El Cid (46 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

BOOK: El Cid
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—¿Cuántos son? —preguntó Rodrigo.

—Seis mil jinetes; todos ellos veteranos en combate.

—¡Seis mil! —exclamó Martín Antolínez.

—¡Un momento! —intervino Rodrigo—. ¿Cómo sabemos que no eres un impostor al servicio del conde de Barcelona?

—Por el anillo de oro que luce don Diego de Ubierna en su mano; en el interior está escrita en árabe la palabra «amistad». ¿Os sirve como garantía?

Froté el anillo que me había regalado Yahya y asentí con la cabeza.

—¿Podemos fiarnos de este hombre? —me preguntó Rodrigo.

—Ciegamente —afirmé con rotundidad recordando la amistad de Yahya.

—Bien, ¿hay tropas de Zaragoza con el conde? —inquirió Rodrigo.

—Un batallón, unos cincuenta hombres, algo testimonial.

—¿No decías que tu rey estaba arrepentido? —le dije.

—No ha tenido otro remedio que aportar ese batallón, de lo contrario el conde de Barcelona amenazó con ir contra Zaragoza.

Después, el mensajero de al-Mustain nos detalló los planes de Berenguer Ramón, el camino que iba a seguir, la configuración de su ejército, su fortaleza y su debilidad. Fue un amplio informe que nos sirvió de gran ayuda para preparar la estrategia en la batalla que se avecinaba.

—Seis mil hombres… ¡Hum!, es una fuerza formidable; tal vez el mayor ejército cristiano jamás reunido en estos reinos. Diego —me dijo Rodrigo—, coge pergamino y pluma, y escribe.

Llamé a mi criado y le ordené que me trajera la caja donde guardaba mis instrumentos de escritura. En cuanto estuve preparado, el Campeador me dictó la siguiente carta:

A mi leal amigo al-Mustain, soberano de Zaragoza:

Agradezco vuestra información sobre los movimientos del conde de Barcelona y sobre su intención de atacarme. No le tengo ningún miedo, aunque sus guerreros sean tantos como las estrellas del cielo, y por la fe que profeso en Dios, le aguardaré sereno, firme, y si desea entablar batalla, lo estaré esperando.

—Da las gracias a tu rey y deséale en mi nombre salud y buena ventura.

En cuanto se hubo marchado el mensajero de al-Mustain, Rodrigo ordenó convocar a todos los capitanes.

—Caballeros —nos dijo—, el conde de Barcelona viene contra nosotros al frente de un ejército de seis mil hombres. Le haremos frente en el barranco de Tevar.

—Pero nos triplican en número. Sería más seguro retirarnos hacia Morella —opinó Pedro Bermúdez.

—Tal vez fuera eso lo más prudente, pero… ¿qué haríamos después, adónde iríamos?

—Morella es inexpugnable —dijo Bermúdez.

—Tal vez, pero por un tiempo. ¿Cuántos meses podríamos resistir en Morella antes de que nos rindiera el hambre? ¿Tres, cuatro…, tal vez seis?

—Hemos de combatir —intervino Martín Antolínez.

—Sabéis que en muchas ocasiones he sido partidario de alcanzar un acuerdo antes que librar una batalla, pero ahora sólo tenemos una cosa que el conde de Barcelona desee de nosotros: nuestra propia vida.

—Busquemos un lugar hermoso para la batalla y muramos empuñando nuestras espadas si es preciso —sentenció Martín Antolínez.

Rodrigo sabía que no podíamos vencer al conde de Barcelona en campo abierto y optó por levantar el campamento de Iber y marchar hacia un valle cerrado en el pinar de Tevar, al cual sólo se podía acceder a través de una estrecha garganta. Allí nos parapetamos y construimos barreras que hicieran todavía más difícil la entrada de un ejército.

Por las alturas circundantes comenzamos a avistar patrullas de soldados catalanes que seguían nuestros movimientos y que regresaban ante su señor para mantenerle informado de nuestra situación.

