—¿Debo decirle a su majestad que no le ayudaréis contra los aragoneses?
—Decidle que me honra con su amistad, pero que no puedo ayudar a un amigo en contra de otro. Si así lo hiciera, traicionaría la amistad de uno de los dos.
El correo de al-Mundir se marchó sin obtener la ayuda que había venido a buscar, y nosotros salimos hacia Borja dejando en Valencia a un escuadrón de caballería y a los cuarenta caballeros aragoneses enviados por Sancho Ramírez.
Todo aquel asunto de Borja fue un engaño que todavía hoy no comprendo. ¿Fue una estratagema de al-Mustain para atraernos a Zaragoza y de este modo enfrentarnos con los aragoneses? No lo sé, pero si al-Mustain estuvo detrás de aquello, le salió bien.
Nosotros nos presentamos ante Borja, una pequeña ciudad cerca del Moncayo con un castillo poderosísimo y unas sólidas murallas. Estábamos confiados en que el musulmán que nos había ofrecido su posesión era sincero, pero nos engañó. No teníamos demasiadas tropas y Rodrigo, airado pero complaciente al fin, decidió ir hasta Zaragoza.
La capital de los Banu Hud aguardaba temerosa el asalto de los aragoneses, que creían inminente. Había quienes aseguraban que el ataque a Zaragoza no se produciría antes de la conquista de Huesca, pues los aragoneses no cometerían el error de dejar a sus espaldas una ciudad tan importante como ésa. Por el contrario, la mayoría opinaba que los planes para asediar Zaragoza ya estaban trazados y que el rey de Aragón creía que si caía Zaragoza lo harían todas las ciudades al norte, y aun la taifa entera.
Los zaragozanos nos recibieron con gusto. Muchos de ellos nos aclamaron cuando nos vieron atravesar sus calles formados con nuestros equipos de combate, en fila de a dos, enarbolando las banderas y gallardetes con los colores que al-Mutamin había concedido al Campeador. Creían que regresábamos para liberarlos de los aragoneses, que no cesaban de ganar posiciones en el norte e incluso se permitían recorrer de vez en cuando y de manera impune la mismísima huerta del arrabal de Altabás. Pero en verdad, nadie imaginaba que nuestra presencia en Zaragoza se debía a que nos habían engañado con el asunto de Borja.
De regreso a Zaragoza me acerqué a visitar a Yahya, y aquélla sí que fue la última vez que vi a mi viejo amigo, de quien ahora sólo sé que todavía vive en esa ciudad dedicado al estudio de la astronomía y de la ciencia.
Lo encontré triste y abatido. Cenamos en su casa del arrabal y bebimos hasta caer casi borrachos. Yahya me habló entonces de un gran amor que era para él inalcanzable. Allí estábamos, dos viejos solterones, cargados de vino y recuerdos, hablando de lo que habrían podido ser nuestras vidas si nuestros destinos nos hubieran deparado otro rumbo. Me confesó que tenía un hijo con la esposa de otro hombre; sólo entonces supe que hacía mucho tiempo había sido esclavo y que de niño fue de dueño en dueño hasta recalar en casa de un rico platero de Zaragoza, con una de cuyas esposas había tenido a ese hijo.
Le pregunté si el muchacho sabía quién era su verdadero padre, y Yahya me dijo que no, que jamás se lo confesaría. Entendí entonces la amargura de aquel hombre, grande como un caballo y noble como un león, enamorado de una mujer que jamás sería suya y padre de un hijo al que nunca reconocería como tal. Y pensé entonces en mi amada Leonor y la imaginé en Roma, recordando, quién sabe, aquellos lejanos días en que paseamos nuestro amor por las huertas del arrabal de las Santas Masas, entre olivos esmeraldas y albaricoqueros en flor.
