Don Alfonso pudo escapar y refugiarse en el castillo de Consuegra; el ejército almorávide avanzó hacia Cuenca y sorprendió al confiado Álvar Fáñez que acudía al encuentro con su rey desde el castillo de Zorita, y que también fue aniquilado.
Tres meses después de aquellas calamidades el rey Pedro de Aragón vencía a al-Mustain de Zaragoza en los llanos de Alcoraz y conquistaba la ciudad de Huesca. Junto al ejército zaragozano lucharon los condes castellanos García Ordóñez y Gonzalo Núñez de Lara. Aragón, como había soñado su rey don Sancho y antes su padre don Ramiro, había comenzado a dominar el llano; un motivo más de preocupación para el derrotado don Alfonso. ¡Cuántas veces debió de lamentar en aquellos días no haber tenido a Rodrigo a su lado!
Las dos victorias consecutivas y el recuerdo de Sagrajas hicieron olvidar a los almorávides la derrota de Cuarte y, ávidos por seguir cosechando triunfos, decidieron venir a por nosotros. Nuestros espías nos informaron que se acercaban haciendo atronar sus tambores por los caminos, gritando el nombre de Alá y recitando frases del Corán sobre la nueva vida en el paraíso que esperaba a los que murieran en el combate. Cabalgaban con sus estandartes negros desplegados, al trote sobre sus ágiles corceles de las estepas saharianas, esperanzados en ganar para el islam Valencia y aun todos los reinos cristianos.
Pero se encontraron con el mejor ejército del mundo, con los hombres más disciplinados y con el general más capaz. Rodrigo nos ordenó que saliéramos a su encuentro, y así lo hicimos. Formados en dos alas, marchamos hacia el sur, en busca de los africanos; a mi lado cabalgaba el obispo Jerónimo, que había colocado sobre su pecho enlorigado una camisola blanca con una enorme cruz roja, como decía que había visto hacer a los caballeros provenzales que se estaban preparando para partir hacia la reconquista de Tierra Santa en respuesta a la llamada del papa Urbano. A las mismas puertas de Valencia se nos unieron doscientos caballeros aragoneses, que venían exultantes de gozo y alegría por su gran victoria en Alcoraz. Su rey don Pedro, que cabalgaba al frente de los aragoneses, llegó a decir al Cid que juntos conquistarían el mundo, y que antes de que los franceses llegaran siquiera a avistar las murallas doradas de Jerusalén, las banderas de Aragón y los pendones de Rodrigo ondearían sobre la torre de David.
—Despacio, don Pedro, despacio, primero venzamos a los almorávides y después Dios dirá —le dijo Rodrigo.
Nos encontramos con los almorávides en Bairén, cerca de Játiva, a los pies de un pequeño castillo, en enero del año 1097. De nuevo los sorprendimos confiados; ni por un momento imaginaron que iríamos contra ellos como lo hicimos. Eran muchos más que nosotros y estaban pletóricos de moral de victoria. Creyeron que aguardaríamos parapetados detrás de los muros de Valencia esperando su llegada y preparados para resistir un largo asedio.
Pero Rodrigo volvió a dar una nueva muestra de su extraordinaria astucia y de su capacidad para obtener ventaja de una posición comprometida. Los almorávides apenas se dieron cuenta de lo que se les venía encima, y, sin tiempo para desplegar sus tropas, que avanzaban como una banda de amigos borrachos después de una noche en la taberna, caímos sobre ellos con la rapidez y el silencio del relámpago.
El Cid peleó con la energía de siempre, pero tal vez con más furor que nunca. Lo vi tajar con todas sus fuerzas a cuantos almorávides encontró en su camino, con una saña como jamás antes había mostrado. Creo que en aquella batalla, cada vez que derribaba a un enemigo estaba imaginando que mataba al que había cercenado la vida de su hijo en Consuegra.
—¡Somos invencibles! —exclamó don Pedro de Aragón levantando el filo ensangrentado de su espada, a la vista del ejército almorávide que huía en desbandada en busca del refugio de las murallas de Játiva y Gandía.
Rodrigo se volvió hacia el rey aragonés. El Cid tenía sus ropas cubiertas con la sangre de los enemigos muertos en el combate y sus ojos brillaban como suelen hacerlo aquellos que han experimentado un dulce sentimiento: la venganza.
Mientras Aragón ganaba nuevas villas y nuevas tierras y el Campeador demostraba una y otra vez que él sí podía vencer a los almorávides, don Alfonso penaba sus derrotas y sus fracasos. Sólo el reino de Zaragoza pagaba parias al rey de León, que, incapaz de derrotar a los almorávides, se dirigió hacia Zaragoza para amedrentar al rey don Pedro, quien, a su vez, tras haber ganado Huesca y vencido en Bairén, no tenía reparos en asegurar que su próxima conquista sería la ciudad y el reino de Zaragoza, el sueño de todos los reyes del pequeño Estado montañés.
