El Cid (22 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

BOOK: El Cid
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—No os preocupéis, señora, seguro que se trata de un simple enfriamiento a causa de este tiempo tan extraño. No es normal que haga estos calores en invierno, y don Rodrigo se ha descuidado.

—Nunca antes lo había visto así, temo por su vida.

—Es un hombre de naturaleza muy fuerte.

—Pese a todo, me preocupa su salud. Envía a un criado a Burgos para que avise a uno de esos médicos judíos que venga aquí a curar a mi esposo.

Pese a que todavía era de madrugada, desperté a uno de los criados y le encargué que fuera hasta Burgos en busca de un médico judío del que tenía algunas referencias porque nos había atendido al regreso de algunas campañas militares. Le di una bolsa con monedas por valor de dos meticales de oro, dos mulas y le ordené que se apresurara. Ya había amanecido cuando regresó con el médico.

El judío observó a Rodrigo y mandó que lo desnudásemos. Le palpó el rostro, le miró los ojos y después puso su oído sobre el pecho del Campeador, que jadeaba emitiendo un sonido ronco y áspero.

—Sus pulmones no respiran bien, aunque su corazón late con fuerza. Creo que se trata de la enfermedad que el gran Ibn Sina llamó neumonía.

—¿Es muy grave? —preguntó doña Jimena.

—Sí, es grave, pero si se le aplican los cuidados necesarios, sobrevivirá. Deberéis procurar que su cuerpo no esté ni muy caliente ni muy frío, evitad cualquier cambio brusco en la temperatura de esta sala y no dejéis de mudarle la ropa con frecuencia. Tratad de que coma lo suficiente, y si rechaza la comida obligadlo a que la trague, pues si su cuerpo se debilita por la falta de alimento, no podrá superar esta enfermedad. Alimentadlo con caldo de gallina y huevos y con leche caliente y miel, y procurad que no vomite lo que ingiera.

—¿No vais a sangrarlo? —le pregunté.

—No. Esa es una técnica que aplican muchos médicos porque creen que es en la sangre donde radica el mal. Yo creo que la sangre es la fuerza vital del cuerpo y que, si se pierde, se escapa parte de esa fuerza vital. Cuanta más sangre tenga, más fuerte estará y más posibilidades tendrá de superar a la enfermedad.

»Yo ya no soy útil aquí. Estaré en Burgos si me necesitáis. No dudéis en llamarme.

—Quedaos a comer —propuse.

—Os lo agradezco, pero Burgos está cerca. Si salgo ahora llegaré a mediodía.

—El criado os acompañará de regreso.

—No es necesario, he venido en mi propia mula.

El médico judío rehusó la bolsa con los dos meticales, pero no dudó en coger un buen pedazo de queso y un pan para el camino de vuelta.

—Os debemos esta visita —le dije antes de partir.

—No os preocupéis por ello, ya me pagaréis cuando vuestro señor cure de esta enfermedad.

Don Alfonso, que estaba en Burgos a mediados de mayo, convocó a Rodrigo para una razia de castigo por tierras de Coria, donde al-Mutawákkil seguía empeñado en agrandar su reino a costa del de Toledo. El Campeador no pudo asistir; alegó su enfermedad y bien a su pesar se quedó en la cama convaleciente. Si por él hubiera sido, creo que pese a su extrema debilidad se hubiera levantado para unirse al ejército del rey, pero doña Jimena, a instancias del médico judío, se lo impidió.

—Ordenaré que te aten a la cama si es preciso —le amenazó Jimena.

—Es una oportunidad extraordinaria. Si consigo ganar Coria, tal vez el rey me conceda al fin un condado, el de Gormaz, supongo. No puedo faltar a la cita.

—Rodrigo, te amo como mujer y te respeto como esposa, pero te juro que si te levantas de esa cama será la última vez que me veas a mí y a nuestros hijos.

