Durante varios días permanecimos acampados cerca de Granada. Los almorávides, parapetados detrás de las murallas de la ciudad, no ofrecieron batalla, pese a los requerimientos que para ello les hacíamos en todo momento. Ni siquiera recibieron a una embajada que portaba una misiva retándolos a un combate a las puertas de su ciudad.
Don Alfonso, iracundo y cansado, parecía agotado y rendido, pero sobre todo humillado por no poder hacer nada para conquistar Granada. Los defensores almorávides se mofaban de él desde lo alto de las murallas y algunos de sus hombres murmuraban que Rodrigo había sido mucho más valiente al plantar sus tiendas en el llano y no sobre las colinas. El rey, desesperado y muy molesto, ordenó levantar los campamentos y regresar a Toledo.
Nos detuvimos cerca de la ciudad de Úbeda, en la ribera del río Guadalquivir. Rodrigo nos ordenó que montáramos las tiendas a la orilla misma del río, cerca de un vado por el que lo cruzaríamos al día siguiente. Don Alfonso había elegido para acampar un pequeño altozano desde el que se dominaba la llanura y el río. Desairado al ver que el Campeador se instalaba por su propia cuenta, montó su caballo y, escoltado por una docena de jinetes de su guardia personal, irrumpió en la tienda de Rodrigo.
—¡Maldito insolente! —gritó el rey en cuanto vio al Campeador.
—Majestad, es un honor recibiros en mi campamento.
—¡Eres un perro traidor!
—Os equivocáis, señor —asentó el Cid con serenidad.
—Desde que llegaste a nosotros has buscado cualquier ocasión para desacreditarnos ante nuestros hombres. Lo hiciste ante los muros de Granada, poniéndonos en evidencia al no proteger en las alturas tus tiendas, y ahora vuelves a hacerlo colocando tu campamento a la orilla del río, mientras nosotros nos asentábamos al refugio de ese altozano. Pretendes que todos crean que no tienes miedo y que eres el mejor y el más valeroso de nosotros. Tu ayuda no es sino una farsa y tus excusas una sarta de mentiras. Has sido un traidor y lo seguirás siendo mientras vivas. En tu sangre habita la esencia de la mentira y el engaño, y sólo infidelidad y traición pueden esperarse de ti.
—Esas acusaciones son falsas —dijo Rodrigo.
—¿Me tratas de mentiroso?
—No, majestad, sólo os digo que cuanto estáis afirmando es falso.
—Nunca debí hacer caso a mi esposa.
El rostro de don Alfonso estaba rojo de ira. Sus ojos brillaban como ascuas encendidas y las venas del cuello palpitaban como el corazón abierto de una gacela. Hizo ademán de empuñar su espada, pero comprendió que Rodrigo se defendería, y además no estaba seguro de si sus hombres podrían reducir a los del Campeador. Lo pensó dos veces y giró sobre sus pasos. Subió al caballo con la ayuda de un escudero y maldijo al Cid y a su familia antes de marchar.
—¿Cómo lo habéis aguantado? Deberíamos haber…
—No, Diego, no —me interrumpió Rodrigo—. Si me hubiera vuelto contra él, sus palabras hubieran sido proféticas. El rey esperaba que yo alzara mi mano ante él, y así tener una buena excusa para detenerme. Gracias a Dios he podido resistir la tentación de ensartarlo aquí mismo con mi espada.
»Ordena a los capitanes que digan a sus hombres que recojan las tiendas; esta misma noche regresamos a Valencia.
Levantamos el campamento con las armas en la mano. Rodrigo no confiaba en el rey y nos previno para que estuviéramos atentos, pues creía probable que aprovechando la noche, don Alfonso decidiera apresarlo. Nos había dicho que en ningún momento provocáramos a las tropas reales, pero que si nos atacaban, respondiéramos como si se tratara de nuestros peores enemigos.
Por fortuna no ocurrió nada y nos marchamos tranquilos hacia el este, camino de Valencia. Rodrigo cabalgaba cabizbajo, triste y apenado. Todos comentaban que su abatimiento era debido a que el rey de León había sido injusto con él, pero yo creo que eso le importaba bien poco; me parece que su tristeza la causaba el remordimiento por no haber hecho nada por callar la boca a don Alfonso. Rodrigo había cambiado tanto desde el segundo destierro que todavía sigo sin entender cómo pudo contenerse ante los insultos del rey. No creo equivocarme si digo que si en el viaje de regreso a Valencia el Cid se hubiera topado de nuevo con don Alfonso, no le hubiera permitido afrentarlo del modo en que el rey de León lo hizo en el vado del Guadalquivir. Yo mucho me equivoco, o el Campeador hubiera deseado que el rey hubiera desenvainado su espada para hacerle frente y zanjar de una vez por todas cuantos agravios le había causado en los últimos años.
Por el camino de regreso nos enteramos de que el emir de los almorávides había decidido acabar con los reinos de taifas. Numerosos ulemas habían dictado varias
fatwas
mediante las cuales consideraban lícito deponer a estos reyes, a los que consideraban corruptos y traidores al islam, y concedían los permisos religiosos y jurídicos a Yusuf ibn Tasufín para desbaratarlos e incorporarlos al Imperio almorávide.
