Rodrigo volvió a ojear el diploma.
—No creo en la sinceridad de Berenguer.
—Sois injusto, y creo que por primera vez no sabéis aprovechar una determinada circunstancia en vuestro favor. Si firmáis ese acuerdo, nuestra situación mejorará mucho: ya no sólo gozaremos de la amistad del rey de Zaragoza, como habíamos previsto, sino también de la del conde de Barcelona. Ese acuerdo es nuestra garantía de supervivencia.
—Ha sido mi enemigo…
—Le habéis vencido. Es él quien os demanda amistad, no vos. Así es como os pide perdón por sus errores y por su enconamiento contra vos. ¿Qué más queréis, que se arrastre a vuestros pies suplicándoos que lo aceptéis como amigo? ¡Por Dios Santo, es el soberano de un Estado cristiano!
—Rodrigo se arrebujó en su capote de lana. Se había movido un desapacible viento del oeste y unas nubes plomizas amenazaban lluvia.
—Se acerca el invierno —comentó Rodrigo.
—¿Firmaréis el tratado de amistad con el conde de Barcelona?
—¿Acaso me has dejado otra opción? Te ordené que pactaras con al-Mundir contra Berenguer y regresas con un acuerdo de paz y amistad con el conde de Barcelona.
Creo que si Rodrigo no hubiera estado todavía convaleciente de su enfermedad, y por ello débil de cuerpo, hubiera acabado conmigo allí mismo, pero es probable que la lucidez que algunas enfermedades provocan en la mente le hiciera ver que el tratado que tenía ante sus ojos era la mejor opción en ese momento.
—Acompáñame.
Entramos en la alcazaba y fuimos directos a un torreón en el que habíamos dispuesto nuestra pequeña cancillería. Rodrigo, todavía renqueante, cogió una pluma, la mojó en el tintero y firmó junto al nombre de Berenguer Ramón.
—Regresa a Zaragoza y entrégale este documento al conde de Barcelona. Dile que acepto su amistad. ¡Maldita sea!
Volví a Zaragoza y quedó sellado el acuerdo entre Berenguer y Rodrigo. El conde de Barcelona estaba encantado con su nuevo aliado y me propuso ir al encuentro con el Campeador.
—Se está reponiendo de una enfermedad —le dije.
—Pues en cuanto se encuentre bien, decidle que deseo verlo.
Regresé a Daroca. Rodrigo estaba curado de su enfermedad, y le comuniqué las intenciones de Berenguer.
Supusimos que tal vez fuera un truco, pero desistimos de semejante idea cuando vimos a Berenguer acercarse hasta Daroca con sólo una docena de caballeros.
El Campeador y el conde se saludaron con cordialidad aunque sin efusión. Berenguer Ramón sonreía abiertamente y parecía dichoso con su nuevo amigo. Rodrigo se mantenía serio pero afable, haciendo cuantos esfuerzos era capaz de realizar para fingir el rechazo que le seguía causando su antiguo enemigo.
—¡Amigo mío! —exclamó Berenguer al ver a Rodrigo, que había salido a recibirlo a las afueras de Daroca.
—Señor conde, sed bienvenido.
Los dos nuevos aliados cabalgaron codo con codo, como si nunca hubiera existido entre ellos la más mínima animosidad, y juntos entraron en la alcazaba.
Durante una semana el conde de Barcelona fue huésped del Campeador; comieron juntos, cabalgaron juntos y cazaron perdices con halcón en las laderas de las sierras que rodean Daroca. La personalidad alegre y desenfadada del conde, un hombre atractivo y seductor (varias muchachas pudieron comprobarlo en sus propias carnes aquellos días), limó las últimas reticencias del Cid, que acabó aceptando con gusto la amistad que se le ofrecía.
Aquella noche comíamos las perdices que los halcones habían abatido el día anterior. Rodrigo había organizado un banquete para recibir a varios caballeros catalanes que habían venido hasta Daroca para reunirse con su señor.
