El Cid no quería ningún acuerdo con Ibn Yahhaf, pero le interesaba ganar todo el tiempo posible y dejar que Valencia siguiera debilitándose a la espera de encontrar la manera de rendirla. Por eso le fue dando largas sobre el asunto del tratado y, a través de algunos de nuestros agentes que se movían con libertad en el interior de la medina, trató de soliviantar a los valencianos en contra de su gobernador.
Además, por razones que desconocíamos, el ejército almorávide se había detenido en Lorca y no parecía que los africanos estuvieran dispuestos a llegar a Valencia de inmediato. Daba la impresión de que también ellos querían ganar tiempo. Probablemente estaban esperando a que nuestro asedio sobre Valencia debilitara tanto a sus defensores, y por ende a nosotros mismos, que ninguno de los dos bandos estuviéramos en condiciones de oponerles resistencia en cuanto se presentaran ante sus murallas.
Pronto supimos que los almorávides habían llegado a Murcia. La causa de su parada en Lorca era que su general había estado enfermo, pero una vez recuperado habían proseguido el avance. Dos días después, nuestros hombres en Peña Cadiella nos informaron que los almorávides habían rebasado este castillo, donde manteníamos una importante guarnición, sin siquiera molestarse en tomarlo, y que seguían avanzando hacia Valencia.
El Cid, que había logrado sembrar alguna discordia entre los valencianos, nos convocó a una reunión urgente a sus capitanes.
—Los almorávides se encuentran a una jornada de camino de Valencia, en Alcira. He estado pensando durante toda la tarde qué hacer. Tenemos dos opciones: o retirarnos hacia el norte y al oeste y reforzarnos en posiciones seguras en el poyo de Cebolla y en Requena, o mantenernos junto a Valencia. ¿Qué opináis? —nos preguntó.
—Si ese ejército es tan numeroso como dicen los informes de nuestros exploradores, lo más prudente sería asentarnos firmemente en Cebolla —intervine en primer lugar.
—Si así lo hiciéramos, demostraríamos que los tememos. Yo soy partidario de aguantar donde estamos. Si nos retiramos, entre los almorávides y Valencia no quedará nada y la ciudad se les entregará sin resistencia. Además, siempre estaremos a tiempo de replegarnos si comprobamos que no podemos contenerlos —dijo Pedro Bermúdez.
Rodrigo se atusó la barba y se tocó la cicatriz del cuello, ya bien cerrada pero todavía enrojecida.
—Mantendremos nuestras posiciones, pero ampliaremos nuestras defensas. Hay que evitar que puedan desplegar su caballería en la huerta, para ello la inundaremos desviando el curso del río Turia y sólo dejaremos un paso estrecho desde el sur. Si se deciden a atravesarlo, lo deberán hacer en pequeños grupos, y así podremos hacerles frente, pese a su número. No obstante, reforzaremos nuestras posiciones en la retaguardia, y si nos vemos superados nos haremos fuertes allí.
Al día siguiente los almorávides se hallaban a media jornada de distancia. Sus avanzadillas ya habían sido avistadas por algunos de los exploradores que habíamos enviado para localizar sus posiciones. Rodrigo ordenó a media tarde disponer el ejército en dos cuerpos bien compactos, uno a cada lado del paso que habíamos dejado entre las tierras inundadas por el Turia. Finalizado nuestro despliegue, comenzó a llover de tal modo que la superficie anegada creció de manera considerable, favoreciendo nuestro sistema de defensa.
Entre tanto, nuestros agentes en Valencia nos informaron de que los ciudadanos proclives a los almorávides, cuyo número había ido creciendo conforme éstos se acercaban, estaban eufóricos y que festejaban con grandes gritos y cánticos la pronta liberación de su ciudad, que creían inminente. Algunos de los más exaltados ya habían organizado patrullas de jinetes para atacarnos por la espalda en cuanto nos viéramos obligados a enfrentarnos con los almorávides.
Aquel amanecer de mediados de enero el cielo estaba despejado y el viento en calma, y en el aire se respiraba un aroma a limón, a azahar y a tierra mojada. Los valencianos se habían lanzado a las almenas de sus murallas en cuanto despuntó el alba. Enarbolaban sus banderas y sus estandartes esperando ver los pendones negros de los almorávides desplegados por la llanura, avanzando triunfantes hacia Valencia. Durante un buen rato permanecieron en lo alto, agitándose, intentando atisbar en el horizonte algún movimiento que indicara la presencia de los africanos. Pero el ejército del emir Ibn Tasufín no aparecía por ningún lado.
A mediodía un jinete se acercó cabalgando hasta la puerta de la Culebra. Poco antes había atravesado nuestras líneas sin que nadie de los nuestros le impidiera el paso, pues sabíamos bien que las noticias que llevaba a los valencianos eran muy favorables para nosotros.