La rotundidad de las palabras de Jimena aplacó el ímpetu de Rodrigo, bastante quebrado ya por su debilidad, y, a regañadientes, se tumbó en el lecho y bebió la leche con miel y huevo que su esposa le acercó.

Las cosechas crecían en los campos del Duero en torno a la gigantesca fortaleza de Gormaz, cuya tenencia había sido encomendada a Rodrigo. Alrededor de este poderoso castillo, el rey don Alfonso había entregado tierras al señor de Vivar y los colonos que habían llegado en el último año habían logrado sembrar el grano, que ya estaba dando frutos. Rodrigo seguía convaleciente de su enfermedad, pero había mejorado mucho gracias a los cuidados de Jimena y a las visitas que cada semana realizaba el médico judío.

El rey seguía en campaña por tierras de Badajoz y los toledanos habían recobrado la calma tras reponer en el trono a al-Qádir, pero algunos de los rebeldes derrotados por don Alfonso andaban errantes por los valles y sierras. Ellos fueron los causantes materiales del desastre, pero nunca supimos si hubo alguien detrás que los instigó.

Así fue como sucedieron las cosas que cambiarían radicalmente el destino de Rodrigo y de los suyos:

Era una tarde de fines de mayo. Las espigas apenas habían comenzado a brotar de los tallos en los trigales y los campesinos de Vivar regresaban de sus faenas con las azadas al hombro. Un jinete se abría paso a todo galope por el camino de Burgos, levantando una fina estela de polvo. Yo estaba en el corral, junto a la casona, revisando con los pastores varias ovejas que estaban preñadas; una extraña sensación me hizo volver la cabeza y vi al jinete que se acercaba a galope tendido, como si lo persiguiera el mismísimo diablo.

Intuí que algo andaba mal; dejé las ovejas y me dirigí al encuentro del jinete. Era Gonzalo Gómez, uno de los caballeros de la mesnada de Rodrigo que formaba parte de la guarnición del castillo de Gormaz.

El jinete se dejó caer del caballo y jadeando me dijo:

—Don Diego, han sido bandidos sarracenos…, llegaron al amanecer, como sombras, y arrasaron aldeas y cultivos. Sabían dónde estaban nuestros graneros y cómo causarnos el mayor daño posible. He reventado tres caballos para llegar aquí.

—¿Qué estás diciendo? —le pregunté alterado.

—Cruzaron el Duero por el vado de Navapalos y han asolado Alcubilla, San Esteban y Osma —el caballero barboteaba sin duda agotado por la larga cabalgada—. Llevo todo un día cabalgando sin descanso.

Le ayudé a caminar apoyado en mi hombro y lo senté en un poyete de piedra a la puerta de la casona. Pedí auxilio y un criado salió de la casa al oírme.

—Ayúdame a llevar a este hombre a la cocina —le ordené.

Entre los dos portamos casi en volandas al caballero.

—Come y bebe cuanto desees; yo avisaré a don Rodrigo.

El Campeador estaba sentado en un banco de madera de la sala grande, releyendo el
Fuero Juzgo
junto a Jimena.

—Señor, uno de vuestros hombres de Gormaz acaba de presentarse totalmente agotado por una cabalgada sin descanso. Dice que unos bandidos han asolado las tierras de Gormaz y San Esteban. He dicho a los criados que le den algo de comer y beber para que se reponga del esfuerzo. Imagino que querréis verlo enseguida.

Rodrigo se incorporó vacilante; sus piernas todavía no habían recuperado la fuerza necesaria para mantenerlo en pie con firmeza tras dos meses en cama.

—Hazlo pasar en cuanto haya comido —me dijo.

Volví a la cocina; el caballero de la guarnición de Gormaz estaba dando buena cuenta de un pedazo de carne asada fría, un buen trozo de queso, medio pan y una jarra de vino.

—Vaya, tenías hambre de veras —observé.

—No he probado bocado desde ayer a mediodía —masculló entre mordisco y mordisco al queso.

