–A duras penas. Nunca creas que te ha comprendido del todo. Pregúntale siempre dos veces, para cerciorarte.
Tan pronto como llegaron al aeropuerto, unos niños se abalanzaron sobre ellas para ofrecerse a vigilar el coche o lavarlo. Lucinda les dijo que no en tono paciente, sin alzar la voz.
Enseguida averiguó que, en poco más de una hora, saldría el siguiente vuelo para Inhaca. Y, tras una breve conversación telefónica, le reservó una habitación en el hotel de la isla.
–La pedí para una noche, pero puedes prolongarlo si quieres. Ahora no es temporada alta.
–¿Crees que hará allí más calor que aquí?
–No. En todo caso, más fresco. Es lo que buscan aquellos que pueden permitirse salir de vacaciones.
En la terraza de la terminal había una cafetería donde se tomaron un agua mineral y unos bocadillos. Lucinda señaló el pequeño avión desportillado en el que Louise iba a viajar hasta Inhaca.
–¿Es ahí donde se supone que voy a volar?
–Lo llevan antiguos pilotos militares. Son expertos y muy habilidosos.
–¿Y tú cómo lo sabes? ¿Acaso los conoces?
Lucinda se echó a reír.
–No creo que debas preocuparte.
Lucinda la acompañó al mostrador de facturación, donde, aparte de Louise, sólo había dos pasajeros: una mujer africana con un niño colgado a la espalda y un europeo que llevaba un libro en la mano.
–Quizás este viaje no sirva de nada.
–De todos modos, en Inhaca estarás a salvo. Nadie te robará. Podrás pasear por la playa sin ningún temor.
–En fin, mañana estaré de vuelta.
–A menos que decidas quedarte.
–¿Por qué iba a quedarme?
–¿Quién sabe?
Los pasajeros subieron al avión en medio de un calor terrible. Louise se mareó y temió desmayarse. Respiró hondo y se aferró a la barandilla de la escalera del avión. Se sentó al fondo. Más adelante, en la fila opuesta, estaba el europeo con su libro abierto.
¿Lo habría visto antes? El rostro no le resultaba familiar, pero le dio la sensación de que reconocía su espalda. De pronto, el miedo la invadió. Para calmarse se dijo que eran figuraciones suyas. No tenía ningún motivo para temer a ese hombre. No era más que un espejismo grabado en lo más hondo de su cerebro.
El avión despegó por fin describiendo un giro sobre la ciudad antes de poner rumbo hacia el mar. A lo lejos se divisaban los pesqueros de velas triangulares, que parecían inmóviles entre las olas. En un abrir y cerrar de ojos, el aparato empezó a descender y, minutos después, las ruedas golpeteaban el suelo de la pista de aterrizaje, que era muy corta, tenía el asfalto resquebrajado y, en las grietas, habían echado raíces las plantas silvestres.
Louise salió al intenso calor. A ella y al europeo los llevaron hasta el hotel en un remolque de tractor. La mujer desapareció a pie con el niño sobre su espalda y se perdió entre la hierba alta. El hombre alzó la mirada del libro y le dedicó una sonrisa, que ella le devolvió.
Ya en el hotel, le preguntó al joven de recepción si se llamaba Zé
–Hoy libre. Pero volverá mañana.
Se sintió decepcionada y contrariada, pero desechó enseguida la idea de enojarse, dispuesta a no malgastar su energía.
Le indicaron dónde estaba su habitación, vació la bolsa y se tumbó en la cama. Como no fue capaz de quedarse acostada, bajó a la playa. Había marea baja. Algunos pesqueros cuyo casco estaba medio podrido yacían en la arena sobre un costado, como ballenas varadas. Fue caminando con los pies en el agua y, a través de la calima, vio a un grupo de hombres que sacaban sus redes.
Estuvo con los pies en la cálida agua durante varias horas, con la mente vacía de todo contenido.
Al anochecer, fue a cenar al restaurante del hotel. Optó por tomar pescado, pidió vino y volvió ebria a su habitación. Ya en la cama, marcó el número del móvil de Aron. Las señales de llamada se oían una tras otra, pero nadie respondió. Le escribió un breve mensaje: «Te necesito aquí conmigo» y se lo envió. Se sintió como si hubiese lanzado al cosmos un mensaje que jamás sabría si había alcanzado a su destinatario.
Cayó vencida por el sueño, pero un ruido la despertó sobresaltándola. Aplicó el oído en la oscuridad. ¿Habría surgido de su interior? ¿La habrían despertado sus propios ronquidos? Encendió la lamparita y comprobó que eran aún las once de la noche. Dejó la luz encendida, colocó bien los almohadones y se dio cuenta de que estaba totalmente despabilada. La sensación de embriaguez había desaparecido.
