Read El Cid Online

Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El Cid (41 page)

BOOK: El Cid
7.54Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Encabezaba esta rebelión uno de sus nobles más poderosos, el conde Rodrigo Ovéquiz, quien, como antes nosotros, también había tenido que exiliarse en Zaragoza, donde había vivido bajo la protección de sus reyes aunque sin prestarles servicios militares. Tras la derrota de Sagrajas y la debilidad que mostró don Alfonso, el conde Ovéquiz decidió regresar a Galicia y promover la rebelión contra el rey, acusándolo de ser un usurpador del trono.

Pero este conde no quería reintegrar la legalidad ni reparar injusticias, sino aprovecharse de las circunstancias. Todos nos quedamos con la boca abierta y los ojos en blanco cuando nos enteramos de que Ovéquiz había enviado una embajada al rey Guillermo de Inglaterra, el duque normando que atravesó el canal de la Mancha para conquistar esa isla, ofreciéndole el trono de Galicia. Pero el rey Guillermo murió al poco tiempo y los planes de Ovéquiz quedaron en nada. Fracasada su intentona, el conde se refugió en su fortaleza de Ortigueira, en el extremo norte de Galicia, a orillas del mar Cantábrico.

En los campos de Vivar verdeaban los trigos y la primavera quería despertar entre las frías madrugadas de marzo. Rodrigo estaba inquieto; se movía de un lado a otro con grandes zancadas, firmes y amplias, parecía uno de los leones encerrados en las jaulas del palacio de la Alegría de Zaragoza. Tal vez se sintiera como ellos, prisionero en sus señoríos de Castilla. Rodrigo no era un hombre común. Cualquiera de los infanzones de la corte envidiaba su situación; era el primero de todos ellos, el rey lo colocaba al lado de los magnates y todos estaban convencidos de que don Alfonso acabaría concediéndole la dignidad condal, pues nadie atesoraba más méritos que el Campeador para optar a semejante honor.

Cuántos hombres hubieran querido disfrutar de una situación semejante: gobernar feudos, dirigir una gran mesnada, participar en las curias al lado del rey, disfrutar de una esposa como Jimena y de tres hijos sanos y fuertes… La vida de Rodrigo hubiera sido la de un vasallo ejemplar… si su espíritu inquieto no le hubiera empujado un paso más allá. Cantan ahora los juglares por calles y plazas que fue un gran caballero, leal y fiel vasallo de su rey, pero tal vez cantan así porque no lo conocieron. Es notable cómo se alteran los hechos de la vida de los grandes hombres cuando éstos ya han muerto y no queda nadie para desmentir lo que unos inventan y fabulan para deleite de los que escuchan.

Rodrigo era uno de esos escasos hombres que surgen de siglo en siglo y que poseen un alma indómita, una voluntad sólida como una montaña de granito y una fe tal en sí mismos que pueden alcanzar cuantos logros se proponen. En mi larga vida yo sólo he conocido a dos de ellos: uno era Rodrigo, mi señor, y el otro al-Mutamin, el rey musulmán de Zaragoza: almas gemelas a las que el destino deparó un final parejo.

El rey de León seguía muy preocupado por los almorávides. No entendía por qué tras la batalla de Sagrajas su emir se había retirado a África sin recoger los frutos que esa victoria le hubiera propiciado. Don Alfonso sólo encontraba una justificación, y es que Yusuf ibn Tasufín se hubiera marchado para preparar un mayor contingente de tropas para atacar a la Península y acabar con los reinos cristianos. La muerte del heredero almorávide no había parecido suficiente explicación para la retirada.