En la gran sala de la alcazaba cenábamos medio centenar de personas: Rodrigo y su esposa Jimena, los capitanes de la mesnada del Campeador, el conde de Barcelona y sus caballeros, el gobernador musulmán de Daroca y varios personajes de la ciudad, entre los que se encontraba el médico Abú Muhámmad, que con tanto acierto había logrado sanar al Cid. Entre perdiz y perdiz corría el recio vino de la tierra, de tono violáceo como los arándanos y de textura y sabor tan espesos que sólo podía beberse rebajado con agua y endulzado con miel.
El gobernador darocense había contratado a unas bailarinas y a unos músicos, que tañían dos rabeles y tocaban una chirimía y un tambor. Las muchachas bailaban entre los gritos y aullidos de los caballeros, cada vez más animados a causa del vino y de las contorsiones de las bailarinas, y pugnaban por zafarse de las manos de aquéllos a los que osaban acercarse demasiado.
Unos saltimbanquis hacían cabriolas entre danza y danza.
Aquella noche no hubo caballero que lo deseara que no yaciera con una mujer. ¡Dios, qué hermosos son sus cuerpos desnudos a la luz de la luna tras una sabrosa cena y una jarra de buen vino!
Las negociaciones con el conde fueron rápidas y precisas. Tal y como se había firmado, Berenguer renunciaba a sus pretensiones sobre Lérida, Tortosa y Denia, tanto de conquista como de cobro de parias, y a cambio tenía las manos libres para poblar Tarragona y su tierra, hasta las montañas de Prades.
El otoño se nos echó encima como un vendaval, y Rodrigo, ya totalmente repuesto, decidió dejar Daroca y poner de nuevo rumbo hacia Valencia. Desaparecido el peligro de un nuevo ataque por parte del conde de Barcelona y renovada la amistad con al-Mustain de Zaragoza, Valencia era otra vez nuestro objetivo y el objeto de nuestra ambición. Los darocenses nos despidieron alegres e incluso nos aprovisionaron de abundantes viandas para el camino. Estaban felices al vernos partir, pues durante los meses que allí permanecimos les causamos tan enorme dispendio que tardarían al menos un año en recuperarse.
Ascendimos por la fértil vega del Jiloca y pasamos la primera noche en el Poyo, junto a Calamocha. Todavía estaba en pie nuestra fortificación, en la cima del cerro sobre la llanada, pero no subimos hasta allá arriba para comprobar su estado de cerca, pues todos sabíamos que nuestro destino estaba en las ricas huertas de Valencia.
Desde el Poyo avanzamos hasta Teruel, una pequeña aldea de apenas cien casas encaramada en lo alto de un cerro desde el que se domina el paso hacia Albarracín por el río Guadalaviar, el camino hacia el norte por el Alfambra y la ruta hacia el sur por el Turia. Desde allí cruzamos unos desolados páramos en dirección sureste hasta que alcanzamos el curso del río Mijares, que seguimos hasta la costa. El Campeador había elegido Burriana como centro de nuestras futuras operaciones, y allí nos asentamos para desesperación de sus moradores, que tuvieron que vaciar sus graneros, sus bodegas y sus silos para abastecernos de pan, vino y aceite.
Desde Burriana dominábamos el camino de la costa entre Tortosa y Valencia y teníamos al alcance de nuestras lanzas la fortaleza de Sagunto, cuyo alcaide, Ibn Lupp, nos ofreció ocho mil dinares anuales a cambio de que lo dejáramos en paz, cosa que de momento hicimos con gusto.