Dejé a Yahya sumido en su melancolía, y con la mía a cuestas, sin despedirme de mi viejo amigo, salí de su casa bajo un cielo estrellado, y vagué por las calles desiertas en busca de cualquier sombra que pudiera significar una esperanza, pero sólo hallé soledad y vacío.
Rodrigo, que no quería de ningún modo enemistarse con el rey de Aragón, con quien mantenía un acuerdo de paz y amistad, decidió entrevistarse con al-Mustain. El rey de Zaragoza nos recibió en su palacio de la Alegría, que lucía magnífico, con sus salas recién pintadas y sus paredes engalanadas con tapices y jarrones de flores. Al-Mustain estaba sentado en su trono del salón de oro, vestido con un manto azul tachonado de estrellas doradas, como la techumbre azul estrellada del mismo salón. Quería aparecer como el sol en medio del firmamento, como un nuevo astro en el centro de su propio universo.
—Sé bienvenido a mi morada —dijo al-Mustain solemne.
—Me agrada volver a veros, majestad —correspondió Rodrigo.
—Nuestro reino se halla en peligro: los aragoneses no cesan en sus intentos por robar lo que es nuestro y los almorávides han manifestado sus deseos de someter a todo al-Andalus a su poder. En estas circunstancias, tu ayuda es para nosotros esencial.
Al-Mustain habló con toda claridad, lejos del lenguaje ambivalente y confuso que había empleado en otras ocasiones. Era consciente de que la taifa de Zaragoza había perdido buena parte del poder que tuvo en tiempos de su abuelo al-Muqtádir y de su padre al-Mutamin, y de que sólo la intervención del Campeador podía librarla del desastre.
—Te necesitamos —insistió al-Mustain—. Y creo que tú también nos necesitas a nosotros. Si los aragoneses conquistan Zaragoza, pronto lo harán también con Lérida, Albarracín, Alpuente y la misma Valencia, y te quedarás sin tierras que ganar… salvo que quieras ser un vasallo de Sancho Ramírez. Y si caemos en poder de los almorávides, Valencia será una isla rodeada de un mar almorávide, y en ese caso apenas tardarán en incorporarla a su imperio. La independencia de Zaragoza es la garantía para la tuya.
Rodrigo parecía perplejo por la claridad con la que hablaba al-Mustain. En verdad que el rey de Zaragoza debía de estar agobiado para hacerlo de ese modo y con semejante franqueza. Rodrigo reflexionó y se dio cuenta enseguida de que al-Mundir tenía razón: si Zaragoza caía en manos de los aragoneses o de los almorávides, el resto de Levante peninsular estaría perdido, y era allí donde Rodrigo quería instalar su señorío.
El Cid se atusó el pelo de la barba, me miró y retrocedió dos pasos. Vuelto de espaldas al trono, contempló el patio y las dos albercas de agua teñida de colores que había frente a él, se acercó hasta la más cercana y se agachó hasta tocar el agua con la mano; después alzó sus ojos al cielo y regresó ante al-Mustain.
—Ante este mismo trono y en este mismo lugar prometí a vuestro padre que os ayudaría si erais digno de ello. Habéis hablado con sinceridad y franqueza, y eso es propio de los grandes hombres. Mediaré ante don Sancho Ramírez por vos.
—Zaragoza te estará eternamente agradecida —asentó al-Mustain.
—Bastará con diez mil dinares en oro y vuestro compromiso a renunciar a cualquier pretensión futura sobre Valencia —sentenció Rodrigo.
—Trato hecho.
Dos días después de aquella entrevista, al-Mustain y Rodrigo firmaron un tratado en el que se comprometían a ayudarse mutuamente si cualquiera de los dos era atacado por un tercero…, pero sólo en las tierras al sur del río Ebro.
Los aragoneses seguían entre tanto con sus algaradas en la frontera norte, y hacia allí nos dirigimos. Instalamos el campamento cerca de la villa de Zuera, a una jornada de camino al norte de Zaragoza en la ruta hacia Huesca. Nuestra presencia era una muestra de la voluntad de cumplir el pacto firmado con al-Mustain y de nuestra disposición a hacerlo hasta sus últimas consecuencias.
