la eucaristía.
Los dos clérigos que habían portado el arca desde la cripta se retiraron a un lado y seis obispos la rodearon y rezaron jaculatorias mientras daban siete vueltas alrededor arrojando nubes de incienso e hisopazos de agua bendita, en tanto un coro cantaba salmos de David.
Por fin, los obispos de Oviedo y de León, no sin cierto temor y con las manos temblándoles de emoción y de miedo, quitaron el cerrojo y abrieron lentamente la tapa. No pocos de entre los presentes se cubrieron de inmediato la cara con las manos e incluso se volvieron de espaldas retorciéndose por si volvía a surgir de allí la divina luz cegadora, pero, tras unos instantes de zozobra, no ocurrió nada. Los dos obispos permanecieron inmóviles junto al arca hasta que don Alfonso, que se había incorporado de su sitial, ordenó que se procediera a extraer las reliquias y a inventariarlas.
Pese a que ninguna luz había surgido del interior, nadie osaba introducir la mano y sacar los objetos allí guardados, pues creían que si lo intentaban caerían fulminados por algún rayo.
—¿Es que no hay nadie que se atreva a meter la mano ahí dentro? —gritó el rey.
Rodrigo se adelantó unos pasos, saludó a don Alfonso y a doña Inés con una inclinación de cabeza, se acercó hasta el arca y sacó el primer objeto:
—Un fragmento de la Vera Cruz —dijo en voz alta leyendo una amarillenta cartela de vitela que colgaba de un pedacito de madera.
—Vamos, vamos, tomad nota, señor notario —ordenó el rey a su escribiente, que permanecía a su lado boquiabierto con la pluma en la mano y el pergamino sobre un atril iluminado con un velón.
—Una ampolla de vidrio con sangre de Cristo derramada en la Pasión —continuó Rodrigo leyendo las cartelas de las piezas que seguía extrayendo y que entregaba a los obispos para que ratificaran su lectura—, la Túnica Sagrada —dijo ante un pedazo de tela de color azafranado con los bordes deshilachados—, el pan de la Ultima Cena —anunció ante un gran pedazo de pan seco, casi petrificado, o al menos de algo que lo parecía—, una parte del sudario de Jesús —una estrecha y larga tira de tela que alguna vez debió de ser blanca y que ahora se había vuelto ocre—, el vestido de la Virgen —un pedazo de paño azulenco con festones en negro—, leche de la Virgen —una ampollita de cristal con una polvorienta sustancia lechosa— …
Y así continuó el señor de Vivar sacando reliquias (huesos, trozos de sus túnicas y pelos) de todos los apóstoles, de las santas Justa y Rufina de Sevilla, de santa Eulalia de Barcelona y de otros muchos santos y mártires.
El escriba real fue anotando una a una todas las reliquias y cuando salió la última, un pedacito de hueso de san Esteban, el rey se persignó y ordenó a sus sayones que trajeran una nueva arca de plata que él y su esposa la reina ofrecían a la catedral de Oviedo para guardar tan preciadas reliquias, en vista de que el Arca Santa tenía la madera con quera y los herrajes de metal herrumbrosos.
Las reliquias se depositaron en la nueva arca de plata, que se cerró con llave y volvió a depositarse en la cripta de la catedral en una solemne procesión que recorrió todo el templo entre cánticos y plegarias. Rodrigo subscribió el diploma redactado al día siguiente cerca del nombre del rey.
Una semana después el rey encargó a Rodrigo que actuara de nuevo como juez real en un pleito cerca de Oviedo. Se trataba de dirimir la propiedad del monasterio de Tol, cerca de Galicia, que se disputaban el obispo de Oviedo y el conde Vela. Junto con Rodrigo, fueron también designados jueces el obispo de Palencia, el conde de Coimbra y Tumaro, un experto jurista. El fallo recayó en favor del obispo Arias de Oviedo, que vio así cómo se incrementaba todavía más el extenso patrimonio de su diócesis. Durante varios días, el rey despachó diversos asuntos jurídicos y siempre contó con Rodrigo como juez. El señor de Vivar sabía de memoria el
Fuero Juzgo
, y cuando citaba alguno de sus epígrafes, no era necesario acudir al texto para comprobarlo.
L
os campos de Vivar estaban listos para la siega cuando nació el hijo de Rodrigo y Jimena. Fue un varón al que bautizaron en la iglesia de la aldea con el nombre de Diego.
—Se llamará como tú —me dijo Rodrigo.
Pero yo bien sabía que el niño llevaba ese nombre por su abuelo, don Diego Laínez, el padre de Rodrigo. De todos modos, me sentí muy honrado con aquellas palabras de mi señor, que no se separó de Jimena en los días siguientes al nacimiento del pequeño Diego.
Como era temporada de trabajo intenso en los campos, los labriegos vasallos de Rodrigo en Vivar, Ubierna, Celada, Yudego y Grajera no pudieron acudir a Vivar a rendir pleitesía al hijo de su señor, pero sí lo hicieron los infanzones y caballeros que conformaban la mesnada del Campeador, que ya estaba integrada por medio centenar de hombres.
