Entré en la iglesia y me senté en el lugar acostumbrado. Miré hacia donde se colocaba Leonor, pero no la vi. Observé a mi alrededor mientras el clérigo celebraba la eucaristía, pero no había rastro de la muchacha por ninguna parte. A la salida de misa me dirigí hacia una de las amigas que solía acompañarla y le pregunté por ella.
—Se ha ido con su padre al norte, a las montañas de Aragón —me respondió.
—¿Dónde?, ¿por cuánto tiempo? —inquirí.
—No sé nada más, aunque creo que no van a volver; han vendido la casa de la mozarabía y unas fincas que poseían junto al río Gállego.
Recordé entonces la pregunta de Yahya sobre Leonor y comprendí que el consejero real sabía algo de este asunto. No lo dudé un momento y me dirigí hacia su casa. Su criado me dijo que estaba en el palacio de la Alegría, en el observatorio astronómico. Yo sabía que tenía muy pocas posibilidades de acceder al interior del palacio, pero pese a todo me dirigí hacia allí; era tal mi ansiedad por tener noticias de Leonor que no pude esperar siquiera a que Yahya regresara a su casa.
Crucé toda la ciudad por la calle Mayor y atravesé el cementerio de la puerta de Toledo. Una suave brisa del recién iniciado otoño batía los parterres de flores y arrayanes y mecía las ramas de los álamos pobladas de hojas que comenzaban a caer cubriendo el suelo de una alfombra amarillenta.
Salí del segundo recinto amurallado, el de tapial y adobes, y crucé la amplia vaguada que separa la ciudad del palacio. En la puerta hacían guardia cuatro fornidos soldados equipados con cascos cónicos, lorigas de acero y enormes cimitarras.
—¿Qué deseáis? —me preguntó uno de ellos.
—Busco al consejero real Yahya ibn Yahya, me han dicho que está en la torre del observatorio.
—¿Y quién pregunta por él?
—Soy Diego de Ubierna, lugarteniente de don Rodrigo Díaz, el Cid.
Al oír el nombre del Cid el soldado me pidió que aguardara un instante. Poco después salió el sargento de la guardia.
—Me ha dicho uno de mis hombres que buscáis al consejero real Yahya ibn Yahya.
—Así es. Estoy invitado por él para consultar la biblioteca. Llámalo y lo comprobarás tú mismo.
—Está ocupado en el observatorio; ha ordenado que no se le moleste.
—¿No querrás perder tu puesto, verdad? Si me marcho de aquí sin ver al consejero le diré que tú has impedido mi entrada y que no le has avisado de mi visita. Te veo limpiando cuadras hasta que se cumpla la hora de tu licencia.
—Aguardad aquí.
El sargento desapareció, pero regresó poco después.
—Acompañadme.
Lo seguí al interior del palacio por un patio y después por un tortuoso pasillo hasta llegar al pie de la torre del observatorio, un enorme torreón en el flanco norte, el único de planta rectangular de todo el recinto murado. Subimos unas estrechas escaleras hasta una estancia abovedada donde estaba Yahya con uno de sus ayudantes.
—Don Diego, ¡qué honor!, pasad, pasad.
—Vos los sabíais, maldita sea, lo sabíais —le espeté.
—¿Qué es lo que yo tenía que saber? —me preguntó con cierto aire de falsa ingenuidad.
—Que Leonor se había marchado al norte, a las tierras de Aragón.
—Mirad, amigo… —me dijo pasando su mano por mi hombro.
—No me llaméis amigo.
—Yo sí os considero como tal. El padre de Leonor ha sido requerido por el abad de San Juan de la Peña, uno de los cenobios más importantes del reino de Aragón. Está en las montañas de Jaca. Creo que se trata de resolver ciertos asuntos relacionados con la disputa entre el rito de la liturgia mozárabe y la romana.
—Necesito verla.
—Eso es imposible. San Juan de la Peña está lejos, al menos a cuatro días de viaje, y en territorio hostil.
—No me importa. Viajaré con identidad falsa; seré un caballero castellano peregrino.
—Y si alguien os reconoce… Nobles y soldados aragoneses os han visto pelear al lado de Rodrigo contra ellos en Almenar, en Morella y en el Ebro. Si os descubren quedaréis preso para siempre, o tal vez os ejecuten. No vayáis, es peligroso.
—Necesito ver a Leonor.
—La olvidaréis pronto; creéis que estáis enamorado, pero el amor es otra cosa.
—¡Qué sabréis vos del amor!
—Tengo amigos que han escrito libros enteros sobre él. Os recomiendo especialmente uno de un poeta cordobés llamado Ibn Hamz, se titula
El collar de la paloma
, y lo tenéis a vuestra disposición en nuestra biblioteca.
—Ese Ibn Hamz será otro amargado tan solitario como vos.
—Sois injusto.
En aquellos momentos no me di cuenta de que mi actitud hacia Yahya no la merecía mi amigo, pero, como leí más tarde en el libro de Ibn Hamz, hay momentos en los que el enamorado está tan ciego que no ve lo que apenas está a un palmo por delante de sus narices.
