Nada sé de su pena ni de su dolor. Un buen día, entrará en erupción como un volcán. La lava descenderá cubriendo las grietas de su cuerpo. Morirá como un dragón, echando fuego por la boca.
Marcó de nuevo el número de Artur y, en esta ocasión, su padre respondió. Había estado nevando durante la noche. Y Artur adoraba la nieve, le infundía una sensación de seguridad, ella lo sabía. Le dijo que estaba en Barcelona con Aron, que habían encontrado un apartamento que Henrik alquilaba sin que nadie lo supiera. Pero no le dijo que tenía el virus del sida. No estaba segura de cómo reaccionaría Artur. La conversación fue breve, pues a Artur no le gustaba hablar por teléfono. Siempre mantenía el auricular algo apartado de la oreja, lo que la obligaba a gritar.
Concluyó la conversación y llamó a Grecia. Tuvo suerte y logró contactar con el director que la había sustituido, un colega de Upsala. Louise le preguntó por el trabajo y comprendió que las excavaciones planificadas para el otoño habían entrado en la última fase. Todo había ido según lo dispuesto. Ella había decidido ser muy clara en relación con su propio papel. No sabía cuándo podría volver a asumir la responsabilidad. Ahora no tenía demasiada importancia, puesto que empezaba el invierno y el trabajo de campo se vería interrumpido. Y nadie sabía si se aprobarían las nuevas subvenciones para el año siguiente.
Se cortó la comunicación y, cuando llamó de nuevo, oyó una voz femenina que hablaba en griego. Louise sabía que la voz le indicaba que volviese a intentarlo más tarde.
Se tumbó en la cama y no tardó en dormirse. Cuando despertó, eran las doce y media; y Aron aún no había vuelto.
Por primera vez, sintió cierta preocupación. ¿Cuatro horas para tomarse un café y encender una vela en una iglesia? ¿Se habría marchado? ¿Sería que ya no aguantaba más? ¿Se vería obligada a esperar otro medio año hasta que llamase otra vez borracho y lloroso, desde algún punto lejano del planeta? Tomó la llave y entró en la habitación de Aron. Su maleta estaba abierta sobre un asiento, la ropa arrojada de cualquier manera, una máquina de afeitar en una funda desgastada… Tanteó con las manos entre la ropa y, en una funda de plástico, halló una gran cantidad de dinero, que guardó en su bolso por precaución. En el fondo de la maleta había un libro en el que Bill Gates reflexionaba sobre los ordenadores y el futuro. Hojeó las páginas y observó que Aron había hecho algunas anotaciones en el margen. «Como Henrik», constató. «En eso se parecen. Yo no he escrito en mi vida una sola palabra en ningún libro.» Dejó el volumen en su lugar y tomó otro. Era un estudio sobre problemas matemáticos clásicos sin resolver. Aron había doblado la esquina de la página donde había interrumpido la lectura, justo donde empezaba un nuevo capítulo que trataba sobre el misterio de Fermat.
Louise dejó el libro y paseó la mirada por la habitación. Echó un vistazo a la papelera, que contenía una botella vacía de vodka. Desde el día en que se vieron en el muelle, no había olido a alcohol por las mañanas. Pero, al parecer, desde que llegaron a Barcelona, se había bebido una botella entera. Como no vio ningún vaso, dedujo que había bebido directamente de la botella. Pero ¿cuándo lo habría hecho? Habían estado juntos casi todo el tiempo.
Volvió a su habitación y comprendió que lo único que estaba haciendo era esperar el regreso de Aron. «Cuando el buscador de senderos se detiene, yo también me detengo», se dijo disgustada. «¿Por qué no hago yo algo?»
Dejó un mensaje sobre la mesa antes de salir de nuevo para almorzar en un pequeño restaurante que había cerca del hotel. Cuando pagó y vio que eran más de las tres, pensó que Aron debía de haber vuelto ya al hotel. Miró su móvil, pero no la había llamado ni le había enviado ningún mensaje.
Empezó a llover y apresuró el paso con la cazadora sobre la cabeza. El hombre de la recepción negó con un gesto.
El señor Cantor no ha regresado aún. ¿Que si ha llamado? Pues no, aquí no hay ningún mensaje para la señora Cantor.
Entonces empezó a preocuparse en serio. No era la preocupación que podía provocarle el hecho de que Aron hubiese huido de ella. Algo había ocurrido. Lo llamó al móvil, pero estaba apagado.
Permaneció en la habitación del hotel hasta bien entrada la tarde. Pero Aron no aparecía. Llamó varias veces al teléfono móvil, pero seguía apagado. Hacia las siete, bajó a recepción. Se sentó en un sillón y se puso a mirar a la gente que se movía entre la salida del hotel, la recepción, el bar y la tienda donde vendían prensa. En un rincón, junto a la puerta del bar, había un hombre que, sentado a una mesa, estudiaba un mapa. Ella lo miraba a hurtadillas. Algo había llamado su atención. ¿Acaso le resultaba familiar? ¿Lo habría visto con anterioridad? Entró en el bar y se tomó una copa de vino y, después, otra más. Cuando regresó al vestíbulo, el hombre del mapa ya se había marchado. En su lugar, había ahora una mujer que hablaba por teléfono. La distancia era tan grande que no podía oír en qué idioma hablaba y menos aun lo que decía.
