–Pues sí, es igual que lo que les ocurre a las gallinas. La tragedia de la vida se la labra el propio ser humano. Nunca viene de fuera.
–No estoy de acuerdo contigo.
–Sé bien que hay dioses a la venta o de alquiler, para cuando el dolor resulta demasiado insoportable. Pero a mí ese camino nunca me ha reportado el menor consuelo.
–Lo que intentas, en cambio, es redirigir la marcha de las hormigas en otro sentido, y mantenerla así tanto tiempo como sea posible, ¿no es eso?
Christian Holloway asintió.
–Sí, has seguido bien mi razonamiento. Por supuesto que eso no implica que yo me crea que puedo oponer resistencia a la tragedia final. La muerte es un compañero inseparable del ser humano. La verdadera sala de espera de la muerte es el lugar en que las mujeres dan a luz.
–¿Le hablaste a Henrik de las hormigas?
–No, él era demasiado débil. La historia podría haberlo hecho sufrir pesadillas.
–Henrik no era débil.
–Los hijos no siempre se comportan ante sus padres como ante personas extrañas. Lo sé, porque yo también tengo hijos. Pese a todo, sean como sean, confieren a la vida una delgada capa de sentido.
–¿Están aquí tus hijos?
–No. Tres de ellos viven en Norteamérica y el otro ha muerto. Como el tuyo. Yo también tengo un hijo que sufrió una muerte prematura.
–En ese caso, sabes lo doloroso que es eso.
Christian Holloway la observó en silencio largo rato. Apenas si pestañeaba. «Como una lagartija», se dijo Louise. «Un reptil.»
Se estremeció.
–¿Tienes frío? –le preguntó al cabo–. ¿Quieres que baje el aire acondicionado?
–Estoy cansada.
–El mundo entero está cansado. Vivimos en un viejo mundo reumático, pese a que los niños abundan donde quiera que uno mire. Niños por todas partes, mientras nosotros dos lloramos a aquellos que optaron por dejar de lado la vida.
Le llevó un instante comprender lo que el hombre había querido decirle.
–¿Acaso tu hijo se quitó la vida?
–Vivía con su madre en Los Ángeles. Un día en que estaba solo, vació la piscina, subió al trampolín y se lanzó desde allí. Uno de los vigilantes lo oyó gritar. No murió en el acto, pero, antes de que llegase la ambulancia, todo había terminado.
El criado vestido de blanco apareció en la puerta e hizo una señal. Christian Holloway se levantó.
–Alguien necesita un consejo. Es lo único que considero importante, prestar mi apoyo a las personas escuchándolas y, si es posible, dándoles un consejo. No tardaré en volver.
Louise dio unos pasos hasta la pared en que estaba colgada la Virgen bizantina. Era una pieza original, una obra maestra, realizada por algún maestro bizantino a principios del siglo XII o XIII. Si Christian Holloway la había comprado, debió de costarle una fortuna.
Se paseó por la sala. Las dos pantallas de ordenador lanzaban destellos de vez en cuando; sus fondos de pantalla representaban delfines que surgían de un mar azul turquesa. Uno de los cajones del escritorio estaba a medio cerrar.
No pudo contener el impulso y lo abrió del todo. En un primer momento, no supo identificar lo que había en el interior.
Pero al rato cayó en la cuenta de que se trataba de un cerebro seco. Pequeño, encogido, probablemente de un ser humano.
Cerró el cajón con el corazón latiéndole acelerado. Un cerebro disecado.
El cerebro desaparecido de Kennedy
.
Volvió a sentarse y, con mano trémula, tomó un sorbo de la taza de té.
¿Existiría alguna relación entre la obsesión de Henrik por lo sucedido en Dallas en 1963 y lo que acababa de descubrir en el cajón del escritorio de Christian Holloway? Se obligó a retroceder: esa conclusión era demasiado simple. También demasiado fácil: piezas de cerámica imaginarias encajaban en modelos imaginarios; pero ella no quería ser un arqueólogo ebrio que se precipitase en sus conclusiones. Quizás el cerebro disecado que había visto en el cajón nada tenía que ver con Henrik. O, al menos, no debía suponerlo sin haber obtenido más información.
En ese momento se abrió la puerta, que dio paso a Christian Holloway.
–Disculpa la espera.
El hombre la miró a los ojos con una sonrisa. De improviso, Louise sospechó que él había vigilado su paseo por la habitación, tal vez a través de algún orificio practicado en la pared, o de una cámara que ella no hubiese advertido. La había visto estudiar el cuadro y abrir el cajón, que tenía medio abierto: una tentación. Con toda probabilidad, el hombre había dejado la habitación para ver cómo reaccionaba.
–Tal vez puedas darme un consejo a mí también –dijo Louise con una calma forzada.
–Bueno, puedo intentarlo.
–Se trata de Henrik y de tu hijo. Tú y yo compartimos esa experiencia, tan temida por todos los padres.
–Steve cometió suicidio en un rapto de desesperación y de ira. Henrik, en cambio, si no te he entendido mal, murió en su cama. Steve se volvió al exterior, Henrik hacia sí mismo. Son dos caminos opuestos.
