Los dos interlocutores se intercambiaron, a través del intérprete y durante un buen rato, saludos, palabras elogiosas, bienvenidas y todo tipo de parabienes, pero cuando Rodrigo intentó introducir el asunto por el que habíamos viajado hasta Sevilla, al-Mutamid alegó que era la hora de la oración y le dijo que esa cuestión la trataríamos más adelante. Nos deseó una feliz estancia en la capital de su reino y desapareció tras una puerta camuflada en un muro.
—Su majestad ha dejado todo dispuesto para que os encontréis a gusto entre nosotros —nos habló en nuestra lengua un personaje que se había mantenido al margen en la entrevista pero siempre cerca de su soberano.
—¿Quién sois? —le preguntó Rodrigo.
—Mi nombre es Walid ibn Yunus y soy vuestro guía en Sevilla; su majestad al-Mutamid, que Dios guarde, me ha encomendado que os preste cuanta ayuda necesitéis en tanto permanezcáis con nosotros. Por favor, acompañadme, os mostraré vuestros aposentos.
Salimos de palacio y recorrimos un par de calles hasta llegar ante un portalón de madera claveteado con pernos de bronce.
—Esta será vuestra casa —nos dijo Walid—. Ordenaré que hoy mismo traigan vuestras pertenencias. Los caballos y las acémilas quedarán en los establos reales, allí el pienso es fresco y abundante y disponemos de los mejores cuidadores de caballos de todo al-Andalus.
A nuestra llegada a Sevilla nos habíamos instalado en una fonda situada a la entrada de la ciudad, aunque estábamos hacinados, pues entre los caballeros, los soldados y los criados configurábamos un grupo de más de un centenar de personas. En aquel palacio que se ponía a nuestra disposición había espacio para todos, no en vano constaba de varios edificios en torno a tres patios a los que se abrían no menos de dos docenas de estancias.
—Diego —me dijo Rodrigo—, encárgate tú de distribuir el aposento de cada uno de nosotros, y organiza los horarios de las comidas; quiero que todo esto funcione como si estuviéramos en campaña.
Si por un momento alguien de nuestro grupo había pensado que aquel viaje iba a ser un auténtico recreo, estaba equivocado. Por la tarde, una vez que nos hubimos instalado en el palacio y cada uno de nosotros tuvo asignado un lugar para dormir, Rodrigo nos convocó en el patio más grande de los tres y nos dijo:
—Estamos aquí para cumplir un mandato de nuestro rey don Alfonso, y somos caballeros de Castilla; no quiero que nadie lo olvide. Cada día, después del desayuno, saldremos al campo a ejercitarnos con las armas y así mantendremos en forma a nuestros caballos. Todos deberéis respetar los horarios que se establezcan y evitar cualquier enfrentamiento con la población de Sevilla.
Apenas había despuntado el alba, ya estábamos ensillando nuestros caballos en los establos reales, armados como si nos encamináramos a una batalla, con nuestras cotas de mallas, lorigas de cuero, sobrevestes, cascos y armas. Los veinte caballeros de la mesnada del Campeador y los cincuenta caballeros del rey don Alfonso desfilamos hacia el exterior de la ciudad formados en dos filas, ante el asombro de la multitud que ya ocupaba las calles y se agolpaba a contemplar nuestro paso.
Así transcurrió una semana en la que no hicimos otra cosa que esperar la nueva entrevista con al-Mutamid y ejercitarnos en un soto a orillas del Guadalquivir. Rodrigo nos sometía mañana y tarde a una serie de ejercicios durísimos, tras los que acabábamos rendidos. Creo que lo hacía para que al regresar a nuestro palacio estuviéramos tan agotados que no tuviéramos otro pensamiento que acostarnos en nuestros lechos y dormir.
Sólo descansamos el domingo, como es preceptivo para los cristianos, que lo dedicamos a ir a misa a una pequeña iglesia que se mantiene abierta al culto en el barrio mozárabe y en la que apenas había tres o cuatro docenas de fieles, y a recorrer los mercados de Sevilla.