A fines de agosto, llegó un mensajero del rey con un diploma en el que se concedía la ingenuidad a las propiedades de Rodrigo en Vivar; el que desde entonces no tuviera que pagar ningún tributo a la corona por esas tierras era un presente de don Alfonso por el nacimiento del hijo de Rodrigo, pero sobre todo una forma de agradecer el apoyo del Campeador a los derechos de don Alfonso al reino de Castilla.
Pero con el diploma de ingenuidad venía otra orden real. A fines de junio había sido envenenado en Córdoba, ciudad que acababa de ganar para su reino, el rey al-Mamún de Toledo, fiel amigo y aliado de don Alfonso. Al-Qádir, nieto del reyezuelo envenenado, había heredado el trono, aunque a costa de perder Valencia, pero el asesinato del monarca había provocado la división entre los musulmanes toledanos, y esa situación podía poner en peligro el cobro de las parias por el rey de Castilla. Rodrigo fue comisionado por don Alfonso para viajar a Toledo y a Sevilla y recoger los tributos que ambos reinos debían.
Rodrigo partió hacia Toledo y Sevilla a principios de septiembre. En esta ocasión no me permitió acompañarlo; no quería dejar a Jimena y a su hijo solos y yo era la persona en la que más confiaba.
El Campeador, ya todos lo conocían por ese apodo, regresó a Vivar mediado el otoño. Caía una fina lluvia que empapaba los barbechos asegurando la humedad necesaria para la siembra de cereal de invierno, el día en que un criado entró corriendo en la casona gritando que Rodrigo se acercaba por el camino. En la gran sala de la casa, Jimena bordaba una camisola mientras cantaba un arrullo asturiano a su hijito, que dormitaba en una cuna de madera en cuyo frontal el Campeador había dibujado con su propia mano el nombre de su hijo, Diego, con su letra un tanto irregular en el tamaño de los caracteres, de trazos fuertes y tortuosos, pero de escritura segura y fácil.
Salí corriendo de la casa, cogí mi capote encerado y me apresuré hacia la entrada a la aldea. Desde allí lo vi acercarse, a la vuelta de un recodo del camino, sobre su caballo de viaje, cubierto con la capa de lluvia y seguido por media docena de caballeros y otros tantos criados que lo habían acompañado. Cuando se detuvo a mi altura cogí las riendas de su montura, como debe hacer un buen vasallo con su señor, y lo saludé:
—Sed bienvenido a Vivar, mi señor. Vuestra esposa y vuestro hijo se encuentran bien, os aguardan pacientes en casa.
Rodrigo saltó del caballo y me dio un fuerte abrazo.
—¡Y tú creías que Zaragoza era la mayor ciudad del mundo!; espera a que veas Toledo y Sevilla. ¡Cien mil, Diego!, ¡cien mil almas viven en Sevilla! Tal vez fuera verdad lo que nos narraron en Covadonga, tal vez hubo en alguna ocasión ciento ochenta y siete mil soldados. Pero ya te contaré, ahora ardo en deseos de abrazar a mi esposa y a mi hijo.
Durante tres días y tres noches, Rodrigo y Jimena apenas salieron de su alcoba. Tras el parto de Jimena y la inmediata marcha de Rodrigo a tierras musulmanas, los dos esposos no habían tenido ocasión de yacer juntos como es propio de varón y hembra; y por cómo se encerraron durante tres días, sin duda querían recobrar el tiempo perdido.
Aquellas semanas fueron las más plácidas que recuerdo haber tenido en toda mi vida. Los cortos días y las largas veladas transcurrían despacio, como si el tiempo se hubiera detenido en los helados campos de Vivar. Nos reuníamos al atardecer en la sala grande de la casona y allí compartíamos un buen guiso de venado con cebollas, de cerdo con verduras o de conejo con caracoles. Jimena cantaba canciones que hablaban de las verdes montañas y los nebulosos valles de su tierra asturiana, y de los espíritus y genios que en ellos habitaban. Rodrigo contaba una y otra vez las maravillas que había visto en Sevilla y en Toledo, los deliciosos manjares con que había sido obsequiado en la finca de recreo de al-Qádir junto al río Tajo, las exuberantes bailarinas de la corte sevillana y los embriagadores perfumes de los zocos y los bazares de esas dos ciudades. Los demás, caballeros e infanzones de la mesnada del señor de Vivar, escuchábamos absortos los relatos de Rodrigo. Algunas tardes, después de la cena y cuando el vino corría de jarra en jarra, yo solía leer algunas páginas de uno de los cuatro códices que poseía el Campeador. Nos gustaba imaginar cómo había sido la vida de aquellos antiguos héroes de las crónicas castellanas y leonesas, y aunque Rodrigo era ya el Campeador, los demás soñábamos con emular sus gestas en el campo de batalla, vencer a los enemigos en buena y justa lid, obtener riquezas y fama y conseguir el amor de doncellas de inmaculada belleza.