Pero ni siquiera esa añagaza de don Alfonso tuvo éxito; el rey de Aragón no se asustó e incluso hizo mención de acudir a su encuentro, por lo que don Alfonso dio media vuelta y antes de llegar a Zaragoza regresó a Castilla. Ibn Tasufín también volvió a su tierra; tal vez añorara las dunas doradas de su desierto africano, o tal vez creyera que dos derrotas a manos de Rodrigo eran suficientes, o quizá supuso que aquellos taimados musulmanes de al-Andalus no merecían un solo momento más de su atención.
A fines de ese año de 1097, Rodrigo, envidiado y respetado por todos los soberanos cristianos y musulmanes de la Península, casó a su hija doña Cristina con don Ramiro, infante de Navarra y tenente del fortísimo castillo aragonés de Monzón, nieto del rey García de Pamplona e hijo del infante Sancho, que muriera en la emboscada de Rueda; como dote de este matrimonio, el Cid entregó a don Ramiro la
Tizona
, una de las mejores espadas que jamás se han fabricado. A la otra hija, doña María, la casó un poco más tarde con el infante don Pedro de Aragón, que hubiera podido ser rey si no hubiera muerto tan joven. Ahora, doña María es la esposa del conde Ramón Berenguer de Barcelona: así es como en estos tiempos se sellan las más férreas alianzas.
Sin enemigos a los que batir, fue entonces cuando Rodrigo se sintió como un verdadero rey. No llegó a adoptar nunca ese título, aunque creo que lo podría haber hecho, pero a él le bastaba con ser el príncipe de Valencia. Ya no rendía pleitesía a nadie y nadie estaba por encima de él. Valencia era suya, y lo demás no le importaba nada. Tal vez si hubiera vivido su hijo…, pero Diego estaba muerto, y con él todas sus esperanzas de crear un reino en el que herederos de su sangre y de su linaje gobernaran por los siglos venideros. No obstante, sus hijas estaban casadas con miembros de la realeza y la sangre de sus nietos sería sangre real.
Sin los almorávides a la vista, pusimos sitio al castillo de Murviedro, la única fortaleza que había escapado al dominio de Rodrigo, la más poderosa de todo Levante, y, tras seis meses de rutinario asedio, la conquistamos. Allí fue donde observé el primer síntoma de debilidad en Rodrigo. Muchas veces lo había visto herido, enfermo y en peligro de muerte, aunque en todas esas ocasiones intuí en él la fuerza necesaria para vencer a la enfermedad y a las heridas. Pero bajo los muros de Murviedro, una tarde de lluvia inclemente, lo observé sentado en una silla de las de tijera, con el codo apoyado en el reposabrazos y la cabeza inclinada sobre las rodillas, y me pareció estar viendo a un hombre en el umbral de la muerte.
Tras la conquista de Murviedro discurrieron varios meses en los que Rodrigo se mostraba día a día más taciturno, más reservado; ya no participaba en los ejercicios que los soldados seguían practicando en los campos de entrenamiento, ya no acudía a los campamentos a compartir con sus hombres un asado de cordero al estilo de Castilla, ya no salíamos a cazar con los halcones a las colinas del oeste. Rodrigo se recluía en su fortificada alcazaba, lejos de las miradas de los hombres, sólo acompañado por dos o tres de sus criados y por su esposa Jimena, a quien el tiempo y el dolor habían envejecido tanto como los años de soledad y espera.
Al menos una vez a la semana yo me acercaba hasta la alcazaba y departía con él durante una tarde entera; me daba instrucciones para el gobierno de Valencia, repasaba conmigo los impuestos y los gastos, insistía en que no dejáramos nunca la guardia relajada ni el ánimo decaído. Le gustaba recordar a los compañeros muertos en la batalla, hablar de las victorias en Almenar, en Tevar o en Morella, describir los campos de Vivar en aquellas frescas mañanas soleadas de primavera en las que cantan las abubillas y zurean las palomas, y entonces parecía que estaba viendo los verdes campos de trigo mecidos por la húmeda brisa del oeste, los infinitos páramos teñidos del amarillo de las flores de las aliagas y creía aspirar el aroma de las violetas y los cerezos.
Rodrigo Díaz, el Cid, el Campeador, murió como soberano de Valencia el 10 de julio del año del Señor de 1099. Pocos días después, los caballeros cruzados conquistaron Jerusalén y colocaron sobre la torre de David la bandera blanca con la cruz roja de los caballeros de Cristo.
Desde Aragón vinieron su hija doña María y su esposo el infante don Pedro con los cien mejores caballeros aragoneses, y desde Monzón lo hizo doña Cristina con su esposo don Ramiro. Colocamos su cadáver en un sepulcro en la catedral y el obispo don Jerónimo rezó una oración fúnebre. Doña Jimena, doña Cristina y doña María vestían de estameña y lloraban desconsoladas la muerte del padre y del esposo.
Juramos a doña Jimena como señora de Valencia. La esposa del Campeador delegó en mí la jefatura del ejército y, siguiendo cuanto había aprendido de Rodrigo, pude rechazar un nuevo ataque almorávide a fines de ese mismo año. Los africanos sabían que el Cid había muerto y perdieron el miedo que los atenazaba.