Estaba obsesionado con Leonor y me fui en busca de Rodrigo. El Campeador comía en su finca del arrabal de las Santas Masas con Pedro Bermúdez y Martín Antolínez.
—Diego, ¿dónde te has metido esta mañana? —me preguntó al verme aparecer en el umbral del patio.
—He estado en el palacio de la Alegría, en el observatorio, con Yahya. Quiero pediros una autorización.
—Bien, dime.
—Deseo ir a las montañas de Jaca, al reino de Aragón, a un monasterio dedicado a San Juan, que llaman de la Peña.
—¿Te has vuelto loco? ¿Qué se te ha perdido allí?
—Quiero encontrar a una persona…
—Olvídate de eso, no volverías vivo.
—Os debo lealtad como mi señor que sois, pero vos me debéis auxilio y ayuda.
—Y también te debo consejo, y, como tu señor, te aconsejo que no vayas.
—¿Vos iríais en busca de vuestra esposa?
—Al fin del mundo si fuera necesario, pero no siempre he podido estar con ella; ahora vivimos los dos juntos aquí, en Zaragoza, pero hemos estado separados mucho tiempo. A veces no podemos hacer lo que queremos.
—Dejadme ir —insistí.
—Esa persona ha de ser muy importante para ti.
—Lo es.
Rodrigo miró a Martín Antolínez. El burgalés parecía muy divertido con todo aquello.
—De acuerdo, vete a Jaca pero regresa sano y salvo. Te acompañarán dos hombres.
—No, prefiero ir solo. No quiero que nadie se arriesgue por mí.
Rodrigo se acercó, me dio un abrazo y me dijo:
—Creo que he hecho de ti un buen soldado.
Yahya también me aconsejó que no viajara. El invierno estaba próximo y las montañas de Jaca eran las más frías de toda la Península.
—Dicen que a veces caen tales nevadas que en una sola noche cubren la altura de un caballo —me advirtió Yahya.
—Tendré cuidado.
—Sois un cabezota, terco como una mula, pero valiente. Que Dios os acompañe.
Antes de partir hacia Jaca, Yahya me proporcionó un pergamino en el que de su propia mano había dibujado un mapa con el itinerario a seguir entre Zaragoza y la capital montañesa del rey de Aragón, cerca de la cual estaba el cenobio de San Juan.
El camino hacia las montañas de Jaca ascendía por el curso del río Gállego, siguiendo una antigua calzada romana que en numerosos tramos todavía se conservaba en buen estado. La primera noche la pasé en una aldea llamada Gurrea y la siguiente a unas pocas millas de Ayerbe, una poderosa fortaleza encaramada en lo alto de un cerro desde el que se oteaba buena parte de la frontera norte y que desde hacía un año estaba en poder del rey de Aragón.
Retomé el curso del Gállego y a lomos de mi caballo lo seguí por la calzada hasta que el valle comenzó a estrecharse en un desfiladero a cuyos lados se elevaban grandes cipos de piedra, como mudos gigantes que guardaran el paso hacia el reino de Aragón. En algunas crestas casi inaccesibles se alzaban algunas atalayas que los aragoneses habían ido construyendo a lo largo de los siglos en busca de su dorado sueño de clavar algún día sus enseñas sobre las murallas de Zaragoza.
Yo me sabía observado desde lo alto de aquellas alturas, pero nadie me interrumpió el paso; un jinete solitario no despertaba sospechas.
El desfiladero se fue estrechando hasta que desembocó en un amplio valle en el que confluían varios caminos. Saqué de mi bolsa el mapa de Yahya, crucé el Gállego por un puente de piedra y tomé el primer barranco a la izquierda. El camino se fue haciendo cada vez más áspero, pedregoso y empinado hasta que desapareció entre matorrales espinosos. La noche se estaba echando encima y decidí dormir al abrigo de unas rocas. Encendí un pequeño fuego, me calenté unas tajadas de carne salada y me cubrí con mi manta de viaje. El viento soplaba entre los árboles y de vez en cuando se oía a lo lejos el aullido de un lobo solitario.
Tardé algún tiempo en conciliar el sueño, y cuando lo hice caí en un profundo sopor del que me despertaron unos ruidos procedentes de unos matorrales cercanos. En un primer momento creí que se trataba de un lobo, pero entre las sombras de la noche y el reflejo de la luna observé las figuras de dos hombres que se deslizaban silenciosos hacia mí. Con todo el sigilo que pude así la empuñadura de mi espada, jamás volví a dejarla lejos de mí desde el día en que Rodrigo me enseñara una buena lección cazando jabalíes en los montes de Ubierna, y tensé mis músculos presto a defenderme.
De reojo vi que uno de los hombres empuñaba un cuchillo y, antes de que se acercaran más, me incorporé todo lo rápido que pude y me puse delante de ellos con la espada en la mano derecha y la manta en la izquierda.
