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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El Cid (32 page)

BOOK: El Cid
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Los ejércitos leridano y aragonés se concentraron en Balaguer, donde al-Mundir tenía uno de sus palacios, unas pocas millas al norte de Lérida, y descendiendo el curso del Segre aparecieron en el Ebro. Los movimientos de los aliados se comunicaron de inmediato a Zaragoza desde las atalayas de esas comarcas y al-Mutamin ordenó al Cid que, con toda su mesnada y con dos mil hombres del ejército de la taifa, se dirigiera a detener aquella incursión.

Acudimos desde Zaragoza, Ebro abajo, desplazándonos a caballo y en barcas con tal rapidez que alcanzamos a las tropas de Sancho Ramírez y de al-Mundir antes de que éstas pudieran llegar a Morella para liberarla del asedio que manteníamos desde Olocau.

El aguerrido rey de Aragón se sorprendió cuando vio a nuestro ejército frente al suyo, cerrándole el paso en el curso del Matarraña, cerca del Ebro, en el camino hacia Morella. Sancho Ramírez, que había experimentado en carnes propias la contundencia de nuestros golpes, envió un mensajero solicitando dialogar con Rodrigo. El Campeador aceptó y, tras obtener las garantías oportunas, acudió al campamento del rey de Aragón, apostado a este lado del Ebro tras haberlo atravesado por un vado aprovechando el escaso caudal del estiaje. El Cid me pidió que lo acompañara y con nosotros vinieron también Pedro Bermúdez y Martín Antolínez.

El rey de Aragón estaba sentado a la puerta de su tienda en una silla de tijera con dos cabezas de león labradas en los reposabrazos. Debía de tener dos o tres años más que Rodrigo pero parecía más joven. A su derecha ondeaba un enorme pendón con bandas rojas y amarillas, los colores papales que el pontífice Alejandro II le había entregado en señal de vasallaje cuando Sancho Ramírez viajó hasta Roma para que el papa le ratificara la realeza sobre Aragón y nadie pusiera en duda sus derechos a gobernar el viejo condado con el título de rey; a la izquierda había un gran crucifijo de madera y junto al crucifijo, vestido como un guerrero, una imponente figura que luego supimos que se trataba de Ramón Dalmacio, el influyente obispo de Roda.

Rodrigo se acercó hasta el rey de Aragón, inclinó la cabeza y dijo:

—Majestad, os presento mis respetos.

Sancho Ramírez se levantó, puso las manos en jarras y respondió:

—No sé qué respetos puede presentar a un monarca cristiano un caballero que debe obediencia a la cruz de Cristo pero sirve a un monarca infiel.

—Majestad, cada cual sirve a quien merece.

—Tu actitud es intolerable. Estás acosando a uno de mis aliados, el rey de Lérida; te conmino a que desalojes el castillo de Olocau y abandones de inmediato estas tierras.

—No puedo hacerlo, majestad. Me debo al rey al-Mutamin, a quien como buen caballero profeso lealtad y obediencia por juramento; si hiciera lo que me pedís, sería un felón y un traidor.

—Estás incordiando a mi aliado, el rey de Lérida.

—A quien vos reconocéis como rey, yo lo considero un usurpador que detenta un trono que no le pertenece.

—Te ordeno —profirió Sancho Ramírez— que retires tus tropas de nuestro camino y nos dejes pasar.

Rodrigo cruzó los brazos delante del pecho, alzó la cabeza y con rotundidad e ironía dijo:

—Si mi señor el rey de Aragón desea atravesar en paz estas tierras que yo defiendo, lo acompañaré y le daré cien caballeros para que protejan su camino.

Sancho Ramírez miró fijamente al Cid, apretó los dientes y dio media vuelta introduciéndose en su tienda.

—Creo que esta entrevista ha terminado —intervino el obispo de Roda—. Si no os retiráis, pasaremos por encima de vuestros cadáveres.

Regresamos a nuestra posición y nos aprestamos para la batalla. Rodrigo sabía que don Sancho era un hombre impulsivo y que tenía que responder a la afrenta que se le había causado con contundencia. Una vez más, el Campeador acertó en sus previsiones.

—Diego, ordena a los comandantes de todos los batallones que estén listos para aguantar una carga de los aragoneses. Ese impetuoso rey no perderá un instante. Creo que harán lo mismo que en Graus; allí casi nos vencieron, ahora lo intentarán de nuevo.

Y así fue. El aragonés ordenó a su caballería que atacara en oleadas, cargando en grupos de cincuenta caballeros sobre nuestro frente, donde los esperábamos con las lanzas en ristre. Sancho Ramírez no había trazado ningún plan de combate; era tan osado y valiente, pero tan poco previsor, que basaba toda su estrategia en la contundencia de las cargas de su caballería pesada, integrada por extraordinarios caballeros cubiertos de hierro de la cabeza a los pies. Frente a los ejércitos musulmanes, integrados sobre todo por caballería ligera e infantería, esa táctica le había dado buenos resultados, pero ante nuestra mesnada, formada por un combinado de caballería pesada, jinetes ligeros e infantería acorazada, hacía falta algo más que valor y arrojo para vencer.