Dejé que acabara de comer y cuando lo hizo, lo conduje ante Rodrigo.

—Señor, aquí está Gonzalo Gómez.

—¿Qué ha ocurrido, Gonzalo? —inquirió Rodrigo.

—Señor —Gonzalo inclinó la cabeza ante Jimena, se acercó hasta el Campeador y cogió su mano para colocarla en la frente en señal de sumisión como vasallo—, fue anteayer, al alba. Una partida de bandidos musulmanes cruzaron el Duero por Navapalos y saquearon San Esteban, Alcubilla y Osma; eran un centenar y parecía que conocían bien dónde atacar. Han asolado esas tres aldeas, destruido y quemado sus casas, incendiado cosechas, talado árboles y arrasado cultivos. Se han llevado varios cautivos.

—Perdonad caballeros, pero mis hijos necesitan de su madre —les interrumpió Jimena, que salió de la sala intuyendo que su presencia podría coartar nuestra conversación.

—¿Dónde estabais vosotros?

—En la fortaleza de Gormaz, señor. Sólo éramos cinco caballeros y veinte peones. Hicimos cuanto pudimos y logramos que algunas gentes se refugiaran en el castillo con el ganado que lograron salvar. En cuanto pude cogí mi caballo; he cabalgado sin descanso desde ayer a mediodía.

Aquel hombre había recorrido cien millas en poco más de una jornada.

—¿Qué más sabes de esos bandidos?

—Eran musulmanes del reino de Toledo, sin duda. No pudimos enfrentarnos a ellos, pero algunos de los campesinos que pudieron escapar y buscaron refugio en el castillo dijeron que los mandaban hombres expertos en ese tipo de acciones.

—¿En qué lengua hablaban? —le preguntó Rodrigo.

—Quienes los oyeron dicen que en árabe, aunque un campesino de Alcubilla me aseguró que había oído a dos de ellos hablarse en nuestra lengua.

—¿Qué opinas de esto, Diego?

—Sólo hay dos opciones: o han sido los rebeldes a al-Qádir, que desesperados han atacado en busca de botín, o…

—¿O qué? —inquirió Rodrigo.

—O se trata de una añagaza de nuestros enemigos en la corte para causarnos problemas.

—Crees que el conde de Nájera está detrás de esta algara.

—Pudiera ser, aunque en tal caso será difícil probarlo.

—Ordena que preparen mi equipo militar y convoca a la mesnada —asentó Rodrigo.

—Permitidme que os diga que no estáis en condiciones de pelear —le advertí.

—Ya has oído mis órdenes.

—Gonzalo, retírate un momento —le indiqué al soldado.

Y cuando hubo salido de la estancia, le dije a Rodrigo:

—Hace dieciocho años que estoy a vuestro servicio, y siempre os he obedecido, incluso cuando me anunciasteis que debería empuñar las armas. Pero os repito que no estáis en condiciones de luchar. Fijaos en vuestro aspecto: habéis perdido mucho peso debido a la enfermedad, vuestras piernas apenas os sostienen y vuestros brazos son incapaces de tensar un arco o de arrojar una lanza. Un niño podría venceros.

Jamás le había hablado así a Rodrigo, hasta ese momento.

—¡Cómo te atreves…!

—Me atrevo porque además de vuestro vasallo y vuestro escudero, soy vuestro mejor amigo —puntualicé.

Y avancé hacia él, le cogí la mano derecha y le torcí el brazo hasta tumbárselo sobre una mesa sin apenas esfuerzo.

—Tienes razón, Diego, tienes razón —musitó con la cabeza gacha.

—Decidme qué queréis que hagamos y lo haremos, pero vos reponeos por completo; sería un desastre todavía mayor si en el estado en el que os encontráis os vierais obligado a pelear con un soldado experto.