Exigimos el pago de parias a todos los reyezuelos, gobernadores y alcaides de la región: Denia, Játiva, Tortosa, Albarracín, Alpuente, Segorbe, Jérica, Almenar, Liria y Valencia, todos trajeron su dinero a Burriana. Cuando hubimos recogido todos los impuestos, nuestras arcas estaban rebosantes. Hice un inventario de lo que contenían y sumé ciento cuarenta y nueve mil doscientos dinares; había tanto oro como el peso de seis hombres. Los musulmanes de Levante habían pagado sin excepción porque habían perdido toda esperanza en los almorávides; Yusuf ibn Tasufín no sólo no había podido reconquistar Toledo, sino que, iracundo por su fracaso, había vuelto sus armas contra Granada, a cuyo rey Abdalá había depuesto, incorporando esta ciudad y su reino al imperio africano. Los reyezuelos musulmanes ya sabían a qué atenerse: o nos pagaban parias a los cristianos a cambio de mantener su independencia o desaparecían devorados por la vorágine almorávide.
Habíamos superado los momentos más difíciles desde que saliéramos de Castilla, pero nos faltaba de nuevo la tierra, y para nosotros la tierra no era otra que Valencia. Durante las Navidades planeamos en Burriana los pasos a seguir para apoderarnos de Valencia. Rodrigo sostenía que primero era necesario someter a todos los castillos y fortalezas que la defendían, sobre todo aquellos que estuvieran a menos de veinticinco millas, y que la ciudad caería después por sí sola. Martín Antolínez creía que un asalto frontal sería lo más eficaz, aunque estimaba que las murallas y la abundante población eran armas poderosas.
—Hemos rendido otras fortalezas —alegó Martín Antolínez para justificar su propuesta.
—Jamás nos hemos enfrentado a un asedio de una gran ciudad como Valencia —le respondió el Cid.
—¿Qué importa el tamaño? Los valencianos se rendirán como conejos en cuanto el primer destacamento de nuestras tropas esté asentado en lo alto de cualquiera de sus muros.
—Tal vez, pero si no aseguramos los castillos que rodean Valencia, los sitiados seríamos entonces nosotros.
Como de costumbre, triunfó Rodrigo, quien gustaba de oír la opinión de sus capitanes aunque siempre tomaba él la decisión a seguir, y nos pusimos en marcha hacia Liria y el poyo de Cebolla, las dos principales fortalezas que defendían Valencia por el norte.
Cebolla se entregó sin apenas luchar en cuanto apretamos un poco el asedio, pero Liria estaba regida por un alcaide al servicio del rey de Zaragoza, quien pidió al Cid que le devolviera el dinero gastado en mantener dicho castillo si lo quería para él. Rodrigo no aceptó ninguna condición de al-Mustain y asolamos los alrededores de Liria, logrando un buen botín que enviamos a Burriana. El castillo era fortísimo y el alcaide, un hombre valiente y leal, estaba dispuesto a defenderlo a toda costa. Fue preciso requerir numerosos peones y ballesteros para reforzar el asedio, y en ello estábamos cuando hasta en nuestro campamento a los pies del castillo de Liria se presentó un correo del rey don Alfonso.
Una de las cartas que este correo portaba era de la propia reina doña Costanza. En ella recomendaba a Rodrigo que se reconciliara con su esposo el rey de León y de Castilla, y le ofrecía una buena oportunidad con motivo de la expedición que don Alfonso estaba preparando para atacar Granada. La presencia de los almorávides en ese reino había acabado con las abundantes parias que desde allí le pagaban a don Alfonso y el rey no estaba dispuesto a dejar así la cuestión.
Aquella cálida noche de primavera Rodrigo nos reunió a todos sus capitanes en el castillo de Cebolla, del que hacía muy poco que habíamos tomado posesión.
—La reina y algunos amigos de los pocos que me quedan en Castilla me recomiendan que acuda a la campaña de don Alfonso contra Granada. Me aseguran que si lo hago el rey me perdonará y aceptará la reconciliación. Estamos, queridos amigos, ante un gran dilema: si abandonamos lo que hemos logrado en tierras de Valencia y regresamos a Castilla, así como nuestros sueños de lograr ganar estas feraces huertas y nuestras heredades, abandonaremos nuestra vida errante y llena de peligros y podremos gozar de un solar seguro para nosotros y nuestros hijos.
