Contemplábamos el despliegue del ejército almorávide por las huertas del sur desde lo alto de las torres del alcázar.
—Esta vez no se retirarán sin luchar. No tienen excusa: ni llueve ni carecen de provisiones —dijo Rodrigo.
—Tal vez en cuanto pasen unos días… —supuse.
—Ahora no. Pueden recibir suministros desde Denia y desde Murcia de manera ininterrumpida, y saben que desde que poseen Lérida y Tortosa es muy difícil que podamos recibir ayuda por el norte. En esta ocasión habrá que resistir… o luchar.
Otra vez los valencianos recuperaron la esperanza y se mostraban contentos, pues decían en círculos privados que pronto Valencia volvería a ser una ciudad del islam.
El campamento almorávide se instaló en Cuarte, a una cabalgada de distancia de Valencia. Desde allí, todas las noches se acercaban en grupos numerosos hasta los muros de la ciudad con antorchas y tambores y lanzaban una lluvia de flechas sobre nosotros, que soportábamos con tranquilidad, como habíamos visto que hacía Rodrigo en cada ocasión en la que habíamos estado en dificultades.
Un ejército como aquél, si hubiera estado bien dirigido, nos hubiera derrotado con facilidad, pero los generales almorávides eran un verdadero desastre; y sus soldados, acostumbrados a vivir en sus tierras africanas de polvo y calor, desconocían el sentido de la disciplina, imprescindible en cualquier ejército que quiera alcanzar la victoria, y estaban enfrentados en rencillas internas que arrastraban desde hacía decenios y tal vez siglos. En cuanto los almorávides permanecían quietos en un lugar durante más de diez o doce días, la inactividad hacía mella en su comportamiento y estallaban de nuevo los rencores y cundía la confusión y el desorden. Y Rodrigo lo sabía, y trataba de aprovechar al máximo el desconcierto entre las filas enemigas.
Para desmoralizar a los almorávides, hicimos correr el rumor de que los reyes Alfonso de León y de Castilla y Pedro de Aragón se acercaban con sendos ejércitos para ayudarnos. Esta falsa noticia desorientó a los africanos, que, aunque ya habían vencido en Sagrajas a estos dos soberanos, temían la eficacia de la caballería pesada cristiana.
El Cid envió un mensaje urgente a don Alfonso solicitándole ayuda, pero no quiso esperar a que ésta llegara. Armado del valor y del coraje que yo bien conocía, Rodrigo nos convocó a Pedro Bermúdez y a mí una tarde en la alcazaba de Valencia.
—No vamos a esperar ninguna ayuda —nos dijo—; tenemos que resolver este problema nosotros solos. Todo al-Andalus está en las manos de los almorávides, y si ocupan Valencia, ambicionarán también los territorios cristianos, y todo nuestro esfuerzo habrá sido vano. Escuchad mi plan.
Rodrigo nos acercó dos jarritas de cerámica melada y nos sirvió vino dulce de una jarra de cristal.
—Son muchos —aduje.
—Por eso mismo hemos de emplear la astucia y la sorpresa. Mañana por la noche emboscaremos parte de nuestra caballería cerca del campamento almorávide y, en cuanto amanezca, el resto del ejército saldrá de Valencia ofreciéndoles batalla. Si no me equivoco, ellos lanzarán toda su fuerza contra nosotros, que fingiremos huir para que nos persigan y se alejen al máximo de la tienda de su jefe. En ese momento nuestros hombres emboscados atacarán su campamento; espero que la confusión entre sus filas sea tal que, cogidos entre dos frentes, podamos derrotarlos.
Rodrigo tenía un especial don para la planificación de las batallas, porque las cosas sucedieron tal como él las había imaginado. Y aún mejor, pues al asaltar el campamento, era yo quien dirigía a las tropas apostadas durante la noche, pudimos comprobar que su emir huía precipitadamente dejando a sus soldados abandonados a su suerte.
Sin general que los dirigiera, creyendo que habían sido sorprendidos por el ejército de los reyes cristianos que venían en auxilio de los sitiados en Valencia, los combatientes musulmanes se dispersaron en desbandada y huyeron dejando pertrechos, armas y caballos sobre el campo.
Aquella victoria fue quizá la más fácil de cuantas logramos, y sin duda la más sorprendente. Los almorávides estaban tan seguros de su superioridad y de su victoria que descuidaron la vigilancia y permitieron que desplegáramos durante la noche más de un millar de soldados con sus armas y caballos sin que nadie lo advirtiera.
Todo lo suyo cayó en nuestras manos: tiendas, caballos, cofres llenos de riquezas, algunas mujeres que dejaron abandonadas en su desesperada huida, carros y acémilas. Tras aquella muestra de cobardía y de caos todavía sigo sin entender cómo pudieron derrotar a don Alfonso en Sagrajas, cómo fue posible que aquellos desarrapados africanos vencieran a nuestra mejor caballería; tal vez fuera el griterío ensordecedor que voceaban al entrar en combate, o el retumbo de sus tambores de piel de hipopótamo, o por las carencias tácticas de don Alfonso… ¡Cuántos generales han perdido batallas que tenían ganadas de antemano por improvisación, falta de celo o cobardía!