Los aragoneses se alarmaron y movilizaron un gran ejército, seguramente todo lo que eran capaces de reunir, que mediada la primavera se trasladó hasta Gurrea, sobre el río Gállego, apenas a media jornada de nuestro campamento. El ejército aragonés se había desplegado en formación de combate y por un momento creímos que estaban dispuestos a atacarnos. Pero las relaciones entre Sancho Ramírez y el Cid eran excelentes y todavía permanecían en Valencia los cuarenta caballeros que el aragonés había enviado para contribuir a la defensa de esta ciudad ante los almorávides.
Ninguno de los dos caudillos quería librar la batalla, y fue el rey de Aragón el primero en enviar a unos emisarios ofreciendo a Rodrigo la paz.
Recibimos a los embajadores aragoneses con toda cordialidad y les ofrecimos nuestro mejor vino y nuestro mejor cordero, como habíamos aprendido de la hospitalidad de los musulmanes. Nos dijeron que el rey Sancho y su hijo Pedro deseaban celebrar una vista con Rodrigo para ratificar en ella su amistad y sus deseos de paz y concordia.
Rodrigo me envió al campamento de los aragoneses de vuelta con sus embajadores para transmitirles los mismos deseos que ellos nos habían traído.
Don Sancho Ramírez me recibió en su campamento de Gurrea. Era un hombre de aspecto fornido y de rostro fiero. Estaba cerca de los sesenta, pero parecía veinte años menor. Sus hombros, anchos y robustos como los de sus antepasados navarros, se mantenían firmes y rectos, sin que la edad ni el tiempo hubieran causado la menor mella en ellos. Empeñado en crear un reino entre las pobres y agrestes montañas del Pirineo, no en vano había sido capaz de ir hasta la misma Roma para obtener del papa la sanción que legitimaba su derecho a la realeza, sus ojos dejaban entrever una fuerza de ánimo insuperable y sus finos labios denotaban un carácter sensual y a la vez noble.
A su lado estaba su hijo Pedro, quien ya había sido coronado rey de Monzón para evitar que nadie le discutiera sus derechos al trono y el privilegio para usar el título de
rex
. Don Pedro tenía poco más de veinte años, y, aunque había heredado la robustez de miembros y de cuerpo de su estirpe navarra, sus rasgos eran más refinados que los de su padre, similares a los de su madre Isabel, la hermosa hija del conde Armengol de Urgel.
Les transmití los buenos deseos de Rodrigo y les pedí que fijaran un lugar y un día para entrevistarse, pues el Cid tenía grandes deseos de verlos. Parecían ya olvidadas las derrotas que el rey de Aragón sufriera a manos del Campeador.
La entrevista tuvo lugar cerca de Gurrea, en un soto al lado del río Gállego. Don Sancho acudió con su hijo don Pedro y con cuatro caballeros, en tanto Rodrigo quiso demostrar su confianza acudiendo sólo conmigo.
—Rodrigo Díaz, tus hazañas han trascendido tu propia historia. Eres una verdadera leyenda viva —dijo el monarca aragonés.
—Los juglares son gente dicharachera y suelen exagerar las cosas para que sus versos sean más atractivos para la audiencia. Vos, majestad, sabéis bien de ello —espetó el Cid.
Los dos jinetes descabalgaron de sus monturas y se abrazaron, y después hizo lo propio el Cid con don Pedro.
—Me he alegrado mucho cuando has aceptado nuestra amistad y renunciado a cualquier enfrentamiento entre nosotros; nada me hubiera disgustado más que tener que luchar contra ti —dijo el rey Sancho Ramírez—. Pero tu avance hacia el norte parecía una provocación, de ninguna manera podía quedarme indiferente.
—Sólo defendía a mi aliado el rey de Zaragoza —explicó el Cid.
