Daroca está construida al abrigo de una fortaleza poderosísima. La medina se extiende por la falda de una ladera, donde se apiña medio millar de casas en terrazas. Sobre el caserío, como un guardián rocoso, se alza una enorme peña coronada por un enorme castillo donde tiene su sede el gobernador de esa comarca; es tan extenso, que en su interior existe una alcazaba que por sí sola es más grande que la mayoría de las fortalezas.
Nos instalamos en la alcazaba, pese a las reticencias del gobernador, que nada podía hacer para evitarlo, y demandamos la presencia de Abú Muhámmad. El médico vivía en una casita cerca de la plaza del zoco, al pie del castillo. Era un buen musulmán, creyente muy activo y conocedor de la Sunna y del Corán. Los caballeros que bajaron a buscarlo me dijeron que habían tenido que esperar a que acabara de comer y de rezar la oración del mediodía, la segunda de las cinco que todo musulmán tiene obligación de pronunciar cada día.
Yo aguardaba ansioso la venida del médico porque Rodrigo parecía empeorar por momentos. Durante las dos jornadas que duró nuestro viaje hasta Daroca no paró de sudar y de delirar un solo instante. La frente le ardía como si la tuviera cubierta de brasas rusientes y sus labios estaban agrietados como el barro seco. Jimena le calmaba la fiebre y el ardor de los labios con paños de agua fresca, y le ofrecía su consuelo de esposa.
—Aquí está el médico —me avisó uno de los caballeros que habían ido a buscarlo.
—Maestro, soy Diego de Ubierna —me presenté—, lugarteniente de don Rodrigo Díaz. Os agradezco que hayáis venido a visitarlo. Acompañadme.
—¿Qué le ocurre a vuestro señor? —me preguntó mientras subíamos por una rampa a la entrada de la alcazaba.
—Hace varios días resultó herido en una batalla. Cayó del caballo y éste a su vez le cayó encima. Se rompió una pierna y algunas costillas; nuestro físico os lo explicará mejor.
A mi lado estaba el físico que había tratado a Rodrigo, que saludó a Abú Muhámmad con ojos llenos de admiración.
—Bien, decidme —le indicó el
hakim
.
—Tiene rotas la pierna izquierda y dos costillas. Le he repuesto la fractura y le he entablillado la pierna. Para calmar el dolor le he dado unas infusiones de abrótano y unos masajes con agua de espliego y romero.
—¿Cuánto hace que tiene fiebre?
—Tres días.
Entramos en la alcazaba y nos dirigimos a la estancia donde reposaba Rodrigo, una pequeña alcoba decorada con filigranas de yeso pintadas en rojo, verde y negro que tenía una pequeña ventana ajimezada desde la que se veía la ciudad recostada bajo la peña del castillo, como una amante en el regazo de su amado.
—Veamos. Quitadle la ropa.
Abú Muhámmad colocó su mano sobre la frente de Rodrigo, mientras los dos caballeros que lo custodiaban lo desnudaban tras haber obtenido con un gesto mi consentimiento.
El
hakim
fue palpando lentamente todo el cuerpo de Rodrigo con las yemas de los dedos. Rodrigo tenía entonces más de cuarenta años, aunque seguía manteniendo sus músculos tan tersos como a los veinte. Estaba algo más delgado que de costumbre debido a los días de ayuno y a la fiebre y tenía la piel de un color pajizo.
—Preparad agua fría y paños limpios —ordenó Abú Muhámmad.
Cuando estuvieron listos, el
hakim
me dijo:
—Aplicadle paños de agua fría en la frente y en los pies durante toda la tarde, hasta que anochezca. Entonces secadlo bien y tapadlo con una sábana. Y evitad que se mueva.
—¿Qué le ocurre? —le pregunté.