De súbito, un recuerdo se abrió camino en su mente. Se trataba de un dibujo hecho por Henrik en los años más difíciles de su adolescencia. En esa época, se mostraba inaccesible, vivía oculto en una cueva donde ella tenía prohibida la entrada. Tampoco Louise había llevado bien su propia adolescencia, un periodo de complejos y de acné, de ideas de suicidio y de ira sentimental por las injusticias del mundo. Henrik era su opuesto: todo lo volvía hacia dentro. Un día, sin embargo, abandonó su cueva y, en silencio, le dejó un dibujo sobre la mesa de la cocina. Toda la superficie del papel estaba cubierta de color rojo como la sangre, con una sombra negra que arrancaba de la parte inferior de la hoja. Eso era todo. Henrik no llegó a explicarle el significado del dibujo, ni tampoco para qué se lo había entregado. Pero ella creyó haberlo entendido.
Sufrimiento y desesperación siempre enfrentados, la lucha singular que, finalmente, cuando ya ha pasado la vida, siempre se resuelve sin un vencedor al que aclamar.
Había conservado el dibujo. Lo guardaba en una vieja cómoda que había en casa de Artur.
¿Le habría enviado Henrik algún dibujo a Aron? Aquélla era otra de las preguntas que le habría gustado hacerle.
El aire acondicionado emitía un leve murmullo; un insecto con muchas patas caminaba boca abajo recorriendo lenta y metódicamente el techo.
Una vez más, intentó repasar mentalmente lo sucedido. Con todos los sentidos alerta, trató de hallar un contexto y una explicación al hecho de que su hijo hubiese muerto. Avanzaba con cautela, imaginando que Aron estaba allí, a su lado. Ahora lo sentía cerca, más cerca que nunca, como en aquella época, al principio de su matrimonio, en que se amaban profundamente el uno al otro y temían poner demasiada distancia entre los dos.
Intentaba ordenar sus pensamientos como si mantuviese con Aron una conversación o le escribiese una carta. Si estaba vivo, comprendería lo que ella quería comprender y le ayudaría a interpretar aquello que ella aún ni sospechaba.
Henrik murió en su cama de Estocolmo, con el cuerpo atiborrado de somníferos. Llevaba pijama y se había tapado con la sábana hasta la barbilla. Así fue su final, pero ¿era también el final de una historia o era algo que aún persistía? ¿Era la muerte de Henrik tan sólo un eslabón de una larga cadena? Algo descubrió en África, entre los moribundos de Xai-Xai. Algo que hizo que su repentina alegría o, más bien, el abatimiento que ya no lo caracterizaba, tal y como lo había expresado Nazrin, se convirtiese en miedo. Sin embargo, había también vestigios de ira, de deseos de rebelarse. Pero ¿rebelarse contra qué? ¿Contra algo que él llevaba en su interior? ¿Contra el hecho de que sus pensamientos, su cerebro, estuviesen siendo robados o escondidos, tal y como había sucedido con el cerebro de Kennedy después de su asesinato en Dallas? ¿O sería más bien él quien tenía el propósito de introducirse en el cerebro de otra persona?
Louise proseguía su razonar a tientas, como a través de los espesos bosques de Sveg, donde la broza y la maleza llegaban a imposibilitar el tránsito.
En Barcelona tenía alquilado un apartamento cuya existencia todos ignoraban y disponía de mucho dinero. Recopilaba artículos sobre extorsiones a enfermos de sida. Y una especie de miedo empezó a crecer en su interior. Pero ¿de qué tenía miedo? ¿Acaso comprendió demasiado tarde que se había adentrado en un territorio en el que se exponía a serios peligros? ¿Habría visto algo que no debía ver? ¿Habría reparado alguien en su presencia o habrían logrado leerle el pensamiento?
En todo aquello faltaba una pieza. Henrik había estado siempre solo, pese a que siempre se había rodeado de otras personas: Nazrin, Lucinda, Nuno da Silva, Lars Håkansson, a quien le unía una incomprensible amistad. Pero estaba solo. Estas personas apenas si aparecen en sus notas, casi nunca las menciona.
Debieron de existir otros hombres y mujeres. Henrik no era un lobo solitario. ¿Quiénes serían los demás? ¿Estarían en Barcelona o en África? A mí me habló a menudo de la maravilla del mundo electrónico, con el que podía crearse una red de alianzas con gente de todo el mundo.
Se dio por vencida. Aquello no le llevaba a ningún lado; la capa de hielo era demasiado delgada y sus pies terminaban siempre por atravesarla. «Soy demasiado impaciente y hablo sin haber terminado de escuchar. Debo seguir buscando otras piezas, aún no ha llegado el momento de empezar a colocar las que tengo para ver cuál es el motivo del rompecabezas.»
Bebió agua de una botella que se había llevado del restaurante. El insecto había desaparecido del techo. Louise cerró los ojos.
La despertó el timbre del teléfono, que vibraba y parpadeaba sobre la mesita. Contestó adormilada, oyó un ruido, alguien que escuchaba al otro lado, pero la comunicación terminó por interrumpirse.
Era poco más de medianoche. Se sentó en el borde de la cama. ¿Quién habría llamado? Aquel silencio nada le decía. Las notas de una melodía se oían tenues desde el bar del hotel y decidió ir allí. Si tomaba algo de vino, tal vez lograría volver a conciliar el sueño.