Regresaron año y medio después y nos mantuvieron sitiados durante siete meses. Intenté imaginar qué hubiera hecho Rodrigo en aquellas circunstancias, pero ni yo era Rodrigo ni los almorávides nos temían como antaño. Recabamos ayuda de don Alfonso y el rey de León se presentó en Valencia mediada la primavera del año 1102, cuando los almorávides habían iniciado el tercer asedio desde que muriera el Cid.
Los africanos se retiraron hasta Cullera. Don Alfonso animó a doña Jimena a que mantuviera la defensa de la ciudad, pero la viuda de Rodrigo apenas tenía fuerzas para ello. El rey de León y de Castilla quiso emular a Rodrigo y salió al encuentro de los almorávides. Nos enfrentamos con ellos cerca de Cullera. La batalla duró todo el día y ninguno de los dos ejércitos fue derrotado, pero por eso mismo ninguno de los dos pudo declararse vencedor. Regresamos a Valencia convencidos de que no podríamos resistir a los almorávides porque regresarían una y otra vez hasta que consiguieran vencernos y matarnos a todos.
Así, ante la imposibilidad de defenderla, decidimos abandonar Valencia.
Recogimos cuanto de valor teníamos y empaquetamos muebles, alfombras, baúles llenos de ropa y sedas, armas, joyas, monedas… En uno de los carros colocamos el cadáver de Rodrigo, embalsamado dentro de una caja de madera forrada de seda. Ordenamos a los musulmanes que abandonaran la ciudad y, aunque algunos se negaron a hacerlo, los conminamos diciéndoles que íbamos a quemarla de todas formas y que si no salían de allí arderían dentro.
Un seco escalofrío me recorrió la espalda cuando arrimé una antorcha a los montones de paja seca que habíamos colocado en el centro del alcázar y de la catedral y en algunas de las casas más notables. Esperé para contemplar cómo prendía el fuego y espoleé a mi caballo hacia la puerta de Alcántara. A mi espalda las llamas comenzaban a consumir los edificios y el humo lo envolvía todo como la bruma.
Escribo en el año del Señor de 1110. Hace ya seis años que murió Jimena y once que el cadáver de Rodrigo reposa para siempre en el monasterio de San Pedro de Cardeña, donde yo he regresado para pasar mis últimos días esperando a que la muerte llame a la puerta de mi celda. Juglares, trovadores y cronistas cantan por ciudades, villas, aldeas y castillos las hazañas del Cid y ensalzan su figura; algunos inventan cosas que jamás ocurrieron y otros describen al Campeador de manera muy distinta a como realmente era. Al principio me gustaba corregirlos de sus errores, pero por fin he preferido dejar que las cosas queden como la gente quiere imaginarlas.
Muchas tardes, antes de la oración de vísperas, suelo pasear por los campos cercanos al monasterio y algunas veces me entretengo a la vera del camino rememorando aquellos lejanos tiempos en los que, jóvenes y pletóricos de energía, perseguíamos el honor, la fama y la riqueza. Y todavía hay noches en las que me despierto con la sensación de haber visto a Rodrigo cabalgando sobre su corcel de guerra, las crines al viento, y cierro de nuevo los ojos y entonces creo haber vivido sólo el tiempo de un suspiro.
La figura del más famoso de los héroes hispanos ha sido, y sigue siendo, objeto de controversia historiográfica desde que en 1944 Ramón Menéndez Pidal editara sus cinco volúmenes sobre
El Cantar de Mio Cid
, aunque hace ya algunos años que han comenzado a perfilarse los límites entre la historia y la ficción en la figura de Rodrigo, especialmente en el libro de Gonzalo Martínez Díez
El Cid histórico
, publicado en 1999.
Para escribir esta novela, me he basado en las siguientes fuentes: Los dos relatos más próximos al Cid son el
Carmen Campidoctoris
, un texto escrito en 128 versos latinos hacia 1094 en donde se relatan las hazañas bélicas de Rodrigo y cuyo original, varias veces editado, se conserva en la Biblioteca Nacional de París, y la
Historia Roderici
, una crónica escrita a principios del siglo XII también en latín y conservada en una copia algo mas tardía que se encontraba en el archivo de la colegiata de San Isidoro de León, de donde tras azarosos avatares pasó a la Biblioteca de la Real Academia de la Historia.
Rodrigo Díaz es citado con diversidad de frecuencias en la mayoría de las crónicas y anales del medievo hispano, sobre todo en el
Cronicón Burgense
, en los
Anales Compostelanos
, en el
Cronicón de Cardeña
, en la
Crónica Najerense
y en todas las grandes crónicas castellanas de la Baja Edad Media:
Primera Crónica General
,
Crónica de 1344
,
Crónica de Veinte Reyes
, etc.
Existen varias crónicas escritas por autores musulmanes en las que también se citan y narran las hazañas del Cid; la relación de todas ellas ha sido recogida recientemente por María Jesús Viguera (ponencia al Congreso sobre el Cid celebrado en julio de 1999 en Burgos) y por José Martínez del Río (en su tesis de licenciatura).