—Los huesos rotos curarán pronto; este hombre es muy fuerte. Pero me preocupa su hígado: probablemente sufrió algún golpe en la caída del caballo y no le funciona bien. El hígado sirve para purificar los malos humores del cuerpo, y si esos humores no se purifican, el enfermo muere irremisiblemente.
—¿Qué estáis diciendo? —inquirí.
—Que vuestro señor puede morir; está muy grave, pero creo que podré curarlo. Es fuerte de naturaleza, y por lo que he oído también de espíritu. Mañana volveré a verlo.
—¿Os marcháis?
—Aquí ya no soy útil… por ahora. Si empeorara, enviad a buscarme.
Pasé la noche junto a Rodrigo, dormitando al lado de su lecho. De madrugada debí quedarme dormido, pues me desperté sobresaltado con los primeros rayos del sol que entraban por la ventana ajimezada.
Rodrigo descansaba como hacía tres días que no lo había visto. Apenas sudaba y su fiebre había remitido mucho. Fui a las letrinas y después a la cocina en busca de algo para desayunar; había pasado todo el día anterior sin probar bocado y mi estómago me demandaba algo que lo calmase.
Abú Muhámmad ya estaba en la cocina preparando un caldo sobre el fogón.
—Maestro, no sabía que hubierais llegado.
—Ya sé que vuestro señor ha pasado la noche más tranquilo —me dijo.
—¿Qué es ese brebaje? —pregunté.
—Se trata del mejor remedio que conozco contra el mal de hígado; es un caldo a base de los jugos de varias plantas.
Me acerqué hasta la marmita y olí los vapores que emanaban.
—Huele bien.
—Es la hierbabuena; la he añadido para darle un sabor más agradable y para que disimule el amargor de la ruda y las ortigas.
—¿No le hará daño? —inquirí desconfiado.
Abú Muhámmad me miró sonriendo, se sirvió un vaso y bebió un trago.
—Es una bebida inofensiva. No temáis, no es ningún veneno. Bien, vayamos.
El Campeador ya estaba despierto pero mantenía los ojos cerrados.
—Rodrigo —le susurré al oído—, éste es el
hakim
Abú Muhámmad; os ha preparado una pócima. Bebedla, os sentará bien.
Ayudé a Rodrigo a que se incorporara en el lecho y el médico le acercó a los labios una escudilla con el caldo. El Cid bebió despacio, a pequeños sorbos.
Lo volví a dejar tumbado.
—Dadle media escudilla de este caldo cuatro veces cada día. En una semana sanará… o morirá. Ahora veamos los huesos.
Abú Muhámmad volvió a palpar la pierna y las costillas de Rodrigo.
—¿Están bien? —pregunté.
—La fractura de la pierna está repuesta, no tardará en recuperarse del todo, pero las costillas han quedado ligeramente desviadas; no deberíais haberlo movido —me dijo Abú Muhámmad.
—No podíamos dejarlo en medio de aquellos montes.
—Mañana le colocaré un cinturón de cuero; tal vez así vuelvan las costillas a su lugar.
Todas las mañanas subía el médico a la alcazaba. Una semana después de iniciar el tratamiento, el Cid ya podía incorporarse solo e incluso quiso levantarse del lecho con la ayuda de un bastón, pero el
hakim
se lo prohibió hasta que el hueso de la pierna estuviera totalmente soldado.
Hacía unas semanas que Yusuf ibn Tasufín había vuelto a desembarcar en Algeciras y estaba asediando Toledo al frente de un poderoso ejército almorávide. Un mercader musulmán que había viajado desde Toledo a Daroca con un cargamento de mercurio nos había informado de que escuadrones de caballería almorávide recorrían los alrededores de Toledo impunemente, y que el rey don Alfonso, a quien acompañaba el rey aragonés Sancho Ramírez, se había acantonado en la ciudad para resistir el asedio.