—Convoca a toda la hueste en Gormaz para dentro de quince días. Si en este tiempo no me he repuesto del todo, tú encabezarás la mesnada. Atacaremos las tierras de Guadalajara y perseguiremos a esos bandidos hasta sus madrigueras. Y procura que Gonzalo descanse todo el día, lo merece.

Esa misma tarde escribí los mensajes convocando a todos los caballeros del Campeador a la hueste, y al amanecer varios criados salieron en todas las direcciones para entregarlos a sus destinatarios.

Sesenta caballeros formaban en el amplio patio del castillo de Gormaz armados como si fueran a librar la más decisiva de las batallas. Sus ojos brillaban como sus espadas; muchos de ellos habían perdido hombres, cosechas y ganado en la incursión de los musulmanes toledanos y estaban deseosos de venganza. Mi espíritu se encogió cuando contemplé uno a uno los rostros crispados, con los ojos inundados de ira y odio, de aquellos caballeros. Habían acudido a la llamada de su señor como un solo hombre. Eran gentes de frontera, guerreros habituados a la dura vida en los límites entre la cristiandad y el islam, hombres rudos acostumbrados al fragor de la pelea, a la incertidumbre del mañana y a ganarse el pan con la espada y la lanza.

Para ellos Rodrigo era un ejemplo; un verdadero héroe que había conseguido grandes riquezas gracias a su pericia militar, al manejo de las armas, a su astucia e inteligencia y al valor de su corazón. En Rodrigo tenían un modelo a seguir, y por ello estaban habituados a responder a su llamada sin una sola reticencia. Creo que si Rodrigo les hubiera pedido que lo acompañaran a las mismísimas puertas del infierno, ni uno solo de ellos se hubiera negado a hacerlo.

Rodrigo no se había recuperado del todo, pero si lo suficiente como para viajar hasta Gormaz y asistir desde esa privilegiada posición a nuestra venganza. No tenía aún las condiciones necesarias para pelear, pero sí podía montar a caballo e incluso sostener una espada.

Avanzó a paso firme ante sus caballeros formados en el patio del castillo de Gormaz y nos dijo:

—Por primera vez no puedo cabalgar con vosotros. Sabéis que todavía me repongo de una grave enfermedad que casi acaba con mi vida. Si os acompañara como he hecho siempre hasta ahora, sería un estorbo. Don Diego de Ubierna mandará esta algara. Le he dado las instrucciones precisas sobre lo que deberéis hacer en cada momento. Y no tengáis piedad, ellos no la tuvieron con nuestros campesinos, con nuestros ganados y con nuestras cosechas.

Rodrigo estaba muy enojado, nos arengó como si fuéramos a enfrentarnos al mejor ejército del mundo en la batalla del Juicio Final.

Salimos de Gormaz, cruzamos la sierra de Miedes y caímos sobre las aldeas musulmanas del valle del Henares, cuyos habitantes estaban desprevenidos. No habían podido imaginar que en menos de un mes hubiéramos sido capaces de reorganizar nuestras fuerzas, reunir una hueste tan poderosa y devolverles el golpe. Habían confiado en que tardaríamos meses en recobrarnos de su razia y ni siquiera habían dispuesto vigías en las atalayas.

Asolamos varias aldeas en el curso del río Henares y, tal era nuestra furia y tan escasa la resistencia de los musulmanes, que penetramos hasta Guadalajara, una mediana ciudad que se salvó de nuestra ira encerrada tras sus murallas, y todavía alcanzamos más al sur, hasta la villa de Alcalá sobre el Henares y hasta la pequeña ciudad de Madrid. Nadie osó hacernos frente, y si lo hubiera intentado, eran tales nuestros deseos de venganza que hubiera salido muy malparado.

Diez días después regresamos a Gormaz cargados de riquezas y con setecientos cautivos. En algunas crónicas se ha escrito después que fueron siete mil, pero es bien conocida la afición de los cronistas a magnificar las cantidades para dotar de mayor relieve a sus historias.

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