Hacia las ocho y media, Louise se tomó una tercera copa, antes de abandonar el hotel. Aron se había llevado las llaves del apartamento de Henrik. ¡Claro, allí era donde había estado todo el día, ante el ordenador de Henrik! Apretó el paso y entró en el Pasaje de Cristo. Cuando alcanzó el portal, se volvió a mirar. ¿Había entrevisto una sombra que se ocultaba en la oscuridad, en un rincón del callejón al que no llegaba la luz de las farolas? Un miedo indefinido la invadió.
¿Era ése el tipo de miedo del que Henrik había hablado en sus conversaciones con Nazrin y consigo mismo, en sus anotaciones?
Louise empujó la puerta y fue a llamar a casa de Blanca. La joven tardó en acudir.
–Estaba hablando por teléfono. Mi padre está enfermo.
–¿Has visto a mi marido hoy por aquí?
Blanca negó decidida.
–¿Estás segura?
–No lo he visto venir. Ni lo he visto salir.
–Es que él tiene las llaves. Parece que se ha producido un malentendido.
–Ya te abro yo. Cuando te marches, no tienes más que cerrar.
Louise pensó que debería preguntarle a Blanca por qué no había dicho la verdad. Pero algo se lo impedía. En aquel momento, lo primero que tenía que averiguar era dónde estaba Aron.
Blanca le abrió la puerta y se marchó escaleras abajo. Louise permaneció inmóvil en la semipenumbra, escuchando. Encendió las luces, una tras otra, y recorrió el apartamento.
De repente, algunas de las piezas sueltas empezaron a encontrar su lugar y un dibujo inesperado empezó a ofrecerse a su vista.
Alguien quería que Aron desapareciese. Tenía que ver con Henrik, y con el maldito cerebro del presidente, y con los viajes de Henrik, con su indignación, su enfermedad y su muerte. Aron era el localizador de senderos. Él era el más peligroso, y por eso tenía que desaparecer, para que nadie tuviese acceso al sendero.
El miedo le heló la sangre. Con mucho cuidado, se acercó a la ventana y miró a la calle.
Allí no había nadie. Pero tuvo la sensación de que alguien acababa de irse.
Cuando Louise regresó al hotel, el insomnio hizo presa en ella. Recordó cómo lo había pasado en los peores momentos, después de que Aron se hubiese marchado, cuando empezó a enviarle sus llorosas cartas de borrachín, desde las diversas estaciones de ese vía crucis de borrachera que lo había llevado por todo el mundo… Ahora había desaparecido de nuevo. Y ella se mantenía vigilante.
Como si con ello pudiera luchar contra las fuerzas que mantenían lejos a Aron, entró en su habitación y se acurrucó en la cama que él no había utilizado. Pero seguía sin poder dormir. Las ideas torpedeaban su mente y ella se veía obligada a captarlas antes de que se estrellasen. ¿Qué había ocurrido? ¿No estaría equivocada, pese a todo? ¿Se habría marchado por propia iniciativa? ¿Los habría abandonado a ella y a Henrik una vez más? ¿Se habría escabullido por segunda vez en su vida? ¿Acaso era tan cruel como para fingir que estaba destrozado y que iba a una iglesia para encender una vela por su hijo muerto cuando, en realidad, ya había decidido desaparecer?
Se levantó y sacó las botellitas del minibar, sin preocuparse de qué contenían, y se tomó una mezcla de vodka, licor de cacao y coñac. Con el alcohol la invadió una especie de paz, pero era una paz engañosa. Se tumbó en la cama y le pareció oír la voz de Aron.
Nadie es capaz de pintar una ola. El movimiento de una persona, una sonrisa, un guiño pueden fijarse sobre un lienzo si el artista es habilidoso. Al igual que el dolor, la angustia, como en ese cuadro de Goya en que un hombre, desesperado, extiende sus brazos hacia el pelotón de ejecución. Todo eso puede ser captado, y todo lo he visto reproducido con fidelidad. Pero una ola, jamás. El mar escapa a todo, las olas escapan constantemente de aquellos que intentan apresarlas.
Louise recordó el viaje a Normandía, el primero que emprendieron juntos.
Aron iba a dar una conferencia sobre sus ideas en torno al hermanamiento futuro entre telefonía y ordenadores. Y ella se tomó unas vacaciones de su trabajo en la Universidad de Upsala para acompañarlo. Habían pasado una noche en París, en un hotel cuyas paredes atravesaba una música oriental.
Por la mañana, muy temprano, continuaron hasta Caen. Los dominaba una pasión intensa. Aron la atrajo hasta los servicios del vagón y allí hicieron el amor, en aquel escaso espacio, mientras ella pensaba que jamás, ni en sus fantasías, había imaginado una escena semejante.
Ya en Caen, pasaron varias horas en la hermosa catedral. Ella, mientras observaba a Aron de lejos, se dijo: «Ése es el hombre con el que viviré el resto de mi vida».