La alegría de Berenguer Ramón debió de ser enorme cuando le informaron de que estábamos encerrados en un valle sin posibilidad de escapar. Fue entonces cuando el conde se envalentonó y, mediante un jinete que enarbolaba una bandera blanca, le envió a Rodrigo una carta en la que lo llamaba cobarde y traidor y le aseguraba que pronto se cobraría la afrenta de que le había hecho objeto en Almenar.

—Fijaos —nos contó Rodrigo—: el conde Berenguer me reta a una batalla y me amenaza con asirme a un cepo de hierro, y aun con la muerte.

Y Rodrigo le contestó burlándose del conde, recordándole anteriores derrotas y acusándolo de falta de valor y de su crimen fratricida.

—Cuanto más enojado esté el conde, más errores cometerá —me dijo Rodrigo cuando el guerrero catalán se alejaba hacia sus líneas portando nuestra respuesta.

Berenguer Ramón estalló de ira cuando leyó la carta con la que el Campeador respondió a su misiva y, ciego por los deseos de venganza, decidió atacar al día siguiente.

Nuestra posición era precaria y sólo podíamos vencer recurriendo a la astucia o a la intrepidez. Debilitar las fuerzas del contrario siempre es una buena táctica, y por eso nos planteamos cómo lograrlo. Rodrigo tramó un ardid mediante el cual algunos de nuestros caballeros fingirían una deserción y contarían a los capitanes del conde de Barcelona que el Cid estaba planeando aprovechar la noche para escapar por diversos lugares de los montes que cerraban el valle.

—Si convencemos a nuestro enemigo de que aprovechando la noche vamos a dispersarnos por todas partes, deberá emplear a muchos de sus hombres para cerrar todas las posibles vías de escape. Entonces, debilitado su frente de combate, tendremos alguna oportunidad.

Así, un par de docenas de caballeros salió en busca de las patrullas del conde, se entregaron afirmando que huían del bando de Rodrigo porque no querían morir en aquel estrecho valle, y contaron al conde de Barcelona que esa misma noche todos los hombres del Campeador tratarían de huir escalando las laderas de los montes y dispersándose por aquellas boscosas sierras.

Berenguer Ramón creyó lo que contaban los falsos desertores y ordenó que se formaran varias patrullas, todas ellas muy numerosas, y que desde el atardecer se fueran apostando por todos los pasos de los cerros y montes para impedir que escapara un solo hombre de la hueste del Campeador. Casi la mitad del ejército barcelonés se empleó en esta tarea, en tanto la otra mitad quedó en posición de combate a la entrada del valle.

La noche estaba en calma y sólo se oían las llamadas de algunas aves en celo y el canto de los grillos y las cigarras. Poco antes de amanecer vimos recortarse sobre las cimas de los montes circundantes las figuras de los soldados catalanes que durante la noche habían tomado posiciones a nuestro alrededor.

Rodrigo apretó los dientes y nos ordenó que nos caláramos la celada y enristráramos las lanzas.

—En cuanto estén desplegados cargaremos con toda nuestra fuerza. La mitad de sus hombres está desperdigada por las alturas; ahora estamos en igualdad, frente a frente.

El Campeador se colocó en primera línea. Vi cómo se apretaba el casco de combate tirando bien fuerte de las correas y cómo se estiraba los guantes para que quedaran perfectamente ajustados a sus manos. Miró a su derecha y a su izquierda y comprobó que todos sus caballeros estábamos dispuestos para la batalla. A la entrada del valle, en la estrecha garganta, aparecieron los catalanes. La angostura del terreno no les permitía maniobrar con soltura y apenas podían formar un frente de veinte jinetes. Cuando la mitad del ejército del conde estuvo dentro del valle, Berenguer Ramón mandó cargar. El catalán cometió un grave error, porque nuestra respuesta resultó mortal.