Si los reinos de taifas quedaban integrados en el Imperio almorávide, el rey de León dejaría de cobrar las abundantes parias y sus arcas sufrirían un enorme quebranto. Por ello, intentó evitar la conquista almorávide enviando un ejército al mando de Álvar Fáñez para rechazar al que había desembarcado en Algeciras y que estaba conquistando el valle del Guadalquivir, pero aunque las tropas del pariente del Cid lucharon con fiereza y valentía y les causaron muchas bajas, los almorávides eran tan numerosos que acabaron venciendo en una batalla en Almodóvar.
Tras aquel combate, una princesa musulmana llamada Zayda, que había quedado viuda del hijo del rey de Sevilla (muerto defendiendo Córdoba contra los almorávides), se refugió entre los cristianos; fue amante del rey Alfonso durante varios años hasta que se bautizó y, viudo de nuevo el rey, se convirtió en su esposa adoptando el nombre cristiano de Isabel. Ella fue la madre del infante don Sancho, que fue muerto en la batalla de Uclés hace ahora dos años y que si hubiera sobrevivido, ahora sería el rey de León y de Castilla en vez de nuestra reina doña Urraca, su hermana.
Los almorávides avanzaban incontenibles por todas partes. Granada, Córdoba, Sevilla…, una a una, todas las orgullosas ciudades de los taifas fueron cayendo en sus manos, y sus monarcas, con todas sus familias, fueron deportados a África.
Nosotros volvíamos a encontrarnos en serias dificultades. Enemistados con don Alfonso, alejados de la amistad del rey de Zaragoza, limitados al norte por nuestro pacto con el conde de Barcelona, no teníamos más salida que resistir.
—Necesitamos una fortaleza, un fortín inexpugnable desde el que nos podamos defender del avance de los almorávides —me dijo Rodrigo.
—Tal vez si nos enfrentáramos a ellos en campo abierto… —observé.
—Sus ejércitos están compuestos por miles de hombres. Nos superan en uno a cuatro, por lo menos. En una batalla frente a frente no tendremos la menor oportunidad. Mi pariente Álvar no ha podido con ellos en Almodóvar, pese a disponer de abundantes tropas y soldados bien pertrechados, veteranos en cien batallas. Esos africanos son como la marea, como las olas de la playa: puedes rechazarlos una vez, pero vuelven de nuevo, y en cada envite con más fuerza. Nuestra única posibilidad es fortificarnos, esperar a que ellos mismos se desgasten y entonces darles el golpe definitivo.
—¿Qué pensáis hacer? —inquirí.
—He visto que los almorávides no tienen capacidad para asediar y conquistar fortalezas que estén bien provistas y defendidas, por eso levantaremos el castillo más poderoso jamás construido, lo dotaremos de murallas inexpugnables y lo abasteceremos de pertrechos y provisiones para que sus defensores puedan resistir al menos un año sin salir de él. Hay que buscar un lugar apropiado al sur de Valencia, así también defenderemos a esta ciudad, que ha de ser en el futuro nuestro sustento.
En aquellos días, en tanto dábamos vueltas buscando el lugar más apropiado para construir la fortaleza que había imaginado Rodrigo, el alcaide de Játiva ordenó derribar un castillo situado unas pocas millas al sur, sobre un cerro en la serranía que corre desde el interior hasta Denia.
Allí nos dirigimos y comprobamos que el lugar era extraordinario. Al pie de la sierra de Moncabrer, como un cachorro recostado a las faldas de su madre, se alzaba un cerro casi cónico, de laderas muy empinadas y de fácil defensa. Desde allí se atisbaban varias alturas y desde las atalayas cercanas se poseía un dominio casi absoluto de todas las rutas que desde el sur convergían hacia Valencia, Había agua abundante y los alrededores no eran propicios para el despliegue de un gran ejército. Unos batallones bien entrenados y formados por jinetes veteranos podían mantener en jaque a contingentes mucho mayores debido a las estrechuras del terreno y a lo angosto de los pasos.
A la vista de aquel cerro, por cuyas laderas se esparcían los restos arrumbados de la fortaleza recién demolida, Rodrigo decidió que ese otero, al que las gentes de aquella comarca llamaban Peña Cadiella, sería la base de nuestro castillo.
Nos pusimos manos a la obra de inmediato gracias a una buena cantidad de plata y oro que nos proporcionó el rey de Valencia. Nuestros alarifes, ya muy duchos en la edificación de fortalezas, excavaron un gran foso en el que asentaron con piedras y cal los cimientos; de Valencia vinieron albañiles mucho más expertos, y bajo su dirección se fueron elevando los muros de argamasa de cal hasta alcanzar la altura de ocho hombres, los más altos que hasta entonces habíamos construido. Durante todo el otoño, mientras los peones y los albañiles levantaban la fortaleza, nos ocupamos en conquistar y someter algunos pequeños castillos y atalayas y en aprovisionarnos para el invierno. Estábamos convencidos de que el ataque almorávide se produciría en primavera, en cuanto el emir Yusuf ibn Tasufín hubiera sometido las últimas taifas.