En la batalla de Cuarte empleamos una de las tácticas que habíamos ensayado en numerosas ocasiones y que consistía en sustituir los ataques frontales y contundentes, sólo efectivos cuando se goza de ventaja numérica sobre el enemigo, por maniobras dilatorias mediante las cuales fingíamos huir para atraer a nuestros oponentes a una trampa de la que no podían zafarse. A esta maniobra la llamábamos «la tornada» y siempre nos dio tan excelentes resultados, que muchos generales nos han imitado y hoy sigue siendo una de las tácticas más usadas en las guerras en la Península.
Tras la batalla y el recuento de ganancias del botín, que se repartió entre nuestros soldados según acostumbrábamos, Rodrigo se entrevistó con el rey Pedro de Aragón, que, aunque tarde, acudió a Valencia con varios caballeros. Desde que su padre el rey Sancho se instalara en Oropesa y Castellón, varias decenas de millas al norte de Valencia, los aragoneses eran para nosotros un seguro de vida y unos fieles aliados. También vino en nuestra ayuda el rey Alfonso, a quien enviamos numerosos regalos procedentes del botín; el rey de León, al enterarse de que habíamos derrotado a los almorávides y que su ayuda no era necesaria, giró hacia el sur antes de alcanzar Valencia y, aprovechando que había organizado una mesnada, realizó algunas correrías por Guadix y su territorio.
Por ciertos mercaderes supimos que el emir Ibn Tasufín estaba colérico; la derrota de Cuarte era la primera que sufrían los almorávides, hasta entonces siempre victoriosos, y cargó todas las culpas del desastre en su sobrino, el general que mandaba las tropas en Cuarte, ciertamente un hombre de carácter débil y apenas preparado para dirigir una hueste. El general derrotado, que se había retirado a Játiva, intentó justificar su derrota alegando que ésos eran los designios de Dios. Ibn Tasufín lo perdonó, pero al poco tiempo lo sustituyó al frente del ejército africano destacado en Játiva.
El prestigio de Rodrigo era ahora más grande que nunca; no sólo era el único que había vencido a los temibles almorávides, sino que además era el señor natural de un enorme reino, rico y bien situado. No se coronó rey, pero tampoco prestó vasallaje por Valencia a ningún otro señor, y, ciertamente, su comportamiento comenzó a ser el de un verdadero soberano.
Conquistada Valencia y salvaguardada del asedio almorávide, era hora de gobernar la ciudad y el reino. Fueron meses dedicados a recaudar impuestos, establecer las nuevas normas, facilitar que los campesinos volvieran a sembrar sus cosechas, restaurar mercados y talleres…, todo ello fue fácil porque el Cid trataba a los musulmanes igual que a los cristianos, y la mayoría de los sometidos veían en él a un gobernante más justo y más benéfico que sus anteriores reyes y gobernadores, que habían aprovechado su posición en beneficio propio y de sus allegados.
Claro que siempre hay gentes dispuestas a hacerse notar. En tanto sometíamos a los castillos del reino que todavía se resistían a admitir el señorío del Campeador, tuvimos que soportar, y al principio lo hicimos fingiendo que nada nos importaba, que un tal Hamdún ibn al-Muallim, un santón que tenía mucho predicamento entre ciertos grupos, predicara en la mezquita de al-Qadi que los musulmanes no deberían consentir vivir sometidos a la autoridad de un cristiano. Sus prédicas eran verdaderas soflamas que enervaron el ánimo de algunos de sus seguidores hasta tal extremo que a punto estuvo de estallar una rebelión. Gracias a la información de nuestros espías, bien distribuidos por toda la ciudad, pudimos atajar esta sublevación y acabar con sus cabecillas.
Identificamos a todos los rebeldes y cuando tuvimos certeza de dónde vivía cada uno de ellos, irrumpimos en sus casas. Es cierto que algunos de nuestros soldados se propasaron y causaron mucho daño, pues acabaron con los rebeldes a sangre y fuego, pero así es la guerra y así es como Rodrigo castigaba a los que lo traicionaban. Todavía intenté mediar ante él para que dejara en libertad y enviara al exilio a algunos de los conjurados que nuestros hombres habían traído vivos hasta la alcazaba, o al menos para que no los matara, pero el Campeador se mostró inflexible.
—Todos estos rebeldes merecen morir y morirán —asentó escueto y contundente.
—Una medida de gracia sería bien vista por los valencianos —insistí.
—El castigo debe ser ejemplar. Si dejo con vida a los que se han sublevado, otros muchos intentarán hacer lo mismo, y jamás detendremos la rebelión. Las conjuras, como la gangrena, hay que atajarlas de golpe, si dejas que se extiendan, estás muerto.
De nuevo tuve que rendirme ante la decisión de Rodrigo, que contempló sin pestañear cómo ardían en la hoguera los rebeldes que habían sobrevivido al asalto de nuestros soldados.
