–¿De qué hablabais? No he entendido ni una palabra.
–Me ha preguntado si quería beber algo, pero le he dicho que no y le he dado las gracias.
Lucinda iba vestida de blanco y llevaba zapatos de tacón alto. Tenía el pelo trenzado y anudado en la parte alta de la cabeza.
Lucinda es muy hermosa. Y ha compartido la cama con Henrik, igual que con Lars Håkansson.
La idea le resultó de lo más desagradable.
–Me gustaría hablar contigo mientras damos un paseo en coche –propuso Lucinda.
–¿Adónde?
–Fuera de la ciudad. A un lugar que significaba mucho para Henrik. Volveremos esta misma noche.
El coche de Lucinda estaba a la sombra de un jacarandá en flor. Algunas flores color azul lavanda habían caído sobre el capó rojo. Era un coche viejo y abollado. Cuando Louise entró, percibió un agradable olor a fruta.
Atravesaron la ciudad. En el coche hacía mucho calor, y Louise tenía el rostro vuelto hacia la ventanilla abierta para sentir mejor el aire. El tráfico era caótico, los vehículos se cruzaban desde todas partes. Pensó que, si hubieran estado en Suecia, a la mayoría de aquellos coches se les habría negado el permiso de circulación. Pero no estaban en Suecia, estaban en un país de África oriental y Henrik había estado allí poco antes de morir.
Se acercaban a las afueras de la ciudad: almacenes destrozados, todas las aceras en mal estado, coches oxidados y un interminable fluir de gente. Cuando se detuvieron ante un semáforo en rojo, Louise vio a una mujer con un gran cesto en la cabeza, y a otra que hacía equilibrio con dos zapatos de tacón rojos, también con un cesto sobre la cabeza. «Cargas y más cargas por todas partes», concluyó Louise. «Como las que veo sobre las cabezas de las mujeres. Y en su interior llevarán otras cargas que yo sólo puedo sospechar.»
Lucinda giró en un cruce suicida donde los semáforos no funcionaban, y avanzó con determinación a través de la maraña de vehículos. Louise distinguió un indicador en el que se leía Xai–Xai.
–Vamos hacia el norte –explicó Lucinda–. Si siguieras en esta dirección, llegarías a tu país. Luego giraremos hacia el este.
Dejaron atrás un gran cementerio. Junto a la verja de entrada se agolpaban varios cortejos fúnebres. De repente, ya estaban fuera de la ciudad; el tráfico disminuyó y en torno a la carretera menudeaban casas bajas de barro y chapas de hojalata. La naturaleza empezó a dominar: alta hierba y, en la distancia, altas montañas, todo en distintos tonos de verde. Lucinda se concentraba en la conducción. Hileras de camiones sobrecargados y autobuses que vomitaban negras nubes de gases bloqueaban la carretera y apenas si había posibilidades de adelantar. Louise observaba a la gente que había en los campos. Vio a algunos hombres, pero la mayoría eran mujeres, azadas que se alzaban para luego caer, espaldas dobladas y, a lo largo de los arcenes, un constante río de personas a pie.
–Éste es el coche de Henrik –le dijo Lucinda de pronto.
Acababa de adelantar a uno de los autobuses que echaban humo y la carretera se extendía ante ellas recta y despejada.
–Lo compró por cuatro mil dólares –continuó–. Pagó demasiado por él. Cuando se marchó, me pidió que se lo cuidase hasta que él volviera. Supongo que ahora es tuyo.
–No, no es mío. Pero ¿para qué necesitaba un coche?
–Le gustaba conducir. Sobre todo, desde que empezó a visitar el lugar al que ahora vamos.
–Todavía no sé qué lugar es ése.
Lucinda no respondió y Louise no volvió a preguntarle sobre ello.
–El coche se lo compró a un danés que lleva viviendo aquí muchos años y tiene un pequeño taller de mecánica. Todo el mundo conoce a Carsten, un hombre amable con una tripa enorme, casado con una mujer negra, menuda y bajita, de Quelimane. Siempre están discutiendo, en particular los domingos, cuando salen a pasear por la playa. A todo el mundo le encanta oírlos discutir, pues se ve claramente que se quieren mucho.