Los dos hombres parecieron desconcertados, y, aunque era de noche, pude ver sus rostros envueltos en sombras gracias a la luz de la luna. Me hicieron frente empuñando sendos cuchillos, pero enseguida me di cuenta de que no sabían manejar un arma. No me costó trabajo desarmarlos y tenderlos en el suelo bocabajo, con las manos en la espalda.
Uno de ellos, el que parecía más joven, no cesaba de lloriquear y me rogaba en una jerga casi ininteligible que no lo matara. El otro permanecía en silencio, pero por cómo temblaba supe que estaba muerto de miedo.
En un romance cargado con los rudos giros de la gente de las montañas, me dijeron que eran campesinos hambrientos que sólo buscaban algún pedazo de comida que echarse a la boca, pues en su aldea había hambruna y sobrevivían con lo que robaban a los viajeros que se arriesgan a transitar por aquellos desiertos parajes.
Por la torpe forma en que se habían movido y por cómo habían manejado sus cuchillos, que no eran sino sendas gruesas hojas de hierro enmangadas con un pedazo de madera, estimé que no eran bandidos profesionales, como los que suelen merodear por los caminos de las fronteras o en los pasos de las montañas y que saben utilizar sus armas como los soldados, o todavía con mayor habilidad.
—Poneos en pie —les dije—. ¿Cómo se llama vuestra aldea?
—Somos de Ena; está a tres millas de aquí, en la sierra de San Juan.
—¿Conocéis el monasterio de San Juan de la Peña? —les pregunté.
—Claro, caballero, todos los que vivimos en esta sierra lo conocemos; su abad es nuestro señor.
—Si me lleváis hasta el monasterio os daré cuatro monedas de plata a cada uno, pero nada de trucos o acabaré con vosotros dos —los amenacé blandiendo mi espada ante sus rostros.
—Os llevaremos allí, caballero. Con ese dinero podrán comer nuestras familias durante dos meses.
—Entonces, vamos.
Era todavía noche cerrada, pero nos pusimos en marcha siguiendo senderos ocultos entre el boscaje. Caminamos entre castaños y rebollos por sendas tan estrechas que apenas cabía mi caballo, y al fin, poco después de amanecer, alcanzamos un llano colgado en lo alto de la sierra. Allí nos detuvimos para descansar un rato. Saqué un buen pedazo de queso y una libra de pan de mi alforja y comencé a comer. Aquellos dos hombres me miraban como si el queso y el pan fueran los manjares más exquisitos que hubieran visto en su vida. A la vista de sus ojos, que reflejaban un hambre de siglos, les alargué a cada uno un buen pedazo de pan, un trozo de queso y una tajada de carne seca que devoraron con avidez, como si aquella fuera a ser la última comida que hicieran en su vida.
—Y bien, ¿dónde está ese monasterio?
—Delante de vos, caballero.
Miré al frente y sólo vi el llano y mucho más lejos unas enormes montañas de cumbres nevadas en las que hacía ya tiempo que se reflejaba el sol.
—¿Estás de broma? Si me habéis engañado os juro…
—No, caballero, no os enojéis; el monasterio está ahí delante, pero oculto bajo la peña, en una enorme cueva.
Cruzamos el llano y de pronto nos encontramos con un precipicio cortado entre enormes rocas tajadas a pico como si fuera la obra de un gigante. Descendimos por un estrecho y peligroso camino y al fin contemplé el monasterio.
—Ya os lo dijimos, caballero, ahí lo tenéis.
Y en efecto, bajo una ciclópea roca, oculto en una enorme cueva que lo cubría como el ala de un pájaro a su polluelo, estaba el monasterio de San Juan. La iglesia sobresalía de la cueva hacia el vacío, y a su derecha, colgada de las rocas como nido de águila, se abría una terraza en la que se veía trabajar a unos canteros.
—Habéis cumplido —les dije a mis improvisados guías—. Tomad.
Les alargué cinco monedas a cada uno. No sé si aquellos hombres sabían contar y si se dieron cuenta de que les había dado una moneda de más de las prometidas, o si el tacto de la plata en las palmas de sus manos les despertó una sonrisa olvidada mucho tiempo atrás, pero los rostros de los dos campesinos se iluminaron de semejante felicidad que en aquel momento creí que no habría hombres más dichosos en todo el mundo.
Los despedí aconsejándoles que practicaran con el cuchillo antes de intentar un nuevo asalto a un hombre armado y me dirigí a la puerta del monasterio.
Llamé varias veces con el pomo de mi espada hasta que me abrió un monje anciano, de unos sesenta años. Al verme con la espada en una mano y las riendas de mi caballo en la otra debió de comprender que yo era un caballero, pues enseguida me trató como a tal.
—¿Qué buscáis en esta casa de Dios? —me preguntó.
—Su paz esté contigo, monje. Soy Diego de Ubierna, caballero de Castilla, y voy buscando al presbítero Gundemaro y a su hija Leonor. En Zaragoza me dijeron que se habían dirigido a este monasterio.
El anciano monje me miró y me dijo:
—Aguardad un instante. Avisaré al abad.
Poco después regresó con un fámulo y me invitó a pasar.