–Sí, pero ambos orientados en el mismo sentido.
Steve. Aquel nombre despertó en ella un recuerdo. Lo había oído o leído con anterioridad, aunque no se acordaba dónde ni cuándo. ¿Steve Holloway? Rebuscó en su memoria, pero inútilmente.
–Cuando Steve se arrojó y se entregó a la oscuridad, fue una catástrofe inesperada tanto para su madre como para mí –aseguró Christian Holloway–. Incluso su padrastro, que en el fondo lo odiaba, se mostró profundamente afectado en el entierro. Los suicidios suelen despertar un agudo sentimiento de culpabilidad. Todos piensan que deberían haber visto la proximidad de la catástrofe y haber hecho lo necesario para impedirla.
–¿No sospechaste nada de lo que iba a suceder?
–Todos y cada uno de los que lo conocían quedaron estupefactos y se negaban a creer que fuese cierto.
–Yo sólo busco una pista. Cualquier cosa, por pequeña que sea, una señal. Una señal divina, diría yo, si fuera creyente. Un leve destello de algo que me brinde la esperanza de una explicación.
–Los dioses suelen llevarse pronto a aquellos que aman. Tal vez Henrik fuese uno de ellos.
–Ya digo que no soy creyente. Y tampoco lo era Henrik.
–Es un dicho popular, no una manifestación de fe religiosa.
–¿No viste nada en el comportamiento de tu hijo que presagiase su muerte?
–La muerte de Steve fue totalmente inesperada. Lo peor es que creo que también lo fue para él. Después de que falleciera, intenté averiguar cuanto pude sobre los motivos por los que los jóvenes se suicidan. Una de las muchas ideas erróneas extendidas al respecto es que los suicidas suelen dejar una explicación. Pero no es así, en la mayoría de las ocasiones no dejan nada. Salvo la tragedia más absoluta.
–¿Qué fue lo que movió a Steve a suicidarse?
–Se sentía más ultrajado de lo que nadie pueda imaginar. De haberlo sabido con antelación, tal vez hubiese podido ayudarle. Pero nadie lo sabía, ni yo, ni su madre, ni sus amigos.
Louise barruntaba que Christian Holloway no deseaba seguir hablando de la muerte de su hijo.
–Yo esperaba que tú pudieras ayudarme.
–No se me ocurre cómo. Uno sólo puede enorgullecerse en la vida de su voluntad y del trabajo realizado. En el caso del sida, todo lo que hacemos es poco. Nunca se aportarán los recursos suficientes para atenuar el sufrimiento y combatir la epidemia. Henrik tenía una gran voluntad y se esforzó por hacer cuanto estaba en su mano cuando llegó aquí. Pero ignoro qué lo condujo a esa profunda desesperación que acabó con su vida.
Henrik no estaba desesperado. No se puso el pijama a causa de ningún sufrimiento, ni tampoco se tragó un frasco de somníferos por desesperación. No creo que me hayas dicho todo lo que sabes.
De improviso, se le ocurrió darle la vuelta a su razonamiento. ¿No sería al contrario? ¿No sería más bien que Christian Holloway no sabía más de lo que le había dicho y, precisamente por eso, buscaba información en las preguntas que ella le hacía?
«Preguntamos por lo que ignoramos. Lo que sabemos no tenemos que preguntarlo.»
Sintió que no deseaba permanecer allí más tiempo. Christian Holloway, sus mirillas secretas, la asustaban. Se puso de pie.
–Bien, pues no te molesto más.
–Siento no haber sido de gran ayuda.
–Al menos lo has intentado.
El hombre la acompañó hasta el coche bajo el sol ardiente.
–Conduce con prudencia. Bebe mucha agua. ¿Vuelves a Maputo?
–Sí, quizá me quede allí hasta mañana.
–El hotel de la playa de Xai-Xai es modesto, pero suele estar limpio. No dejes nada de valor en la habitación ni se te ocurra esconder nada en el colchón.
–Ya me han robado una vez en Maputo, así que voy con cuidado. Lo primero que tuve que aprender al llegar aquí fue a tener ojos en el cogote.
–¿Te hicieron daño?
–No, les di lo que querían.
–Éste es un país pobre. La gente hurta y roba para sobrevivir. Nosotros haríamos lo mismo en su situación.
Le estrechó la mano y se sentó al volante. El perro negro seguía tumbado a la sombra.
Por el espejo retrovisor, vio cómo Christian Holloway se daba la vuelta y se encaminaba hacia su despacho.
Cuando llegó al hotel subió a su habitación y se durmió enseguida. Cuando despertó, ya había anochecido.
¿Por qué le resultaba familiar el nombre de Steve? Sabia que lo había oído, o tal vez leído en algún documento. Por otro lado, Steve era un nombre corriente, como Erik en Suecia o Kostas en Grecia.
Bajó al comedor para cenar algo. El albino seguía tocando el xilófono sentado junto a la pared. El camarero, el mismo que le sirvió el desayuno por la mañana, le explicó que el instrumento se llamaba
timbila
.