El Cid espoleó a su caballo y todos lo seguimos a la muerte o a la victoria. La precipitación y la falta de prudencia del conde fueron su ruina. Confiado en su ventaja numérica y en que la iniciativa estaba de su lado, no supo esperar a que todo su ejército estuviera dentro del valle, desplegado frente a nosotros, y su ansiedad por vencer lo condujo a una terrible derrota.

Caímos sobre ellos como rayos aprovechando que nuestra posición en la zona alta del valle nos otorgaba ventaja, que nuestra caballería se había desplegado en casi todo su frente y que el enemigo estaba encajonado en la estrecha garganta en la que sus escuadrones apenas podían maniobrar. Los arrollamos como a un trigal abatido por la tormenta. Rodrigo repartía tajos a uno y otro lado ante los aterrorizados y sorprendidos catalanes, que caían a sus pies como las mieses ante la hoz del segador. Yo luchaba a su lado, como acostumbraba desde que lo hice en la primera batalla, protegiéndonos mutuamente los flancos. Los catalanes comenzaron a retroceder ante nuestro empuje, luchábamos por nuestras propias vidas, y cedieron agobiados por nuestra carga y por la estrechez del lugar, donde apenas podían moverse.

Yo me sostenía sobre mi caballo lanzando estocadas y tajos, procurando mantenerme firme entre Rodrigo y un caballero franco que se nos había unido meses atrás atraído por la fama del Campeador. Nuestra carga había sido tan contundente que los catalanes retrocedían hacia la garganta pisándose los unos a los otros, aplastados por nuestros caballos. Casi los habíamos arrollado cuando oí un relincho a mi izquierda. Me giré para ver qué pasaba y vi que el caballo de Rodrigo se encabritaba sobre los cuartos traseros y caía al suelo atrapando al Campeador bajo su enorme corpachón acorazado.

Algunos de nuestros jinetes dudaron en seguir luchando al contemplar la figura de su señor descabalgada, pero yo les animé a que continuaran peleando como lo estaban haciendo. Sin Rodrigo, cualquier combate era mucho más difícil, pero gracias a la Providencia logramos vencer al conde.

Cuando cesó la batalla, centenares de soldados catalanes yacían muertos a la entrada del valle. Muchos habían caído ensartados en nuestras lanzas, sorprendidos por la violencia de nuestra carga, otros habían sido muertos con nuestras espadas y muchos más habían sido aplastados por los cascos de nuestros caballos. Atrapados entre nosotros y la estrecha garganta, muchos de ellos ni siquiera habían tenido oportunidad de enristrar sus lanzas o de desenvainar sus espadas. La matanza fue terrible. No menos de dos mil cadáveres yacían por el suelo, deshechos y ensangrentados, y otros tantos soldados fueron apresados.

Rodrigo había quedado maltrecho; la caída del caballo le había producido fracturas en la pierna y en un par de costillas, y tenía medio cuerpo lleno de heridas y magulladuras.

Ordené a unos escuderos que llevaran a Rodrigo a su tienda y a nuestros soldados que colocaran a los prisioneros en el fondo del valle, de espaldas a una pared de roca. Después fui a la tienda de Rodrigo, donde lo estaban lavando con agua de hierbas.

—¿Cómo os encontráis? —le pregunté.

—Tengo el cuerpo tan dolorido como si me hubieran pateado cien yeguas furiosas —me dijo.

—Creo que se ha roto la pierna y varias costillas. Tenemos que inmovilizarlo —comentó el físico que nos acompañaba en cada batalla.

—El conde se ha rendido con todos sus hombres; los hemos agrupado al fondo del valle: son casi tres mil —le dije a Rodrigo.

—¿El conde está bien?

—Tiene algunas lesiones en las manos y en el rostro, pero su aspecto parece bueno; sin duda, lo que más herido tendrá será el orgullo.

—Ordena que lo separen del resto de los hombres y que lo retengan en una de las tiendas.