A fines del otoño del año del Señor de 1091, el castillo de Peña Cadiella estaba terminado; sus altos muros y sus paredes exteriores revocadas con argamasa le conferían un aspecto formidable. Cualquiera que se planteara conquistarlo lo pensaría dos veces antes de lanzarse a un asalto que parecía casi imposible.
Dejamos en Peña Cadiella una nutrida guarnición y volvimos a Valencia. Allí nos enteramos de que la fortaleza de Aledo había caído en manos almorávides. Fue para nosotros una enorme decepción, pues Aledo era al menos tan inexpugnable como Peña Cadiella, y muchos fuimos los que tuvimos dudas sobre la conveniencia de la construcción que acabábamos de finalizar. Rodrigo nos calmó a todos diciendo:
—Sé que estáis desolados por la pérdida de Aledo. Pero no es comparable a Peña Cadiella. El rey Alfonso había dejado a los defensores de Aledo abandonados a su suerte, sin apenas pertrechos y sin posibilidad de recibir tropas de refresco y ayuda. Eso no ocurrirá con Peña Cadiella: no consentiré que la fortaleza quede desabastecida y siempre habrá en la fortaleza almacenadas provisiones para al menos un año. Aledo estaba en el corazón del territorio musulmán, en cambio, para llegar hasta aquí tendrán que disponer de buenas líneas de suministros para sus tropas; en caso contrario no podrán permanecer más de dos o tres meses, y sabemos por experiencia que los almorávides no saben prácticamente nada de intendencia. Son incapaces de estar en campaña más allá de esas ocho o nueve semanas.
Las explicaciones y la firmeza de convicción de Rodrigo parecieron convencer a los capitanes, y la mayoría se quedó tranquila, pero yo sabía que la caída de Aledo preocupaba mucho al Campeador y por eso no tardó en ordenar que se construyera una segunda muralla para reforzar la fortaleza de Peña Cadiella todavía más. Y para que nadie tuviera dudas de que Rodrigo confiaba en su estrategia, envió por unos días a Jimena y a los niños a Peña Cadiella y nombró alcaide del castillo al caballero don Martín de Cillas, uno de los más competentes capitanes de nuestra mesnada.
Pasamos las Navidades en Valencia. Jimena y los niños acudieron a reunirse con Rodrigo, quien fue acogido con todos los honores por el débil al-Qádir.
D
on Alfonso había perdido las parias de todos los reinos taifas ocupados por los almorávides y estaba furioso. Cinco años atrás, antes del desastre de Sagrajas, nadie hubiera osado oponerle la menor resistencia; todos, musulmanes y cristianos, se rendían entonces ante el poder y el empuje del conquistador de Toledo. Pero, ¿qué era el rey de León ahora?: un monarca abatido en todos los combates, sin otra tierra que la que heredara de su padre y de su hermano… y además Toledo, que seguía siendo cristiana aunque eran pocos los que confiaban que permaneciera así por mucho tiempo, pues nadie dudaba de que un prolongado ataque almorávide a esa ciudad supondría recuperarla para el islam.
Recuerdo que aquel domingo de principios de enero llovía sobre Valencia. La lluvia barría los tejados y extendía por toda la ciudad un olor a humedad salina. Al-Qádir nos había invitado al Campeador y a sus capitanes a una copiosa comida tras la cual disfrutábamos de la hospitalidad del rey, que nos agasajaba con joyas, collares y anillos, bandejas de pastelillos de canela y almendra, infusiones de abrótano, vino aromatizado con esencias, licores de dátil y de naranja e inhalaciones de humo de cáñamo. Tras la comida nos habíamos reunido varios hombres, Rodrigo entre ellos, en una de las salas del palacio real, en torno a una gran mesa, tumbados sobre mullidos almohadones de terciopelo rojo bordados con hilo amarillo de seda.
Charlábamos y dormitábamos sumidos en el sopor que invade el cuerpo después de una copiosa comida, amodorrados con los efluvios del humo del cáñamo y el sopor del vino. El rey de Valencia tenía dibujada en sus labios una extraña sonrisa, como si se le hubieran congelado las facciones en un momento preciso y ese rictus lo mantuviera inalterado. Sus profundos ojos acuosos parecían mirar errabundos como perdidos en la nada.
De una puerta salieron de pronto (creo que poco antes al-Qádir había hecho una indicación a uno de los pajes que nos servían) una docena de muchachas vestidas con vaporosas telas de tul que se fueron colocando a nuestro lado y nos frotaron el pecho y las piernas con agua aromatizada con un perfume que supuse una mezcla de áloe y almizcle. Entre las carcajadas de al-Qádir, una risa entrecortada e hilarante, más propia de un becerro que de un rey, aquellas muchachas fueron alcanzando con sus hábiles manos todas las partes de nuestros cuerpos. La que conmigo estaba parecía disfrutar con lo que hacía, pues no cesaba de sonreír cada vez que mis ojos y los suyos se encontraban.