El bar estaba prácticamente desierto. Un hombre mayor, a todas luces europeo, estaba sentado en un rincón en compañía de una africana muy joven. Louise sintió un profundo malestar. Por un instante, se imaginó al obeso hombre blanco desnudo y echado sobre aquella muchacha negra que no podía tener más de diecisiete o dieciocho años. Y Lucinda, ¿se habría visto también ella obligada a vivir aquella experiencia? ¿Habría presenciado Henrik algo similar a lo que ella veía en ese momento?
Se tomó dos copas de vino, una detrás de otra, firmó la cuenta y salió del bar. Soplaba una cálida brisa nocturna. Pasó junto a la piscina y dejó atrás las luces de las ventanas. Jamás había contemplado un firmamento como el que ahora se extendía sobre su cabeza. Buscó con la mirada hasta que creyó descubrir la constelación de la Cruz del Sur. Aron la había descrito en una ocasión como «la salvadora de los marinos del hemisferio sur». Aron siempre la sorprendía con sus conocimientos inesperados acerca de los más diversos temas. También Henrik había mostrado a veces un misterioso interés por lo inesperado. Cuando tenía nueve años, quería escaparse de la escuela para viajar hasta la morada de los caballos salvajes de las estepas del Kirguistán. No obstante, no se marchó, pues no quería dejarla sola. En otra ocasión, aseguró que pensaba convertirse en marino y aprender a llevar un velero él solo. Pero no para dar la vuelta al mundo en el más breve tiempo posible; tampoco para demostrar que podría sobrevivir. Su sueño era comprobar que podía vivir a bordo de una embarcación durante diez, quizá veinte años, sin poner un pie en tierra.
Louise sintió que el dolor acudía a su corazón. Henrik jamás se convirtió en marino ni en buscador de caballos salvajes en las estepas rusas. Pero estaba consiguiendo convertirse en una buena persona hasta que alguien le puso un pijama a modo de mortaja.
Había llegado a la playa. Había marea alta y las olas rodaban deslizándose hasta la orilla. La oscuridad engullía el perfil de los pesqueros que descansaban sobre la arena. Se quitó las sandalias y bajó hasta el rompeolas. Al sentir el calor, se sintió transportada al Peloponeso. Como una potente oleada, le invadió la nostalgia. Añoraba su trabajo en las grutas polvorientas, a los compañeros del equipo, a los estudiantes, curiosos pero descuidados, a los amigos griegos… Añoraba verse en la oscuridad, ante la casa de Mitsos, y fumarse uno de sus cigarrillos mientras los perros ladraban y el tocadiscos reproducía melancólicas piezas de música griega.
Un cangrejo pasó corriendo sobre uno de sus pies. Se divisaban en la distancia las luces de la ciudad de Maputo. Y de nuevo le vino a la mente Aron: «La luz puede recorrer largos trechos sobre aguas oscuras. Imagínate la luz como un caminante que se aleje o que se acerque a ti cada vez más. En la luz hallarás tanto a tus amigos como a tus enemigos».
Aron había añadido algo más, recordó Louise. Pero el hilo de sus pensamientos se interrumpió.
Contuvo la respiración. Alguien se ocultaba entre las sombras, alguien que la observaba. Se dio la vuelta. Oscuridad, la luz del bar a una distancia que se le antojaba infinita. Estaba aterrada y el corazón se le salía del pecho. Allí había alguien que la vigilaba.
Empezó a gritar, a aullar en medio de la noche, hasta que vio la luz de unas linternas que se aproximaban desde el hotel. Cuando las luces la bañaron, se sintió como un animal.
Dos hombres se acercaban, el jovencísimo de recepción y uno de los camareros del bar. Le preguntaron qué la había hecho gritar, si estaba herida o si le había mordido una serpiente.
Ella negó con un simple gesto, tomó la linterna que llevaba el recepcionista e iluminó con ella la playa. No se veía a nadie. Pero había habido alguien. Estaba convencida.
Regresaron al hotel. El recepcionista la acompañó hasta su habitación. Una vez allí, se tumbó en la cama, resignada a soportar la vigilia hasta el amanecer. Sin embargo, finalmente, logró dormirse. En su ensoñación recreó el vuelo de los papagayos rojos de Apollo Bay. Eran muchos, una gran bandada, en mudo aleteo.
Una húmeda calima flotaba inmóvil en el cielo cuando entró en el restaurante para desayunar. En la recepción había un hombre al que no había visto con anterioridad y fue a preguntarle si se llamaba Zé.
–José –respondió el hombre–. Zé es un diminutivo.
Louise le mencionó a Lucinda y le preguntó si había alguien en la isla que se dedicase a pintar cuadros.
–Tiene que ser Adelinho. No hay ningún otro pintor en la isla; nadie, salvo él, que encargue cajas de pinturas de Maputo. Hace muchos años confeccionaba él mismo los colores a base de raíces, de hojas y de tierra. Sus cuadros son muy especiales: delfines, danzas de mujeres, a veces rostros desfigurados capaces de crear un profundo malestar en quienes los contemplan.