Sus consejeros le habían asegurado que los almorávides eran una secta de fanáticos compulsivos que habían jurado por sus vidas extender el islam por toda la tierra. Alguno de los sabios astrólogos de Toledo decía que esta secta pretendía lograr lo que no habían conseguido sus antepasados que atravesaron el Estrecho hace ahora cuatrocientos años: llegar hasta Jerusalén recorriendo toda Europa y así conquistar todos los países mediterráneos. Yo he visto algunos mapas del mundo conocido en los códices de los monasterios, y no sé cuán grande pueda ser, y creo que los almorávides tampoco lo saben, pues ¿quién puede siquiera imaginar hasta dónde alcanzan los confines del mundo?

Finalizaba el invierno y don Alfonso preparaba desde Toledo la defensa de la frontera ante el previsible ataque de los almorávides. El rey reclutaba soldados, fortificaba castillos, construía murallas y nombraba merinos y alcaides para gobernar las tierras amenazadas y mantener las fortalezas atendidas.

Mi señor me dejó al cargo de sus asuntos en Vivar y se acercó hasta Toledo, donde el rey reclamaba el consejo de sus nobles. Allí permaneció tres semanas. Lo vi partir alegre y confiado, sin duda esperando una vez más que en esa curia de Toledo don Alfonso lo nombrara conde, pero regresó callado y ojeroso. Había firmado documentos al lado de su soberano, pero detrás de los condes leoneses y castellanos.

Como todos esperábamos, y temíamos, Yusuf ibn Tasufín desembarcó en Algeciras a principios del mes de mayo. El rey estaba en campaña por tierras del sur, pero no tardó demasiado en enviarnos a Vivar un mensaje en el que nos reclamaba ayuda ante la amenaza de los almorávides. Rodrigo pareció cobrar nueva vida; dejó a Jimena y a los niños al cuidado de una docena de caballeros y convocó a toda su mesnada, reclutando nuevas tropas con dinero que le envió el propio rey don Alfonso.

Tres mil hombres formábamos en el arenal de Burgos aquella mañana de fines de mayo. El sol lucía con fuerza y calentaba nuestras celadas de hierro y nuestras cotas de malla. Rodrigo pasó revista a los batallones formados tras sus capitanes galopando sobre su corcel de guerra. Se detuvo frente a la hueste, tal vez la más numerosa y aguerrida que jamás vieran estos páramos, y estuvo un buen rato contemplándonos. Algunos de los soldados se miraban entre expresiones de extrañeza y otros murmuraban sobre qué estaría aguardando Rodrigo. El murmullo fue creciendo hasta que un rumor se extendió por todas las filas. Entonces, el Campeador levantó su espada, señaló hacia el sur y ordenó iniciar la marcha.

—Don Alfonso me ha ordenado que defienda las fronteras orientales ante los almorávides. Es una buena oportunidad para volver a Valencia. El rey de Zaragoza ha buscado nuevas alianzas con el conde de Barcelona, su viejo enemigo, a cambio de una buena cantidad de oro. Ambos se han dirigido a Valencia; si mantienen el asedio durante varios meses, al-Qádir acabará entregándoles la ciudad y eso sería para nosotros una catástrofe. Imagino que el rey de Lérida estará muy enojado por la traición de su antiguo aliado el conde barcelonés. Iremos hasta Valencia para socorrer a al-Qádir y asegurar la ciudad, sólo así podremos detener a los almorávides si se deciden a avanzar por el este —me dijo Rodrigo poco después de salir de Burgos camino del Duero.

En cinco etapas, tras agotadoras jornadas de marcha aprovechando los largos días de finales de primavera, llegamos a Calamocha. Acampamos allí el día de Pentecostés y lo celebramos con un festín de carne de ovejas que habíamos requisado en nuestro camino hacia el sur.

De nuevo estaba ante nosotros el alto poyo en medio de la llanura del Jiloca. Rodrigo lo miró, se volvió hacia mí y me dijo:

—Mañana comenzaremos la construcción de un castillo en lo alto de ese poyo. Si los almorávides quieren hostigar Castilla desde Levante, esta fortaleza los detendrá.