—Zaragoza… no sabes cuánto anhelo conquistar esa ciudad. He paseado en alguna ocasión por sus feraces huertas y me he acercado hasta el pie de sus mismos muros. Aragón es un reino pequeño, encaramado en lo alto de los riscos pirenaicos; necesitamos estos valles para sobrevivir, para ser una nación poderosa y grande, para tener ciudades en las que se instalen nuestros artesanos y nuestros mercaderes.
—Tenéis Jaca —alegó el Cid.
—Jaca es pequeña; al lado de Zaragoza no parece sino una pobre aldea.
—He prometido mi ayuda al rey de Zaragoza; si atacáis la ciudad, o cualquier punto al sur del Ebro, no tendré más remedio que acudir en su defensa.
—Yo no deseo ganar aquello que tú proteges, pero mi reino necesita crecer; Aragón sobrevivirá si es grande, en caso contrario sólo será un reino perdido en la leyenda, que un día surgió de entre la nieve de las altas montañas y se derritió como esas mismas nieves en primavera, sin dejar otra huella que unos nombres oscuros escritos por una indecisa mano en las páginas de viejas crónicas olvidadas.
—Volved a vuestras montañas, os lo ruego; todavía no ha llegado vuestra hora.
—Tu amistad me honra, y a ella me debo. Quizá tengas razón y sea pronto para la hora de los aragoneses. Somos pocos y tal vez no estemos preparados para gobernar una ciudad y un reino como Zaragoza; es probable que tengan que pasar algunos años hasta que nuestro estandarte ondee sobre sus murallas de piedra, pero, por eso mismo, debemos estar preparados para cuando llegue nuestro momento.
Y así fue como acordamos un nuevo tratado de paz y amistad entre la mesnada del Cid y el ejército de Aragón, cosa no muy difícil. Más lo fue convencer a Sancho Ramírez para que hiciera lo propio con el rey de Zaragoza. Rodrigo tuvo que emplearse a fondo, como nunca antes lo había visto. Insistiendo en que Zaragoza era una pieza fundamental en la defensa ante la invasión almorávide, que seguía avanzando hacia el norte arrasándolo todo a su paso, al fin, ante la insistencia de Rodrigo y gracias a sus dotes de persuasión, Sancho Ramírez cedió y firmó el tratado de amistad con al-Mustain.
—Este aragonés es el hombre más terco con el que me he encontrado en toda mi vida; me ha hecho sudar mucho hasta que ha aceptado firmar la paz con al-Mustain y renunciar a Zaragoza, al menos por el momento —me confesó Rodrigo.
Regresamos con el tratado de amistad entre Sancho Ramírez y al-Mustain en la mano. En Zaragoza ya se conocía la noticia de que el ejército aragonés, cumpliendo sus compromisos, se había retirado hacia sus montañas del norte. Al-Mustain recibió a Rodrigo con los máximos honores que se concedían en el reino. Un escuadrón de la guardia real nos esperaba unas pocas millas al norte de la ciudad, ataviados con amplias capas amarillas y túnicas azules, con cascos con penachos de plumas y lanzas con gallardetes dorados. Rodrigo entró en la Ciudad Blanca atravesando el puente sobre el Ebro, aclamado por la multitud que lo había convertido en su héroe más apreciado.
—No creí que pudieras lograrlo —dijo al-Mustain cuando saludó a Rodrigo en el llano de la Almozara, donde se habían preparado varias competiciones para festejar el tratado de paz con los aragoneses.
—Fue duro. Esos aragoneses son difíciles de convencer.
—Tú, Rodrigo, lo has conseguido. Has demostrado ser un campeón en la batalla y un hábil diplomático en la paz. No sé qué admiro más, si tu habilidad y destreza en el uso de las armas y tu capacidad estratégica en el campo de combate, o tus dotes diplomáticas para alcanzar acuerdos ventajosos.