Transcurrieron dos años en calma. Nada nos preocupaba, salvo estar pendientes de los almorávides, que de vez en cuando amenazaban con venir hasta Valencia y asediar la ciudad, pero durante esos dos años nunca vimos a menos de veinte millas a uno solo de esos guerreros africanos.
Hacía ya casi dos años que estábamos instalados en Valencia cuando Rodrigo decidió que era hora de consagrar la mezquita mayor como catedral cristiana. En el acuerdo que habíamos firmado con los musulmanes para la rendición, se estipulaba que podrían mantener el culto en su mezquita mayor durante un año; todavía les permitimos usarla como tal algunos meses más hasta que fue consagrada en honor de Santa María. Sé que aquello causó un enorme malestar entre los musulmanes, pero supieron cumplir su parte del pacto y no pusieron ningún inconveniente; además, optamos por no alterar la arquitectura del edificio, pese a que algunos de los nuestros querían derribar todas las paredes y levantar un templo nuevo, siguiendo el estilo francés de las iglesias que se estaban construyendo en Santiago o en Burgos, a lo que el Cid respondía que a Dios se le podía honrar en cualquier casa y que la antigua mezquita era un edificio grande, espacioso y magnífico, de muy buena factura y que una vez consagrado serviría bien para rendir culto al Altísimo.
Por aquellos días llegó de Francia, de la región de Périgord, un clérigo muy instruido que dijo llamarse Jerónimo; venía recomendado por el arzobispo don Bernardo de Toledo, quien escribió a Rodrigo señalándole que si nombraba a Jerónimo como obispo de Valencia, él se encargaría de mediar ante el papa para que éste ratificara el nombramiento y reconociera a la iglesia diocesana de Valencia la misma categoría y dignidad que a la de Burgos o a la de Compostela. Como quiera que necesitábamos la ayuda de la Iglesia, Rodrigo aceptó, y Jerónimo de Périgord se convirtió en prelado de Valencia a la muerte del obispo del rey Alfonso.
Pese a la calma de aquellos meses, sabíamos que Yusuf ibn Tasufín no dejaría las cosas como estaban y que se dispondría a recuperar Valencia para el islam. Fue a principios del año 1096 cuando el emir almorávide atravesó el Estrecho, lo que para él ya se había convertido en una costumbre, y desembarcó en Algeciras al frente de un ejército muy bien pertrechado.
Todos pensábamos que vendrían a por nosotros y que se plantarían en un par de semanas a las puertas de Valencia, pero en esta ocasión los almorávides avanzaron hacia el norte, en dirección a Toledo. Fue ahora el rey Alfonso quien nos demandó ayuda. Rodrigo se la debía y me indicó que dispusiera seis batallones de cincuenta jinetes cada uno para acudir a la defensa de Toledo. Cuando me dijo que él no iba a dirigir esa hueste, creí que sería yo el designado para hacerlo, pero, para mi sorpresa, ordenó a su hijo Diego que se dispusiera a marchar al encuentro de don Alfonso.
—Tú te quedarás conmigo en Valencia —me dijo—. Es probable que los movimientos de los almorávides hacia Toledo sean una treta para distraer nuestra atención. Debemos estar preparados por si en el último momento Ibn Tasufín decide venir sobre nosotros.
—Perdonad, Rodrigo, que os sea tan franco, pero vuestro hijo tiene poco más de veinte años; no lo creo preparado para dirigir la hueste.
—Es su oportunidad para demostrar que puede ser… —en aquel momento creí que Rodrigo diría «el futuro rey de Valencia», pero se limitó a decir—: mi sucesor en el señorío de esta ciudad y de su reino.
—Dejad que al menos yo vaya con él —insistí.
—Te necesito aquí conmigo. Hay que pertrecharnos para un posible ataque almorávide.
Creo que enviando a su propio hijo, Rodrigo quería demostrarle al rey Alfonso su lealtad. Rodrigo amaba a su hijo y ese acto era una buena muestra de ello.
Durante varios meses, castellanos y almorávides intercambiaron escaramuzas en la frontera del Guadiana, enfrentándose en pequeños combates que solían acabar con algunos heridos y algún que otro muerto. Por fin, ambos ejércitos se vieron frente a frente en Consuegra, varias decenas de millas al sur de Toledo. Don Alfonso encabezaba un poderoso ejército de más de cuatro mil hombres, en el que había leoneses, castellanos, algunos aragoneses y nuestros trescientos jinetes mandados por don Diego Rodríguez, heredero del Campeador.
En contra de lo que yo pensaba, don Alfonso no había aprendido la lección de Sagrajas, pues volvió a cometer los mismos errores; ansioso tal vez de venganza por aquella derrota, cargó contra el frente del ejército africano con la caballería pesada. No tuvo la paciencia necesaria para esperar a que llegara Álvar Fáñez con un contingente de tropas de refuerzo, ni supo reservar en la retaguardia varios batallones de caballería ligera para acudir al frente en caso de apuro. Consuegra fue un nuevo desastre para el rey de León y de Castilla, y allí encontró la muerte Diego, el hijo en quien el Campeador había depositado toda su esperanza.