Y así lo hicimos. Apenas había amanecido, Rodrigo ya estaba preparado, con su espada siempre al cinto y sus guantes colgando del cinturón de cuero remachado con tachuelas de plata que su esposa le había regalado poco antes de partir.

Más de quinientos hombres iniciaron el ascenso de la empinada ladera del poyo provistos de picos, palas, azadones, cedazos, barrenos, odres y cántaros de agua.

Sobre la cumbre del cerro, mientras los hombres descansaban tras la dura subida bajo un sol cada vez más inclemente, Rodrigo indicó cómo debería ser el nuevo castillo:

—En el centro, aquí en lo más alto, construiremos la torre, de al menos quince pasos de lado y veinte codos de alto, y todo en derredor un recinto circular en el que puedan refugiarse no menos de mil hombres.

Odón de Bueña, un maestro alarife que había trabajado en las obras de la catedral de Santa María de Burgos y que se había enrolado con nosotros para huir de un marido celoso que lo había amenazado de muerte, fue quien marcó con una línea de yeso en polvo el trazado del castillo.

De inmediato, los hombres se pusieron a desmantelar las viejas paredes arruinadas de la ciudad que poblaran los antiguos, tal vez en tiempos del Diluvio Universal, pues oí decir a uno de los trabajadores, un antiguo clérigo que se había unido a nosotros en Fresno de Caracena, que algunas gentes, intentando escapar del Diluvio, se habían refugiado en lo alto de los montes, y aseguraba que aquellas posadas que salían al picar en la cima del cerro eran los restos de aquellos desgraciados que Dios había condenado a ahogarse por no seguir sus mandamientos. Mientras explanábamos la cima para sentar la base del torreón, algunos hombres encontraron monedas, suelos con mosaicos e incluso algunas tinajas de barro. La mayoría estaban rotas y eran inservibles, pero aún pudimos aprovechar alguna de ellas.

Un caballero que se había educado en la escuela episcopal de Palencia, donde conservaban un ejemplar de la
Historia de Roma
de Tito Livio, nos aseguró que las gentes que habían vivido en aquellas casas ahora arruinadas no eran de la época del Diluvio, sino del Imperio romano, pues en esas monedas que encontramos podían leerse todavía los nombres de algunos de los emperadores, y es bien sabido que, como se asegura en la Biblia, los tiempos del Diluvio precedieron en muchos años a los del imperio de Roma.

Trabajamos deprisa divididos en dos turnos de quinientos trabajadores, y la cima del poyo fue cobrando otro aspecto: a los tres días de comenzar los primeros desmontes, la base del castillo ya estaba preparada para recibir las primeras piedras. Subir el agua fue la tarea más pesada, pues había que traerla desde las fuentes al pie del cerro o desde el río Jiloca; en cambio, la piedra la obteníamos sin ninguna dificultad allí mismo, pues no sólo el cerro era de roca, sino que las paredes de las casas arruinadas estaban levantadas con rocas, las más duras simplemente careadas y otras más blandas y porosas perfectamente labradas.

Poco a poco, como una mariposa saliendo del capullo de la crisálida, los muros del castillo fueron creciendo como un collar de eslabones de plata, con la torre en el centro, en lo más alto, como el pezón erecto del pecho de una joven muchacha.

Cuando se colocó la última piedra sobre el torreón, le pregunté a Rodrigo qué estandarte quería que ondeara sobre las almenas.

—El del león —me contestó con la mirada puesta en la amplia llanura en dirección al sur.

—¿El del reino de León? —le pregunté extrañado.

—No, he dicho el del león, el que me entregó al-Mutamin en Zaragoza tras nuestra victoria en Almenar.

—Esa enseña no es la del rey de León.

—Ya sé que no lo es, Diego, conozco muy bien el estandarte que yo porté durante el reinado de don Sancho; ¿lo has olvidado?

—En ese caso, ¿en nombre de quién tomáis posesión de este cerro y de su castillo?