Después de la cena se quedó un rato en el comedor. Los insectos zumbaban alrededor de la lámpara que había sobre su mesa. Había pocos comensales, tan sólo algunos hombres que bebían cerveza. Una mujer con tres niños cenaba en completo silencio. Louise apartó la taza de café y pidió una copa de vino tinto. Dieron las diez y el albino dejó de tocar, se colgó el instrumento a la espalda y salió para perderse en la oscuridad. La mujer de los tres niños pagó la nota y se marchó balanceándose como un navío con tres botes salvavidas detrás. Los hombres continuaron conversando hasta que, finalmente, se fueron también. El camarero empezó a recogerlo todo para cerrar. Louise pagó y salió del hotel. El agua lanzaba destellos a la luz de una farola solitaria.
El silbido fue muy tenue, pero ella lo percibió en el acto. Buscó con la mirada entre las sombras que quedaban fuera del cerco iluminado. Volvió a oírlo de nuevo, igual de bajo. Entonces lo vio. Estaba sentado sobre una barca colocada boca abajo. Le recordó las siluetas recortadas que había visto en la bolsa de Henrik.
Se dejó caer arrastrando por el casco de la embarcación y le hizo a Louise una seña para que lo siguiese. El joven se encaminó hacia las ruinas de una casa que, en su día, debió de ser un puesto de bebidas de la playa. Louise ya lo había visto durante el día. Aún se leía el nombre grabado en el cemento resquebrajado:
Lisboa
.
Cuando se acercaron, vio una hoguera que ardía entre las ruinas. El joven se sentó junto al fuego y echó unas ramas. Ella se sentó frente a él. A la luz que despedían las llamas, comprobó que estaba escuálido. Tenía la piel muy tirante sobre los pómulos y la frente salpicada de heridas aún sin sanar.
–No debes preocuparte: nadie te ha seguido.
–¿Cómo puedes estar tan seguro?
–Te he visto venir de lejos. –Señaló hacia la oscuridad, antes de añadir–: No somos los únicos que están alerta.
–¿Quiénes son los otros?
–Amigos.
–¿Qué es lo que quieres contarme? Ni siquiera sé cómo te llamas.
–Yo sí sé que tu nombre es Louise Cantor.
Quiso preguntarle cómo lo había averiguado, pero comprendió que él no estaba dispuesto a contárselo y que sólo recibiría un vago gesto por respuesta.
–Me cuesta hablar con una persona cuando ni siquiera conozco su nombre.
–Me llamo Umbi. Mi padre me puso ese nombre por un hermano suyo que murió muy joven, mientras trabajaba en las minas de Sudáfrica. Un pozo, que se hundió. Jamás encontraron su cuerpo. Yo también moriré pronto. Por eso quiero hablar contigo, porque lo único que me queda por hacer en la vida, lo único que tal vez tenga sentido, es impedir que otros mueran como yo.
–Lo entiendo, tienes el sida, ¿no es eso?
–Llevo el veneno en mi cuerpo. Aunque me sacaran toda la sangre, el veneno seguiría en mi cuerpo.
–Pero ¿estás recibiendo alguna ayuda…, no sé, medicinas que frenen la enfermedad?
–Recibo ayuda de quienes nada saben.
–No te entiendo.
Umbi no respondió, sino que añadió más leña y silbó a las tinieblas. El tenue silbido que recibió por respuesta pareció tranquilizarlo. Louise notó un creciente malestar. El joven que estaba sentado al otro lado de la hoguera era un moribundo. Por primera vez en su vida entendió lo que eso significaba. La piel tirante que cubría el rostro de Umbi no tardaría en cuartearse.
–Moisés, con el que intentaste hablar, no debió dirigirse a ti. Aunque estabas sola con los enfermos en la sala, siempre hay alguien que ve lo que sucede. A quienes están a punto de morir no se les permite tener secretos.
–¿Y por qué vigilan a los enfermos? ¿Y a los visitantes, como yo? ¿Qué creen que puedo yo arrebatarles a esos moribundos tan pobres, que Christian Holloway ha acogido precisamente porque no poseen nada?
–Moisés los vio llegar al alba. Le pusieron una inyección, esperaron a que muriera y se lo llevaron envuelto en una sábana.
–¿Le pusieron una inyección para matarlo?
–No te digo más que lo que sucedió. Ni más ni menos. Quiero que hables de esto, que lo difundas.
–¿Quiénes le pusieron la inyección? ¿Alguna de esas pálidas enfermeras europeas?
–No, ellas no saben lo que pasa.
–Yo tampoco.
–Por eso he venido, para contártelo.
–Yo he venido hasta aquí porque mi hijo trabajó un tiempo con los enfermos de esta aldea. Y ahora está muerto. Se llamaba Henrik. ¿Lo recuerdas?
–Descríbemelo.
Ella obedeció y el dolor creció en su interior mientras describía para Umbi el rostro de su hijo.
–No, no lo recuerdo. Tal vez el arcángel aún no había venido a buscarme.