Estuvieron en el coche algo más de una hora, la mayor parte del tiempo en silencio. Louise seguía con la mirada el cambiante paisaje. A veces le parecía poder recrear el entorno invernal de Härjedalen con sólo sustituir por blanco el verde y el marrón del paraje. También existía allí la naturaleza griega del Peloponeso. «Con las piezas de la naturaleza pueden construirse todos los tipos de paisaje», se decía.
Lucinda fue reduciendo y torció para salir de la carretera, hasta llegar a una parada de autobús y un pequeño mercado. La tierra del camino estaba pisoteada y en algunos puestos vendían cerveza, refrescos y plátanos. Unos niños que llevaban neveras entre sus manos se acercaron al coche a la carrera. Lucinda les compró dos botellas de agua con gas y le dio una a Louise antes de espantar a los pequeños, que la obedecieron enseguida sin empeñarse en intentar venderles sus paquetes de galletas sudafricanas.
–Solíamos venir aquí –reveló Lucinda.
–¿Tú y Henrik?
–A veces no comprendo tus preguntas. ¿Con quién, si no, iba yo a venir aquí? ¿Con alguno de mis antiguos clientes?
–No tengo la menor idea de la vida que Henrik llevaba en este país. ¿Qué era lo que quería? ¿Adónde vamos?
Lucinda contempló a unos niños que jugaban con un cachorro de perro.
–La última vez que vinimos aquí, me dijo que le encantaba este lugar. Aquí se terminaba el mundo; o empezaba, tanto da. Aquí nadie podría encontrarlo.
–¿Eso dijo?
–Sí, recuerdo perfectamente sus palabras. Le pregunté a qué se refería, porque no acababa de entenderlo. A veces era tan dramático… Pero cuando me habló del principio y el fin del mundo, estaba muy tranquilo. Era como si el miedo que siempre lo doblegaba desapareciese de repente, al menos, durante un instante fugaz.
–¿Y qué te respondió?
–Nada. Guardó silencio. Y después nos fuimos. Eso fue todo. Que yo sepa, nunca volvió aquí. No sé por qué se fue de Maputo. Ni siquiera sabía que pensaba irse. De pronto, ya no estaba. Y nadie sabía nada.
Igual que Aron. El mismo modo de huir, sin decir una palabra, sin una explicación. Igual que Aron.
–Sentémonos a la sombra –propuso Lucinda al tiempo que abría la puerta del coche. Louise la siguió hasta un árbol cuyo tronco se curvaba formando un nudoso banco en el que había sitio para las dos–. Sombra y agua –dijo Lucinda–. Son cosas que solemos compartir en los países cálidos. ¿Qué es lo que se comparte en los países fríos?
–El calor. Un griego famoso le pidió una vez a un poderoso general, que le había prometido cumplir su mayor deseo, que lo que quería era que se apartase, porque le quitaba la luz del sol.
–Tú y Henrik os parecéis. Los dos mostráis la misma especie de… impotencia.
–¡Gracias!
–No era mi intención herirte.
–No, te lo agradezco de verdad, porque dices que me parezco a mi hijo.
–¿No es más bien al contrario, que tu hijo se parece a ti? En eso somos distintas tú y yo. Yo no creo que nadie pueda rastrear su origen en el futuro. No puedes acercarte a lo desconocido por venir sin ser consciente en todo momento de lo que hubo antes.
–Sí, por esa razón he dedicado toda mi vida a la arqueología. Sin los fragmentos y los susurros del pasado, no hay presente, ni futuro, ni nada. Tal vez tengamos más puntos en común de los que tú crees, ¿no?
Los niños que jugaban con el flaco perrillo pasaron corriendo ante ellas. El polvo se alzaba de la tierra reseca describiendo remolinos.
Lucinda dibujó con el pie algo que parecía una cruz rodeada por un círculo.