Una tarde de fines de verano Rodrigo me mandó llamar. Me acerqué hasta su aposento y me recibió vestido con un manto de algodón. Todavía se tambaleaba al andar, aunque ya podía apoyar la pierna rota, y tenía el rostro muy demacrado. Jimena estaba junto a él, leyéndole un libro sobre el héroe franco Roldán.
—Diego, tienes que ir a Zaragoza enseguida. Los almorávides asedian Toledo, y si cae esa ciudad, vendrán enseguida a por nosotros. Estamos solos, rodeados de enemigos por todas partes; debemos acordar un nuevo tratado de amistad con al-Mustain. La victoria de Tevar ha frenado al conde de Barcelona, pero ¿por cuánto tiempo? Si no aseguramos nuestras alianzas, volverá contra nosotros en cuanto se reponga.
—Al-Mustain y Berenguer son aliados, ¿creéis que vuestra oferta cambiará las cosas?
—La muerte del rey de Lérida deja a ese reino a merced del catalán. Es probable que vuelva sus ojos a Lérida, ahora que la gobierna el joven e inexperto Sulaymán, y que se olvide de Valencia y de nosotros. Ofrécele a al-Mundir nuestros servicios y convéncelo para que se aleje del conde de Barcelona; ya ha comprobado nuestra fuerza en Tevar, no tendrá dudas.
Salí para Zaragoza con seis caballeros, y en cuanto entré en esa ciudad me dirigí al palacio de la Alegría. El rey me recibió rodeado de cortesanos en el salón de oro y a su derecha vi al conde de Barcelona, a quien acompañaban algunos de los nobles que habíamos apresado en Tevar. Mi sorpresa fue enorme y, aunque intenté disimularlo, mi rostro debió de reflejar mi perplejidad.
—Majestad —hablé casi balbuceando por la inesperada y sorprendente presencia del conde de Barcelona—, don Rodrigo Díaz os presenta sus respetos. Yo, Diego de Ubierna, su lugarteniente, os los hago llegar en su nombre.
Le hice una indicación a uno de los caballeros que me acompañaban, y se adelantó para entregar al maestro de ceremonias de la corte hudí un pequeño cofre en el que habíamos colocado varias de las joyas que habíamos ganado al conde de Barcelona en la batalla de Tevar.
—Dile a Rodrigo que agradezco su presente y que le deseo la mejor ventura y la mayor felicidad. Y ahora dime, ¿qué te trae a esta corte?
El plan era ofrecerle nuestros servicios y forzarlo a que abandonara la alianza con el conde de Barcelona, pero en ningún momento habíamos previsto que Berenguer Ramón estuviera en ese momento junto a al-Mustain y, por lo que parecía, que ambos soberanos mantuvieran una estrecha amistad.
Durante unos instantes que me parecieron eternos, permanecí de pie, en silencio, delante del trono dorado. Por fin, levanté los ojos hacia el techo de casetones de madera con estrellas pintadas en amarillo sobre un fondo azul y dije:
—Mi señor don Rodrigo desea la paz y la amistad con Zaragoza… y con Barcelona —añadí pasando por encima de lo que me había ordenado el Cid.
Al-Mundir asintió:
—El Campeador siempre será bien recibido en esta corte.
Berenguer Ramón se adelantó un par de pasos y dijo:
—Ofrecedle mis saludos a don Rodrigo y decidle que deseo ser fiel y leal amigo suyo, y que de ahora en adelante jamás vuelvan a enfrentarse nuestros ejércitos, sino que permanezcan en paz para siempre.
Yo estaba tan sorprendido que no se me ocurría otra cosa que sonreír, mirar a todos los lados y asentir con la cabeza a cuanto se decía.
—Nada complacerá más al Campeador que la amistad de tan altos y poderosos príncipes —dije.