Cuando los vimos venir, espoleando sus monturas con las lanzas en ristre, fue fácil adivinar que si nos manteníamos firmes y resistíamos su primer envite, la victoria estaría de nuestro lado. Los aragoneses basaban toda su fuerza en la contundencia del primer golpe; si tras él, desbarataban las filas enemigas, la victoria se decantaba de su lado, pero si se les aguantaba, sus acorazados jinetes quedaban aislados en medio del enemigo y en ese caso, eran fácil presa para los infantes y para la caballería ligera. Así, nuestra opción al frente de la caballería pesada era aguantar sólidos como rocas su primera carga, romper su frente y esperar a que nuestros jinetes ligeros y nuestros hábiles infantes hicieran el resto.

Por la abertura de mi celada los vi venir como una tromba, cabalgando sobre sus corceles todo lo deprisa que eran capaces de exigirles. Las cabezas de los caballos se balanceaban de arriba abajo, soltando babas amarillas de sus bocas entreabiertas, sus cascos levantaban pedazos de suelo que salpicaban el aire, y aguzadas lanzas apuntaban hacia nosotros como una muralla de picas y acero.

Hacía un calor sofocante y el sudor empapaba nuestros cuerpos cubiertos de cuero y hierro. Conseguimos parar la carga de los aragoneses aunque sufrimos muchas bajas, y de inmediato nuestra caballería ligera envolvió su retaguardia, rompiendo su frente compacto. Su equipo pesado y el desgaste de su primera carga habían hecho perder eficacia a los aragoneses, quienes, fracasada su estrategia y carentes de otra alternativa, demostraban ser menos hábiles en la lucha cuerpo a cuerpo. Las largas y pesadas horas de esgrima que Rodrigo hacía practicar a sus soldados se mostraban ahora muy útiles, y nuestros soldados eran claramente superiores a cualesquiera otros en este arte de la lid.

El rey de Aragón se vio perdido; estaba luchando con bravura en el centro de sus tropas, pero sus generales se dieron cuenta de que la derrota era inminente. Varios caballeros aragoneses rodearon a don Sancho y consiguieron sacarlo de allí; al ver huir a su monarca, todos los demás hicieron lo mismo. Nosotros los perseguimos durante un buen trecho, pues no queríamos que sucediese, aunque al contrario, lo de Graus. El rey de Aragón consiguió alcanzar la ribera del Ebro y, protegido por sus hombres, cruzó por el vado a la otra orilla. Los que se quedaron para proteger la retirada de su rey fueron apresados y envueltos por nuestros soldados, y se rindieron arrojando sus armas al suelo.

Agrupamos a los prisioneros en un claro de la orilla y contamos más de mil; entre ellos había dieciséis altos nobles, algunos eran castellanos exiliados, como el propio Rodrigo, que habían acudido a ganar su pan al servicio del rey de Aragón. Sentado en el suelo, con la cabeza descubierta y empapado en sudor, vi al obispo de Roda; tenía las mangas de su sobreveste teñidas de sangre y miraba al suelo con la vista perdida.

Cuando nos dimos cuenta de la gran cantidad de cautivos que habíamos atrapado, dudamos por un momento qué hacer con ellos. Rodrigo nos llamó a los capitanes para debatir el destino de los prisioneros.

—Son más de mil, no podemos llevarlos a todos a Zaragoza —dijo Rodrigo.

—Propongo liberarlos y que regresen a su tierra —intervine.

—Si los retenemos, obtendremos mucho dinero por su rescate —terció Martín Antolínez.

—De ninguna manera podemos llevar a tanta gente a Zaragoza. ¿Qué hacemos con ellos, cómo los alimentamos, dónde los metemos? —pregunté.

—Diego tiene razón; no cabrían ni amontonándolos en todas las cárceles de la ciudad. Habría que habilitar un espacio para ellos o construir un recinto nuevo. Tenemos un problema que no habíamos previsto —reconoció Rodrigo.

—Hemos obtenido un enorme botín. Creo que es suficiente —intervine.

Y en efecto, habíamos requisado todas las pertenencias del ejército aragonés, y entre ellas contabilizamos decenas de tiendas de campaña con sus equipamientos, varias arcas con monedas de oro y plata, lujosas vestimentas, vajillas, mesas y sillas de madera labrada, algunos carromatos, millar y medio de caballos y acémilas y miles de armas de todo tipo.

—Llevaremos con nosotros a Zaragoza al obispo de Roda, al mayordomo del rey de Aragón y al señor de Alquézar; los demás quedarán libres previo pago del rescate —sentenció Rodrigo.

Mediante comunicaciones visuales a través de la red de atalayas, Rodrigo ordenó hacer llegar la noticia de nuestra victoria a Zaragoza, y hacia la capital del reino hudí nos dirigimos cargados de riquezas y de victoria. Antes enviamos a la mayoría de los cautivos a sus casas a cambio del dinero que los huidos pudieron reunir con toda celeridad para rescatar a sus compañeros presos.