Aquella misma noche, después de que Aron pronunciara su conferencia y recibiera el entusiasta y prolongado aplauso de los asistentes, ella le contó su experiencia en la catedral. Aron la miró, la abrazó y le confesó que pensaba como ella. Que se habían conocido para vivir juntos toda la vida.
Al día siguiente, muy temprano, bajo una pertinaz llovizna, partieron en un coche alquilado rumbo a los alrededores de Caen, hacia las playas que fueron escenario del desembarco aliado en junio de 1944.
Aron tenía un pariente en su árbol familiar, una rama que conducía hasta Estados Unidos, el soldado Lucas Cantor, que había muerto en Omaha Beach antes incluso del desembarco. Buscaron un aparcamiento y deambularon por la playa desierta, bajo el chaparrón y azotados por el viento. Aron se mostraba introvertido y taciturno y Louise no quiso molestarlo. Ella creía que estaba emocionado, pero, mucho después, él le confesó que guardaba silencio porque tenía frío con la maldita lluvia y tanto viento. ¿Qué le importaba a él Lucas Cantor? Los muertos, muertos estaban, sobre todo al cabo de treinta y cinco años.
Pero allí, en las playas de Normandía, se detuvo un momento, rompió el silencio, señaló el mar y le dijo que no había en el mundo un artista que pudiese pintar una ola de un modo verosímil. Ni siquiera Miguel Ángel había podido pintarla, ni Fidias esculpirla. Las olas le hablan al hombre de sus limitaciones, aseguró.
Louise intentó protestar y darle ejemplos. ¿Acaso no había sabido el pintor Hägg representar las olas a la perfección? ¿Y los numerosos motivos de balsas solitarias en medio de una tormenta, o el mar representado en las tallas de madera japonesas? Pero Aron insistía, incluso alzando la voz, lo que la sorprendió bastante, pues era la primera vez que sucedía.
No le había sido dado al hombre el poder representar bien las olas de un modo tal que éstas aprobasen el resultado. Eso decía Aron. Y, puesto que él lo decía, así tenía que ser.
Jamás volvieron a hablar de las olas, nunca más, después de aquel día, en las frías playas en las que el soldado Lucas Cantor había caído antes de desembarcar siquiera. ¿Por qué pensaba en eso ahora? ¿Habría algún mensaje oculto, algo sobre la desaparición de Aron que ella intentaba mostrarse a sí misma?
Se levantó de la cama de Aron y se acercó a la ventana, que estaba abierta. Había anochecido y la fresca brisa entraba en la habitación. El tráfico sonaba lejano y se oía el tintineo de platos y cubiertos de la cocina de un restaurante.
De repente, supo que la suavidad de la noche era traicionera. Aron no volvería. Las sombras que ella había intuido en la oscuridad, las mentiras de Blanca, el pijama de Henrik, todo le advertía de que también ella podía estar en peligro.
Se apartó de la ventana y fue a comprobar si la puerta estaba cerrada. El corazón latía con fuerza en su pecho y no era capaz de razonar con calma.
Una vez más, abrió el minibar y sacó el resto de las botellitas. Vodka, ginebra, whisky.
Se vistió. Eran las cuatro y cuarto y respiró hondo antes de atreverse a abrir la puerta. El pasillo estaba desierto. Pese a todo, creyó atisbar una sombra junto al ascensor. Permaneció inmóvil. Eran imaginaciones suyas, ella misma convocaba aquellas sombras.
Tomó el ascensor y bajó a la recepción, también desierta.
A través de la ventana de una habitación contigua a la recepción se divisaban las luces azules de un televisor encendido. Aunque el volumen estaba muy bajo, adivinó que se trataba de una película antigua. El recepcionista había oído sus pasos y salió al mostrador. Era joven, apenas algo mayor que Henrik. Llevaba el nombre prendido en el cuello de la chaqueta: Xavier.
–La señora Cantor ha madrugado esta mañana, según veo. No hace frío, pero está lloviendo. Espero que no la haya despertado algún ruido.
–No, no he dormido nada. Mi marido ha desaparecido.
Xavier echó una ojeada al casillero de las llaves.
–Yo tengo su llave –explicó Louise–. Pero él no está en su habitación. Lleva fuera desde ayer por la mañana. Pronto hará veinticuatro horas.
Xavier no pareció contagiarse de su preocupación.
–Y sus pertenencias, ¿están en la habitación?
–Todo está tal y como lo dejó.
–En ese caso, no tardará en volver. ¿No será quizás un malentendido?
«Cree que hemos discutido», dedujo Louise indignada.
–No, no se trata de ningún malentendido. Mi marido ha desaparecido. Y temo que le haya ocurrido algo grave. Necesito ayuda.
Xavier la miró incrédulo, pero Louise le sostuvo la mirada.
Entonces, el joven asintió, tomó el auricular del teléfono y dijo algo en catalán. Muy despacio, como para no despertar al resto del hotel, volvió a colgar.
–El jefe de seguridad del hotel, el señor Castells, vive muy cerca. Estará aquí en diez minutos.