Rodrigo estaba comenzando a cansarse tras varios días de espera y llamó a Walid.
—Hace ya ocho días que nos recibió tu soberano y no hemos vuelto a saber nada de él. Comunícale que le solicito una nueva entrevista para hacerle saber las propuestas de mi rey.
Dos días después al-Mutamid recibió a Rodrigo, al que acompañábamos cuatro de sus caballeros.
—Majestad, mi rey don Alfonso os reclama los tributos atrasados, y me ha comisionado para que los recoja en su nombre y los custodie hasta Castilla.
Rodrigo soltó la demanda de don Alfonso sin esperar siquiera a que al-Mutamid le diera permiso para hablar.
El intérprete, un tanto confuso por la forma de romper el protocolo, tradujo azorado las palabras del señor de Vivar.
El gran visir y Walid pusieron cara de asombro por el atrevimiento de Rodrigo, pero al-Mutamid no movió un solo músculo de su rostro. Tras escuchar al traductor, dijo:
—Sevilla está en guerra con el rey de Granada; en mi carta a mi «hermano» el rey de León y de Castilla le pedía ayuda para luchar contra Abdalá, el rey granadino causante de que mi «hermano» no haya recibido a tiempo mis regalos.
Los tributos que cobrábamos a los musulmanes para mantener la paz y para que sus reyezuelos siguieran viviendo rodeados de aquel lujo los llamaban «regalos», una forma más de engañarse a sí mismos.
—Don Alfonso me dijo que os ayudara a conquistar Granada, pero no tengo las fuerzas necesarias para hacerlo; no dispongo siquiera de un centenar de soldados.
—Yo os proporcionaré los guerreros suficientes. Lo que importa es que los granadinos comprueben que los soldados de Castilla pelean de mi lado.
Aquella guerra entre Sevilla y Granada era una más de las contiendas que desde hacía décadas ensangrentaban a los andalusíes. Enfrentados por cualquier motivo, los andalusíes guerreaban entre ellos sin tregua; cualquier excusa era válida para atacar al vecino. Entre sevillanos y granadinos había además una intensa rivalidad debido a la diferente procedencia étnica de sus clases dirigentes. Los de Sevilla eran árabes del sur, yemeníes orgullosos de su pasado y de su estirpe que se consideraban los más puros de entre todos los árabes, los verdaderos depositarios de la nobleza del islam. Los de Granada eran bereberes, gentes originarias del norte de África que se habían convertido al islam cuando los árabes conquistaron el Magreb y que se consideraban injustamente tratados por los árabes, que los menospreciaban y que tradicionalmente los habían relegado por considerarlos inferiores.
Al-Mutamid y Rodrigo habían refrendado el acuerdo sobre el reparto de Granada: la tierra sería para el monarca sevillano y el oro para el rey de León y de Castilla. Rodrigo pidió inspeccionar las tropas de al-Mutamid y éste ordenó a su ejército que formara en la ribera del Guadalquivir, en un amplio arenal cerca de la muralla.
Unos dos mil soldados que protegían sus cuerpos con corazas doradas y sus cabezas con cascos con penachos de plumas de pavo real se alineaban en compactos escuadrones, uniformados con túnicas azules de seda y de lino.
Rodrigo pasó frente a ellos en su caballo y me comentó:
—Míralos, Diego, son guerreros formidables, pero no pueden evitar que los sometamos al pago de tributos. Si al frente de estos hombres hubiera gobernantes capaces, nada podríamos hacer frente a ellos.
Acabada la revista de las tropas, Rodrigo le dijo a Walid:
—Tradúcele al rey que le comunique al general en jefe de su ejército que todos sus soldados deberán estar bajo mis órdenes y que en dos días comenzaremos los ejercicios militares para preparar el ataque a Granada.
Walid, que no se separaba de nosotros, se quedó pasmado.