–Vamos camino de un lugar en el que Henrik experimentó un intenso gozo, tal vez incluso algo parecido a la felicidad. Se compró el coche sin explicar para qué lo necesitaba. A veces desaparecía durante varias semanas, sin decir una palabra. Una noche, se presentó en el bar, mucho después de la medianoche, se quedó allí hasta que terminó mi jornada y me llevó a casa en el coche. Me habló de un hombre llamado Christian Holloway, que había levantado varios poblados en los que los enfermos de sida recibían cuidados y atención médica. El lugar que él había visitado no tenía nombre, puesto que Holloway predicaba la humildad y hasta un nombre se le antojaba una arrogancia. Los que recibían los cuidados no pagaban por ello. Y los que trabajaban allí lo hacían voluntariamente; muchos eran europeos, aunque también había norteamericanos y asiáticos. La ayuda que ofrecían era gratuita y vivían con sencillez. No pertenecían a ninguna secta religiosa. Henrik decía que no necesitaban ningún dios, puesto que lo que hacían era divino. Aquella mañana, vi en él algo que nunca había detectado antes. Había logrado atravesar el muro de desesperación contra el que tan duramente había estado luchando.
–¿Qué ocurrió después?
–Se marchó la mañana siguiente. Tal vez quería compartir su alegría con otras personas, lejos de aquí. Había encontrado algo que colocar en el otro lado de la balanza, antes de que el desastre se alzase finalmente con la victoria. Con esas palabras lo dijo; a veces sonaba patético, la verdad. Pero sentía lo que decía. Henrik era así. Había presenciado la injusticia, había visto que el sida era una peste a la que nadie quería acercarse. Ignoro en qué medida influía el hecho de que él mismo estuviese enfermo. Y tampoco sé cómo contrajo el virus. Ni cuándo. Pero cada vez que lo veía, me decía que quería llevarme al poblado de Holloway, pues allí habían vencido la bondad y la consideración. Finalmente, un día, me llevó allí. Una sola vez.
–¿Por qué dejó el poblado y regresó a Europa?
–Tal vez encuentres allí la respuesta a tus preguntas.
–Estoy impaciente. ¿Cuánto queda?
–Estamos a mitad de camino, más o menos.
El paisaje cambiaba: ora era tórrido, ora verde. Llegaron a una llanura que se extendía junto a un ancho río, cruzaron un puente y atravesaron la ciudad llamada Xai–Xai. Inmediatamente después, Lucinda giró para tomar una carretera que parecía conducir directamente a una interminable zona boscosa. El coche iba dando trompicones sobre el piso irregular.
Veinte minutos más tarde, un poblado de cabañas blancas apareció de improviso ante sus ojos. Había, además, algunos edificios de mayores dimensiones, agrupados en torno a una explanada de arena. Lucinda frenó y aparcó a la sombra de un árbol antes de apagar el motor.
–Aquí es. El poblado de Christian Holloway.
Estoy cerca de Henrik. Él estuvo aquí hace tan sólo unos meses.
–Henrik dijo que las visitas siempre eran bienvenidas –explicó Lucinda–. La bondad no ha de ser secreta para nadie.
–¿Fueron ésas sus palabras?
–Bueno, creo que se lo oyó decir a Holloway o a alguno de sus colaboradores.
–Pero ¿quién es ese hombre, en realidad?
–Según Henrik me contó, un señor muy rico. No estaba seguro, pero me dijo que había amasado una gran fortuna gracias a varias patentes de maquinaria que facilitaba la búsqueda de petróleo en el fondo marino. Es rico y muy reservado.
–Pues, por lo que dices, no da la impresión de ser una persona capaz de dedicar su vida a los enfermos de sida.
–¿Y por qué no? Conozco a muchas personas que han roto con su vida anterior.
Lucinda salió del coche, dando así por concluida la conversación. Louise permaneció sentada. El calor y el sudor le pegaban la ropa al cuerpo. Tras unos minutos, también ella salió del coche y fue a colocarse junto a Lucinda. Una pesada calma reinaba en el lugar. Louise se estremeció pese al calor. Sentía un creciente malestar. Aunque no se veía a nadie, sentía como si unos ojos ocultos la observaran.
Lucinda señaló un pequeño estanque cercado.
–Henrik hablaba de aquel estanque y de un viejo cocodrilo.