Los almorávides, uno de cuyos ejércitos acababa de conquistar Badajoz tras asesinar a su rey al-Mutawákkil, habían decidido no seguir adelante, y la noche anterior se habían retirado hacia el sur. Cuando los sitiados supieron esto por boca de aquel jinete, su alegría mudó en desesperanza. Sus rostros, pocas horas antes alegres y ufanos, parecían ahora desvaídos y ennegrecidos de tan tristes. Los gallardetes y pendones que se agitaban como ramas de olivos en lo alto de las murallas fueron desarbolados y un silencio como de muerte se extendió por toda la ciudad.
Por el contrario, en nuestros campamentos estalló la dicha. Nuestros soldados, tras una noche de tensa espera bajo una lluvia torrencial que parecía anunciar un nuevo diluvio, creyendo que al alba tendrían que luchar contra los fieros y temibles guerreros del desierto, estallaron en gritos de júbilo. Fueron muchos los que cabalgaron, lanza en ristre, hasta las murallas de Valencia, sobre cuyas almenas se lamentaban entre sollozos sus ciudadanos. Los más intrépidos hacían piafar a sus caballos al pie mismo de los muros y gritaban a los abatidos valencianos llamándolos «falsos traidores renegados» y anunciándoles que esa ciudad pronto sería del Campeador.
Nunca supimos por qué se retiraron los almorávides cuando tenían las torres de Valencia a la vista de sus ojos y su ejército era más numeroso que el nuestro. Ellos se justificaron ante los defraudados valencianos diciendo que el aguacero caído durante la noche y la falta de víveres les había obligado a replegarse a posiciones más seguras, y nosotros nos jactamos de que al verse frente a nuestra mesnada tuvieron miedo y les faltó tiempo para huir con el rabo —¿no eran acaso demonios?— entre las piernas.
Los valencianos perdieron toda esperanza cuando vieron que los almorávides se retiraban sin ayudarles a librarse de nuestro cerco, y nuestro ímpetu en el asedio aumentó mucho. Rodrigo nos ordenó entonces arrasar aquellos arrabales que todavía no habíamos dominado y en los que aún quedaban algunos musulmanes afectos a la causa de Ibn Yahhaf, que buscaron rápido refugio en el interior de las murallas de la medina. Durante la noche quemamos las casas de los arrabales, y sólo quedó en pie la medina, desnuda en medio de la llanura de la huerta, sola y uncida a sus murallas como la piel a los huesos.
Arreciamos nuestro ataque a las murallas con almajaneques y catapultas y no había día en el que no intentáramos el asalto a los muros, sobre los que los valencianos se defendían como fieras acosadas. A veces, aprovechando alguna debilidad por nuestra parte, salían varios jinetes desde alguna de las puertas y cargaban contra nuestros zapadores, causándonos algunos daños. Para atemorizar a nuestros enemigos, Rodrigo ordenó que a todos aquellos musulmanes que fueran capturados vivos en combate les fueran sacados los ojos, amputadas las manos y rotas las piernas y que sus cadáveres fueran colgados de los alminares de las mezquitas y de las palmeras del arrabal de la Alcudia, para que se pudrieran a la vista de los aterrados valencianos.
En el interior de la ciudad la vida era cada día más difícil. Los alimentos escaseaban y cuando podía encontrarse alguno, los precios eran tan altos que algunos cambiaban al peso harina y aceite por plata.
En éstas estábamos cuando los valencianos recibieron una carta del gobernador almorávide en la que les invitaba a resistir hasta que pudiera acudir en su ayuda. Les reiteraba que su retirada había sido causada por la falta de alimentos y por el aguacero que tuvieron que soportar, que había destruido sus menguadas reservas de víveres. Les animaba a mantener Valencia como ciudad del islam y les prometía que en cuanto pudiera enviaría un ejército para liberarlos del yugo cristiano.
Pero los almorávides incumplieron sus promesas y se retiraron incluso de Denia, donde habían permanecido durante mucho tiempo. Ahora sí, los valencianos comenzaron a debatir si no sería mejor entregar su ciudad al Cid, pues el Campeador había dado muestras de su magnanimidad al gobernar el arrabal de la Alcudia según las leyes islámicas y ningún musulmán sometido voluntariamente a su gobierno había sido objeto de la menor injusticia.
Ibn Yahhaf, que había sido relegado momentáneamente del poder por algunos aristócratas descontentos con su actuación, fue repuesto en el gobierno de Valencia. El cadí volvía a gobernar sobre una ciudad sitiada y con sus ciudadanos al borde de la desesperación. Nos escribió una carta muy amable en la que nos prometía el pago de parias si levantábamos el asedio. Ibn Yahhaf se entrevistó con el Cid en el arrabal de Villanueva. Rodrigo nos ordenó que lo recibiéramos como a un verdadero rey, y así lo hicimos. Después, los dos solos mantuvieron una entrevista en la que, según me contó más tarde, el Campeador le impuso una serie de condiciones durísimas que Ibn Yahhaf aceptó sin rechistar, entre ellas la pérdida del control sobre la recaudación de tributos en Valencia y la entrega de su hijo como rehén.