Y así lo hice. Cuando fui a buscarlo, el conde Berenguer estaba en medio de sus soldados, rodeado por una docena de nobles. Todos estaban sentados en el suelo, con la cabeza entre las manos, el pelo y la barba llenos de sangre seca y las túnicas hechas jirones.

—Señor conde —le dije—: acompañadme, os instalaréis en una de las tiendas; si lo deseáis, os enviaré a nuestro físico para que cure vuestras heridas.

—Estoy bien. Sólo deseo ver al Cid.

El conde tenía los ojos llorosos y la aflicción en el alma.

—Os conduciré hasta su tienda, pero no sé si él querrá veros.

—Os lo ruego —insistió.

—Acompañadme.

Escoltado por dos lanceros, lo conduje hasta la tienda de Rodrigo y le dije que esperara ante la puerta. Yo entré y vi a Rodrigo sentado en una silla de madera, con la pierna entablillada atada con unas gruesas tiras de cuero.

—Señor, afuera está el conde de Barcelona; os pide que lo recibáis.

—No deseo verlo. Llévatelo de aquí y que quede bajo custodia permanente.

No me atreví a replicar y salí en busca del conde.

—Mi señor no desea recibiros —le dije escueto.

—Os lo ruego, insistid, tengo que hablar con él.

—Lo siento, señor conde.

—¡Tened misericordia, apiadaos de mí, os lo suplico, os lo suplico!

El conde chillaba con todas sus fuerzas para que el Cid pudiera oírlo, pero Rodrigo se mantuvo dentro de su tienda sin querer hablar con Berenguer. No sé por qué lo hizo, pero creo que Rodrigo no quiso que el conde de Barcelona lo viera postrado, con la pierna entablillada.

Entre tanto, el Campeador ordenó perseguir a las patrullas que se habían desplegado por los montes de alrededor, la mayoría de las cuales huyó hacia el norte en cuanto se enteró de la derrota del conde, y dio permiso a nuestros hombres para que saquearan el campamento enemigo. Allí encontramos una enorme cantidad de tesoros, sobre todo un juego de vasos y copas de plata en oro macizo que el conde usaba en su mesa.

Con la ayuda de dos criados hice el inventario de todo lo conseguido como botín, y durante dos días nos dedicamos a curar nuestras heridas, a vigilar a los prisioneros y repartir el botín ganado en la batalla.

Una semana después del combate de Tevar, el Cid no parecía mejorar. Seguía con la pierna entablillada, no podía andar y el pecho le dolía cuando respiraba o cuando comía. Poco a poco fuimos liberando a los prisioneros. Siguiendo las instrucciones de Rodrigo, yo había acordado con el conde de Barcelona un rescate de ochenta mil marcos de oro según el peso de Valencia. Esa cantidad era la más grande que jamás habíamos visto junta.

Durante dos semanas más nuestro campamento fue un ir y venir de gentes que marchaban a sus casas y regresaban con el dinero del rescate; en cada entrega, un nuevo contingente de prisioneros era liberado.

Por fin, cansado de tanto trasiego y ya casi repuesto de las fracturas, Rodrigo optó por liberar a los últimos prisioneros y les perdonó parte del rescate pactado. Aquel hecho fue algo insólito y causó una enorme admiración entre los catalanes que todavía quedaban en nuestro campamento.

Habíamos vencido y todos los soberanos nos temían más que al mismísimo diablo, pero seguíamos enemistados con todos. Recogimos a Jimena y a los niños en Morella y nos movimos hacia el oeste. Durante el camino, Rodrigo comenzó a sentirse mal y pasó un par de noches con fiebre muy alta. Estuvimos asentados en un campamento cerca de Zaragoza, pero la fiebre de Rodrigo no remitía, por lo que creímos más seguro ir a Daroca, buscando refugio en su imponente fortaleza. Esta ciudad, a la que ya habíamos sometido a parias, era floreciente y entre sus ciudadanos vivía un famoso médico llamado Abú Muhámmad, a quien acudimos por ver si podía curar la enfermedad del Campeador.

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