Cuando llegamos a la villa de Fuentes de Ebro, nos encontramos al rey al-Mutamin, acompañado de sus hijos y algunas esposas, que nos esperaba rodeado de un séquito de altos dignatarios de la corte. Y de nuevo volvió a repetirse la entrada triunfal en Zaragoza que habíamos vivido dos años antes, tras la victoria en Almenar.

Las gentes se apiñaban en las orillas del camino para vernos pasar, gritaban y cantaban festejando nuestro triunfo y alababan las virtudes de al-Mutamin y de Rodrigo. El campo de la Almozara volvió a engalanarse con banderas, palcos y desfiles, y el rey de Zaragoza invitó a todos cuantos quisieron sumarse a él a un gran banquete en el que se asaron dos centenares de corderos y una docena de bueyes, todos ellos ganados en la batalla a los aragoneses.

Tras la victoria frente a don Sancho de Aragón necesitábamos un descanso para reponer las bajas y recuperar las fuerzas perdidas. En Zaragoza nos enteramos de que don Alfonso había establecido un campamento permanente al sur de Toledo, con lo que mostraba que su idea de conquistar esa ciudad era firme. La algarada del verano anterior no había sido una más en busca de botín, sino la preparación para el asalto definitivo a la antigua capital goda.

De regreso a Zaragoza me visitó Yahya. Me dijo que había heredado una casa en la medina, que en las ciudades musulmanas es la zona central de la ciudad, al lado de la mezquita mayor. Me invitó a comer a su nueva casa y acudí con gusto. Era mucho mayor que la del arrabal del sur, y además de jardín disponía de un patio y una bodega.

—Esta casa es magnífica, un verdadero palacio.

—Sí, es espléndida, pero el jardín no tiene el encanto del de mi anterior casa del arrabal —alegó Yahya mientras me ofrecía un pastelillo de una bandeja que acababa de servir su criado.

—Excelente —le dije al saborear el pastel.

—Son de pistacho, avellana y canela, recién comprados en El Hueso Rojo, la mejor repostería de la ciudad. ¿Sabéis ya lo de Toledo? —inquirió de pronto.

—Sí, claro, todo el mundo sabe que don Alfonso está sitiando la ciudad —respondí.

—Lo que no sabéis es que su rey, ese inútil de al-Qádir, ha pactado con don Alfonso la entrega de Toledo a cambio del trono de Valencia.

—No, no sabía…

—Y que el rey de Sevilla ha llamado en ayuda de las taifas a los almorávides.

—¿Los almorávides? Sí, he oído hablar de ellos.

—Son unos fanáticos que creen ser los únicos depositarios de la fe del islam. Han conquistado todo el norte de África y no cesarán hasta que todo al-Andalus sea suyo. El propio rey de Sevilla incluso, el poderoso al-Mutamid, es consciente de que no tardará mucho tiempo en producirse así, pues dicen que se le ha oído comentar que prefiere ser camellero en África que porquero en Castilla.

—Parece que se aproximan tiempos confusos —le dije.

—Así es, amigo mío, así es. Almorávides, castellanos, aragoneses…, nuestro reino está cercado por todas partes. ¡Quién sabe qué sucederá!

—Vos sois astrónomo, deberíais saberlo.

—Vos lo habéis dicho, soy astrónomo. Si queréis puedo deciros cuándo será el próximo eclipse, pero no creo en la adivinación del porvenir a través de los astros.

—Pues vuestro rey parece tener mucha fe en ello.

—Es una cuestión de apariencia, sólo de apariencia. Entre los musulmanes hispanos la astrología es una afición, casi una necesidad. No hay aristócrata que no consulte a un astrólogo para fijar la fecha más propicia para la boda de un hijo, o mercader que no pregunte sobre cuál es el día más señalado para iniciar un viaje o establecer un negocio. El rey sabe de las aficiones de sus súbditos y las practica como un divertimento, pero creedme, al-Mutamin confía más en la capacidad de los hombres que en los designios de los astros.

El criado de Yahya entró en el comedor donde nos encontrábamos con una bandeja de almojábanas recién fritas que dejó encima de la mesa.

—Lo siento, es otra de nuestras aficiones —dijo Yahya al ver mi mueca de resignación ante las omnipresentes almojábanas.

Alcé los hombros en un gesto de consentimiento, tomé una almojábana y me la llevé a la boca.

—En verdad, es un bocado delicioso, si no fuera tan recurrente.

—Sí, tenéis razón, en ocasiones todo lo que abunda cansa. ¿Habéis visto a Leonor? —me espetó de pronto.

—¡Eh!, ¿cómo sabéis…?

—Una de mis obligaciones es saber todo, o casi todo, sobre nuestros amigos y aliados.

—¿Tenéis un espía en cada esquina?

—No, por supuesto que no, pero muy pocas cosas suceden en la ciudad sin que nos enteremos en la corte. La información es vital para mantener un reino, no lo olvidéis.

Al domingo siguiente acudí a misa a la iglesia de las Santas Masas. Ardía en deseos de volver a ver a Leonor, aunque tenía la sensación de que en cada recodo de cada calle del arrabal se había escondido un espía que observaba fijamente todos mis pasos.

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