Se acercaron un poco. Las aguas del estanque eran pantanosas. En la embarrada orilla vieron un gran cocodrilo. Tanto Lucinda como Louise se sobresaltaron. Medía, como mínimo, cuatro metros de longitud. Los restos sangrientos de las patas traseras de un conejo o de un mono pendían por entre las mandíbulas de la bestia.
–Henrik me contó que tiene más de setenta años. Christian Holloway le aseguró que era su ángel de la guarda.
–¡Vaya! Un cocodrilo con alas blancas.
–Los cocodrilos existen desde hace millones de años. Nos asustan por su aspecto y sus hábitos alimentarios. Pero nadie puede negarles el derecho a existir como tampoco su extraordinaria capacidad para sobrevivir.
Louise movió la cabeza despacio.
–Aun así, no acabo de comprenderlo. Me gustaría hablar con Holloway. ¿Sabes si está aquí?
–No lo sé. Henrik dijo que no solía dejarse ver. Siempre estaba rodeado de penumbra.
–Rodeado de penumbra… ¿Eso decía Henrik?
–Sí, lo recuerdo muy bien.
Entonces se abrió la puerta de uno de los edificios de mayor tamaño. Una mujer blanca vestida con ropa clara de hospital salió y se acercó hasta ellas. Louise se dio cuenta de que iba descalza. Llevaba el pelo corto, era muy delgada y su rostro estaba cubierto de pecas. Parecía tener la misma edad que Henrik.
–Bienvenidas –las saludó la joven en un portugués bastante deficiente.
Louise le contestó en inglés. La chica cambió enseguida de idioma y se presentó como Laura. «Tres eles», observó Louise. «Lucinda, yo y, ahora, Laura.»
–Mi hijo, Henrik Cantor, trabajaba aquí –explicó–. ¿Lo recuerdas?
–Bueno, yo llegué de Estados Unidos hace tan sólo un mes.
–Al parecer, dijo que cualquiera podía visitar este lugar.
–Sí, todo el mundo es bienvenido. Os lo enseñaré. Pero os advierto que el sida no ofrece un espectáculo agradable. No sólo mata a la gente y destroza su cuerpo, sino que además engendra un temor que puede resultar difícil de soportar.
Lucinda y Louise se miraron.
–Yo soporto la visión de la sangre y de la gente asustada –aseguró Lucinda–. ¿Y tú?
–Pues, en una ocasión, fui la primera en llegar al lugar de un accidente de tráfico. Había sangre por todas partes y una persona que tenía la nariz desprendida del rostro; la sangre no cesaba de manarle de la herida. Y lo aguanté. Al menos, logré ocultar para mí misma lo espantoso que era aquello.
Desde el exterior y el intenso sol, Laura las condujo hasta el interior de las casas y las cabañas. Louise pensó que accedía a una penumbra semejante a la de las iglesias, pues también allí reinaba una mística extraña creada por minúsculas ventanas.
Christian Holloway vivía rodeado de penumbra
. Un hedor asfixiante a heces y orina les golpeó el rostro en las cabañas, donde los enfermos yacían sobre camillas o sobre esteras extendidas directamente en el suelo. A Louise le costaba ver con claridad los semblantes. Lo único que distinguía era el brillo de los ojos, los quejidos y los olores, que sólo desaparecían cuando, por un instante, salían de nuevo al sol cegador para dirigirse a la siguiente cabaña. Fue como retroceder a través de los siglos y acceder a un espacio lleno de esclavos que esperaban ser transportados. Le susurró a Laura una pregunta y la joven respondió que las personas que se entreveían en la oscuridad eran moribundos que jamás volverían a ver la luz del sol, no había ya ayuda posible para ellos, se encontraban en el último estadio, donde lo único que podía hacerse era aliviarles el dolor. Lucinda iba como por su cuenta, algo apartada. Laura, parca en palabras, las conducía silenciosa a través de la oscuridad y el sufrimiento. Louise pensó que las civilizaciones antiguas, y en especial la griega, cuyos enterramientos ella se dedicaba a excavar, habían tenido concepciones muy claras sobré la muerte y los moribundos, así como sobre las estaciones de espera que precedían y seguían al tránsito de la vida a la muerte.
Es como si estuviese recorriendo el reino de la muerte con Virgilio y con Dante.