Entre tanto, el hambre y la muerte asolaban a los valencianos. Casi todos los días escapaba de la ciudad algún musulmán que corría hasta nuestras posiciones para entregarse; eran muchos los que nos decían que preferían vivir como esclavos de los señores cristianos que morir de hambre dentro de los muros de Valencia. Para amedrentar todavía más a los sitiados, Rodrigo dispuso una jauría de perros que descuartizaban a todos aquellos que intentaban huir hacia territorio musulmán.
Angustiado, Ibn Yahhaf envió a un mensajero hasta Zaragoza, solicitando la ayuda de su rey al-Mustain, pero éste contestó con evasivas. El cadí valenciano impuso nuevas limitaciones y requisó cuantos alimentos había en la ciudad, decretando un estricto racionamiento que causó un hondo malestar entre aquellas ya desesperadas gentes.
Rodrigo me encargó que tratara con los enemigos de Ibn Yahhaf a fin de que provocaran y alentaran una revuelta contra éste dentro de los muros de la medina, pero el cadí logró atajar la conjuración antes de que se extendiese y acabó con los intrigantes, que no supieron ganarse el favor de la población.
Pero los valencianos seguían muriendo de hambre y los que escapaban nos contaban que algunos desesperados llegaron a consumir carne de rata, de perro, de gato e incluso de los cadáveres que se amontonaban en las calles sin que los enterradores dieran abasto para proceder a su sepultura. Yo mismo fui testigo de cómo varios valencianos se abalanzaron sobre el cuerpo de un soldado cristiano que cayó al foso durante una de nuestras escaramuzas ante las murallas y lo descuartizaron para repartirse su carne. Fueron tantos los muertos, que en las plazas e incluso en las calles se cavaron fosas para enterrarlos.
Ibn Yahhaf, desbordado por los acontecimientos, se vio obligado a delegar el poder en manos de un afamado y respetado alfaquí llamado al-Waqasi, hombre religioso de gran prestigio al que los valencianos le encargaron la engorrosa tarea de acordar la rendición a las tropas del Cid.
A través de un intermediario, al-Waqasi nos hizo llegar sus intenciones, y el Cid aceptó proseguir con las conversaciones para la capitulación de Valencia. Como es habitual en estos tiempos, los valencianos solicitaron un plazo para recibir auxilio del exterior antes de rendirse; el Cid les concedió quince días, pero les obligó a prometer que si pasado ese tiempo no acudía ningún ejército en su socorro, Valencia se rendiría al Campeador.
Los valencianos enviaron unos emisarios en busca de esa ayuda, pero Rodrigo sospechó de ellos y les impuso la condición de que no pudieran llevar consigo sino cincuenta maravedíes para los gastos del viaje. Los emisarios salieron de Valencia y se dirigieron a la playa para embarcar en una nave hacia Murcia, donde esperaban recibir el auxilio solicitado. El Campeador receló de aquellas gentes y me ordenó que revisara lo que portaban, y en efecto, sus sospechas estaban bien fundadas, pues oculta entre sus objetos de viaje llevaban una gran cantidad de oro y plata que algunos comerciantes, ante la caída inminente de Valencia, habían intentado evadir.
Yo creí que el Cid me ordenaría matarlos allí mismo, pero se limitó a requisar todo lo que portaban, salvo los cincuenta maravedíes prometidos, y los dejó marchar.
Aguardamos expectantes los quince días pactados de tregua. Un mercader recién llegado de Zaragoza nos informó de que el rey Sancho Ramírez acababa de morir en el asedio de Huesca y que su hijo don Pedro era el nuevo monarca aragonés. Al término de las dos semanas de tregua no tuvimos ninguna noticia de los emisarios enviados por los valencianos y nuestras patrullas, que recorrían diariamente toda la zona, nos informaron que no se apreciaba ningún movimiento de tropas en dirección a Valencia por ninguna parte.
Rodrigo requirió de al-Waqasi la entrega de la ciudad, una vez finalizados los quince días de tregua, pero Ibn Yahhaf pidió una ampliación a tres días más, que Rodrigo no aceptó.
Recuerdo aquel día con cierta emoción, pero no sin un amargo sabor. Era mediodía del jueves 15 de junio del año del Señor de 1094 cuando vimos que las puertas de Valencia se abrían de par en par.
Rodrigo se había quedado en su almunia del arrabal de Villanueva y había dispuesto que fuera yo quien recibiera la rendición de los valencianos. Al abrirse las puertas, arreé a mi caballo y seguido por varios de mis hombres avancé hacia la entrada. Lo que vi me conmovió profundamente: a ambos lados de la puerta se alineaban hileras de cuerpos famélicos, verdaderos cadáveres andantes que nos miraban con ojos perdidos, vidriosos de hambre, privaciones, enfermedades y muerte; algunos nos pedían pan, otros ni siquiera tenían fuerzas para demandar alimento, los más se arrastraban como espectros surgidos de la oscuridad.
Ordené a los hombres de mi batallón que subieran de inmediato a las torres de la muralla y que requisaran todas las armas que encontraran, y dispuse una guardia armada en cada una de las puertas para impedir que nadie pudiera sacar de la ciudad oro, plata o cualquier objeto valioso.