Rodrigo meditó un buen rato la respuesta, apoyó sus manos sobre el muro, alzó la cara al cielo, tomó aire y me respondió:

—En el nombre de Dios… y en el mío propio.

Y aunque hacía tiempo que imaginaba los anhelos de Rodrigo, fue en ese momento cuando comprendí que nunca más obedecería a otro señor que a él mismo; lo supe al contemplar sus ojos castaños que parecían dotados de luz propia, sus labios finos apretados, su mandíbula firme y sus poderosas manos asidas al pretil como a la vida.

Estábamos solos en medio de la nada, entre Zaragoza y Valencia. Al frente teníamos el pequeño reino de Albarracín, en cuyas tierras, o al menos en tierra que para si reclamaba su rey, nos habíamos establecido.

Temeroso de que atacáramos a su pequeño reino, recibimos una visita de un mensajero del rey Abd al-Malik de Albarracín que nos anunciaba la disposición de su monarca para acordar una paz perpetua con Rodrigo y nos ofrecía amistad eterna. Siempre he admirado la retórica de aquellos reyezuelos musulmanes que hablaban con la grandilocuencia de los califas, se contorneaban con el orgullo de los poetas y se vestían con las sedas y los oropeles de los emperadores.

El Campeador mostró al mensajero su buena disposición a la entrevista que quedó fijada para la semana siguiente en Calamocha, al pie del castillo del Poyo.

Abd al-Malik apareció ataviado como un pavo real, lleno de plumas, collares y broches de oro y piedras preciosas. Este soberano tenía entonces más de sesenta años. Sus facciones denotaban su origen bereber, pues era de rostro enjuto y cetrino, de labios finos y bien perfilados, nariz aguileña y dientes separados los unos de los otros; reía a destiempo, hablaba más de la cuenta y demostraba una ignorancia impropia de un ser de su estirpe y su posición. Sus miembros relajados y sus ojos vacíos denotaban indolencia, tal vez desgana por los asuntos reales; no obstante, el tono de su voz era similar a la de los pícaros que abundan cada día más en las ciudades. Debía de creer de sí mismo que era un seductor, pues hablaba como si sus palabras fuesen arrullos, y no desaprovechaba ninguna oportunidad para declamar alguno de sus poemas, tan vacíos y faltos de gracia que tiempo después leí en alguna crónica decir de ellos que eran «cual cuerpos sin alma, cual noches sin alba».

Todavía hoy sigo sin comprender cómo un personaje como aquél fue capaz de regir un reino hasta su muerte. Por mucho menos, soberanos más versados en el arte de gobernar han sido depuestos y decapitados. Pero aunque no entiendo cuál pudo ser, alguna gracia especial de la Divinidad debía de tener Abd al-Malik para que muriera plácidamente en la cama de su alcazaba de Albarracín a los ochenta años, tras sesenta ininterrumpidos de reinado.

—Mi reino es pequeño y pobre —dijo Abd al-Malik—, nada podéis ganar en él, mas si pasáis de largo y nos dejáis en paz en nuestras sierras y con nuestros ganados, os daremos regalos y os colmaremos de honores.

—¿Cuánto podéis pagar? —le preguntó Rodrigo.

—Somos pobres —asentó Abd al-Malik.

—A la vista de vuestras ropas y de vuestras joyas no lo parece.

—Un rey debe serlo pero también parecerlo.

—Diez mil dinares estaría bien; a pagar cada año, después de la cosecha.

—Es una elevada suma, demasiado dinero —alegó el rey de Albarracín.

—No para vos. He oído decir que vuestro padre pagó tres mil dinares por una esclava cantante.

BOOK: El Cid
7.54Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Cat in the Dark by Shirley Rousseau Murphy
Royal Trouble by Becky McGraw
Beauty's Beast by Tara Brown
A Jane Austen Education by William Deresiewicz
Cuba 15 by Nancy Osa
Borgia Fever by Michelle Kelly