—Yo prefiero el riesgo de la aventura a la placidez del sosiego —intervino el intrépido Martín Antolínez.
—Castilla es nuestra tierra, todo hombre necesita sentirse de algún sitio —dijo Bermúdez.
—¡Tonterías! Un hombre es de donde come. ¿Os habéis fijado bien en esta tierra? Hacedlo mañana al amanecer: contemplad desde lo alto de esta torre esas ricas y frondosas huertas repletas de árboles frutales, disfrutad con los anegados arrozales y con las exuberantes verduras y hortalizas, mirad el mar y las olas resbalando sobre la playa, disfrutad de la suave y cálida brisa acariciando la piel como la mano de una mujer, y luego decidme si cambiaríais todo esto por los yermos de Castilla —adujo Antolínez.
—Somos castellanos; si nuestra reina nos pide ayuda, debemos acudir prestos —sostuve yo.
Rodrigo nos miró, se levantó de la silla y, apoyándose en la mesa con los puños, nos dijo:
—Iremos a Granada, pero no dejaremos cuanto hemos ganado aquí. Tú, Diego, vendrás conmigo y tú, Martín, quedarás al mando de la hueste en Cebolla.
Con dos millares de soldados nos pusimos en marcha hacia Granada, y alcanzamos al rey don Alfonso unas cuantas millas al norte de esta ciudad, después de dos semanas de marcha. Rodrigo y don Alfonso se saludaron cortésmente; el Cid clavó su rodilla derecha en tierra y le besó la mano al rey. Aquella fue la última vez que lo vi postrarse ante alguien. Don Alfonso lo recibió con todos los honores.
Reunido el ejército, avanzamos hasta Granada. El rey instaló su campamento sobre las ruinas de una ciudad llamada Elvira, famosa y muy poblada tiempo atrás pero que había quedado abandonada cuando los nuevos reyes de la dinastía Zirí decidieron trasladar la capital a Granada. Rodrigo nos ordenó plantar nuestras tiendas en la llanura, justo entre Granada y Elvira. Y aquello disgustó a don Alfonso. Hubo algunos maldicientes que intrigaron ante el rey diciéndole que Rodrigo había levantado su campamento en ese lugar con evidentes ganas de provocar. Dijeron que entre las huestes del Cid se comentaba que el campamento real, a resguardo en lo alto de las colinas de Elvira y con la espalda protegida por las alturas de Sierra Nevada, parecía obra de cobardes, mientras que el del Campeador, en plena llanura, había sido dispuesto por hombres que no conocían el miedo.
Don Alfonso debió de creer aquellas patrañas, porque se sintió muy molesto y demandó de Rodrigo la causa de la ubicación de su campamento.
—Me habéis llamado para que os ayude, señor. Y mi mejor ayuda es la de serviros de escudo contra esos almorávides. Si deciden golpearnos con un ataque, yo estaré entre vos y ellos, y os serviré como coraza y defensa.
Al oír estas palabras en boca de Rodrigo, los nobles leoneses y algunos de los castellanos que acompañaban a Alfonso murmuraron entre ellos. Pude escuchar cómo alguno decía que la soberbia y altanería de ese desterrado infanzón era intolerable y que su apostura y descaro bien merecían un castigo.
Don Alfonso estaba serio y circunspecto. Rodeado de una camarilla de nobles, tan inútiles como envidiosos, tampoco podía soportar que un caballero como Rodrigo, a quien por dos veces había desterrado, hubiera podido sobrevivir por sí mismo, reclutar semejante ejército y someter a parias a tantos reinos, ciudades y castillos de al-Andalus. La propia existencia del Campeador hacía más evidentes sus propias carencias y sus fracasos, y de ningún modo podía consentir eso un monarca como don Alfonso.