Desobedecí las instrucciones de Rodrigo, pero en ese momento creí que era mucho mejor para nuestros intereses acordar la paz con Berenguer de Barcelona. Durante una semana Yahya y yo mismo negociamos un acuerdo con uno de los consejeros del conde de Barcelona: el conde renunció a todos sus derechos sobre las parias de los taifas de Levante y a sus pretensiones sobre Lérida, aunque a cambio tuve que aceptar que pudiera repoblar con su gente la vieja y abandonada ciudad costera de Tarragona.
Aquel pacto era extraordinario para nosotros: el Cid ganaba las parias de todos los reyezuelos taifas, a excepción del de Zaragoza, alcanzaba la paz con Berenguer de Barcelona y tenía las manos libres para conquistar su deseada Valencia.
Me despedí de Yahya, que me había apoyado mucho durante la negociación con Berenguer y con al-Mundir, con un gran abrazo.
—Regreso a Daroca, y tal vez no vuelva jamás a Zaragoza. Rodrigo desea ganar Valencia cuanto antes y en ello centraremos todos nuestros esfuerzos —le dije a mi buen amigo.
—Cuidaos y que la fortuna os acompañe —me deseó Yahya—. Y quién sabe, tal vez algún día volvamos a encontrarnos.
—Que así sea.
R
egresé a Daroca a las dos semanas y encontré a Rodrigo bastante repuesto. Se levantaba con facilidad y daba algunos paseos por los patios de la alcazaba apoyado en un bastón. No había recuperado el volumen muscular ni había perdido la palidez del rostro, pero las ojeras, antes tan marcadas, apenas se le notaban y había ganado bastante peso.
—Os encuentro muy bien —le dije.
—El aire de estas sierras siempre ha obrado milagros… y el vino. Pero cuéntame, ¿cómo te ha ido por Zaragoza?
Crucé mis brazos delante del pecho, carraspeé, tomé aire y dije:
—Al-Mundir nos recibió con toda cordialidad, como acostumbra. Os envía un saludo y su amistad.
—¿Sólo eso? —inquirió Rodrigo—. ¿Qué hay de nuestro acuerdo?
—Estaba presente un invitado con el que no contábamos.
—¿Quién?
—El conde de Barcelona.
—¡Berenguer! Demonio de hombre, mil veces que le venza, mil veces que volverá contra mí. ¿Es que jamás voy a poder quitármelo de encima?
—Como enemigo, tal vez no, pero si aceptáis su amistad… el conde de Barcelona dejará de ser un problema.
—¿Amistad? Ese maldito conde siempre ha estado en mi contra. Hace años que desea liquidarme; lo intentó en Almenar y de nuevo en Tevar, se ha aliado con el rey de Lérida, con los condes de Pallars, con el rey de Aragón, con el rey de Zaragoza, y hasta ha procurado convencer al rey de León para crear una gran alianza con el único fin de eliminarme. ¿Y ahora me propone que acepte su amistad?
—Berenguer Ramón estaba al lado de al-Mundir cuando éste me recibió en el Salón Dorado de su palacio de la Alegría. Parecen unidos por una férrea amistad; no creo que estén dispuestos a romperla por nuestra causa.
—Son ya nueve años los que hace que me persigue ese conde entrometido y ambicioso. Nada ha cambiado para que deje de ser mi enemigo. Hace sólo dos meses que intentó acabar conmigo en Tevar, y no tengo ninguna duda de que si me hubiera derrotado ahora yo estaría muerto o prisionero en una mazmorra de Barcelona.
—Es probable que el conde obre ahora de buena fe. Mirad.
Extendí delante de los ojos de Rodrigo el documento que había firmado Berenguer Ramón en Zaragoza. Rodrigo tomó el pergamino y lo leyó con detenimiento.
—No creo lo que dice —asentó Rodrigo.
—Renuncia a sus derechos sobre Lérida a cambio de que no lo molestemos en la repoblación de las ruinas de Tarragona.
—No es suficiente.
—Fijaos en las subscripciones: el diploma viene avalado por la firma del propio al-Mundir.