—Pero don Rodrigo, cómo voy a decirle a su majestad que…
—Díselo tal y como lo has oído.
Walid carraspeó y, con voz queda y la mirada baja, le transmitió al rey las palabras del Campeador.
Al-Mutamid miró a Rodrigo, hizo un movimiento de cabeza como asintiendo y dijo:
—Así se hará.
Walid suspiró aliviado.
Acabábamos de cenar unas tortas de queso fritas, pastel de carne con cominos y sésamo y berenjenas rellenas de cebolla y arroz, y estábamos sentados sobre almohadones bajo los pórticos del patio mayor de nuestro palacio escuchando a dos cantoras que al-Mutamid nos había enviado como regalo aquella noche, saboreando infusiones de abrótano, delicados vinos y jarabes de frutas. Las melodiosas voces de las dos muchachas se entrelazaban en el aire con los aromas de los arrayanes y los perfumes de áloe e incienso que habían mezclado en un ungüentario y que habían esparcido con un hisopo; todos nos sentíamos transportados a una especie de paraíso.
Walid entró silencioso, deslizándose como un gato montés, y se colocó al lado de Rodrigo:
—Señor, tengo que comunicaros algo urgente.
Rodrigo bebía vino con especias de una copa de plata que acababa de escanciarle un criado. La dejó a un lado, se limpió los labios con un paño de seda, al estilo musulmán, y le dijo a Walid que hablara.
—Uno de nuestros vigías en la frontera con Granada nos acaba de comunicar que hace tres días llegaron a esa ciudad unos embajadores castellanos para reclamar sus tributos. Esta misma mañana han atacado uno de nuestros castillos en la frontera y han hostigado alguna de nuestras aldeas. Su majestad al-Mutamid cree que se trata de una traición de vuestro rey.
Rodrigo se levantó de su almohada y mirando fijamente al frente preguntó a Walid:
—¿Sabes quiénes son esos embajadores?
—Nuestros espías en Granada han confirmado que se trata de grandes señores de la corte de Castilla; los manda el conde García Ordóñez.
Al oír el nombre de García Ordóñez, Rodrigo sintió un estremecimiento en su interior. Su rival en la corte de Castilla, el hombre cuya influencia había relegado a Rodrigo a un puesto secundario, era ahora quien ponía en ridículo su palabra y quien estaba a punto de presentarlo a los ojos de todos como un traidor.
—Dile a su majestad que escribiré al conde García Ordóñez pidiéndole que cese su hostigamiento contra Sevilla y que mantengo la palabra que le he dado.
—¿Y si el conde no cede? —preguntó Walid.
—En ese caso, mis hombres y yo lo atacaremos.
Rodrigo ordenó que cesara la música, avanzó unos pasos hasta el centro del patio y nos dijo:
—Caballeros, soldados: me acaban de comunicar que el conde García Ordóñez ha atacado las tierras de Sevilla fronterizas con Granada aliado con su rey Abdalá. No sé qué está pasando, pero la orden que tengo de nuestro rey es defender Sevilla y luchar con los sevillanos contra Granada. Ahora mismo voy a enviar un mensajero a don García exigiéndole que se retire y deje de hostigar las tierras de este reino.
—¿Y si no lo hace? —intervino uno de los caballeros.
—No nos quedará más remedio que combatirlo.
—¡Son castellanos! —exclamó otro.
—Será la primera vez que luchemos entre castellanos, pero os aseguro que si no atienden a razones, no será la última.
Rodrigo me dictó la carta esa misma noche y la firmó con su signo.
García Ordóñez, a quien acompañaban los magnates castellanos Fortún Sánchez, conde de Álava, y Diego Pérez, respondió a la misiva de Rodrigo asolando la ciudad de Cabra, la más próxima a la frontera con Granada, y su entorno. En una carta de respuesta se reía de Rodrigo e ironizaba sobre su ultimátum.
El Campeador, fiel a la palabra dada, organizó una mesnada en la que formábamos castellanos y sevillanos y se dirigió hacia el este. En tres días de agotadora marcha alcanzamos a avistar Cabra, que está a medio camino entre Sevilla y Granada. El conde de Nájera nos aguardaba con su ejército formando una media luna, en cuyos flancos había sendos escuadrones del rey de Granada.
García Ordóñez tal vez esperaba que Rodrigo cotejara sus fuerzas antes de atacar, pero el señor de Vivar, a la vista de su enemigo, espoleó al caballo y se lanzó a la carga, lanza en ristre. Todos nos quedamos paralizados ante la acometida de Rodrigo, y apenas tuve tiempo para reaccionar y ordenar a los caballeros castellanos que lo siguieran. Entusiasmados por el ímpetu de nuestro señor, formamos un frente compacto y nos lanzamos al ataque. Igualmente henchidos de valor, los sevillanos nos siguieron como un solo hombre.
Caímos sobre los asombrados soldados de García Ordóñez como un huracán, gritando como posesos y golpeándolos sin piedad. Rodrigo nos había contagiado tal fiereza que cada uno de nuestros golpes parecía estar guiado por la mano de un gigante. El frente de los del conde de Nájera se deshizo y los soldados granadinos que guardaban la retaguardia y las alas huyeron despavoridos dejándolos abandonados a su suerte.
Aquella batalla podría haberse convertido en una carnicería si Rodrigo, siempre seguro y sabedor de nuestra victoria, no hubiera ordenado cesar la lucha. Los condes de Nájera y de Álava arrojaron sus armas al suelo al verse derrotados y nos entregaron sus espadas. El Campeador hizo formar a los vencidos en fila, desarmados y a pie, y pasó ante ellos con su caballo. Por fin, despojados de todo su equipo militar y de sus caballos, los dejó marchar de regreso a Granada, previo pago de un fabuloso rescate que algunos fijaron en la mitad del valor de las posesiones del conde de Nájera.
Nuestro regreso a Sevilla fue triunfal; no habíamos conquistado Granada, pero los sevillanos nos recibieron como a héroes y alfombraron nuestro paso con juncos y pétalos de rosas. Rodrigo había logrado una extraordinaria victoria en Cabra, pero el conde García Ordóñez nunca olvidaría semejante afrenta. El rey al-Mutamid nos colmó de regalos y pagó las parias debidas a don Alfonso.
El rey de León y de Castilla, que en una intensa campaña había acabado con los rebeldes toledanos a su rey al-Qádir, apenas podía ocultar su asombro ante los magníficos presentes que trajimos de Sevilla. Varios cofres se amontonaban delante de la sala mayor de su palacio de Burgos.
—Con todo este oro podremos construir nuevas iglesias para mayor gloria de Dios y nuevas fortalezas para mayor poder de León y de Castilla —comentó don Alfonso. Y añadió dirigiéndose a Rodrigo—: Mereces una generosa recompensa por este trabajo. Ordenaré al canciller que te entregue varias heredades del patrimonio de la Corona; con ellas tú mismo te encargarás de recompensar a su vez a tus caballeros.
Se acercó a uno de los cofres y cogió dos saquillos llenos de monedas de plata y una bolsita con dinares de oro; los sopesó en sus manos y se los entregó al Campeador.
El rey y Rodrigo se despidieron con cordialidad y de inmediato nos dirigimos a Vivar. En el bazar de Sevilla Rodrigo había adquirido varios espléndidos regalos para Jimena y para sus hijitos Diego y Cristina: una caja de marfil labrado con escenas de animales y flores y con cantoneras de plata, un collar de oro con una piedra de rubí traído desde la India, un puñal con mango dorado e incrustaciones de piedras preciosas y un muñeco articulado de cerámica, que los sevillanos denominan autómata, del que se podía mover cada uno de sus miembros de manera independiente desde unos cordoncitos sujetos a dos tablillas.