El cerebro de Kennedy (13 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #General Interest

BOOK: El cerebro de Kennedy
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Al día siguiente, Louise se levantó temprano para acompañarlo al pequeño bosque tropical del que Aron era responsable. Aún no había clareado cuando abandonaron la casa. Los papagayos rojos no estaban.

–Vaya, veo que has aprendido a madrugar –comentó ella.

–La verdad es que no me explico cómo pude vivir tantos años odiando los madrugones.

Atravesaron Apollo Bay en coche. El bosque se hallaba en un valle que descendía hasta el mar. Aron le explicó que eran los restos de una gran masa forestal que, antiguamente, ocupaba el sur de Australia. Ahora era propiedad de una fundación privada financiada por una de aquellas personas que, al mismo tiempo que el propio Aron, cobró algunos millones por los derechos del código fuente que vendieron en su día.

Aparcaron en una explanada cubierta de gravilla. Los altos eucaliptos formaban ante ellos un muro imponente. Un sendero zigzagueaba pendiente abajo hasta desaparecer.

Empezaron a caminar. Aron iba el primero.

–Pues ya ves, cuido del bosque, vigilo que no haya incendios y que no arrojen desperdicios. Me lleva media hora hacer la ronda completa. Por lo general, suelo observar a las personas que lo recorren a menudo. Muchos tienen, cuando regresan, el mismo aspecto que cuando iniciaron el paseo. A otros se los ve cambiados. Este bosque acoge una parte importante de nuestro espíritu.

El sendero describía una pronunciada pendiente. Aron se detenía de vez en cuando y señalaba algo. Le hablaba de los árboles, de su edad, de sus nombres, de los arroyuelos que se extendían a sus pies y por los que discurría el agua, la misma agua de hacía millones de años.

Louise experimentó la sensación de que Aron estaba mostrándole su propia vida, cómo había cambiado.

En lo más profundo del valle, en el corazón de la espesura, había un banco. Aron lo limpió con la manga de su cazadora. La humedad goteaba exuberante por doquier. Se sentaron en medio de aquel bosque silencioso, húmedo, frío. Louise pensó que Aron amaba aquel bosque, al igual que amaba los interminables bosques de la lejana Härjedalen.

–Vine aquí para perderme –confesó Aron.

–Tú que no podías vivir sin gente a tu alrededor. Y, de pronto, ¿quisiste estar solo?

–Sucedió algo.

–¿El qué?

–No me creerías.

Se oyó un aleteo entre los árboles, entre las serpentinas de las enredaderas y las lianas, y un pájaro alzó el vuelo para desaparecer hacia la lejana luz del sol.

–Perdí algo cuando comprendí que no podía seguir viviendo con vosotros. Os traicioné a ti y a Henrik, pero también, y en la misma medida, me traicioné a mí mismo.

–Eso no explica nada.

–No hay nada que explicar. Ni yo mismo me entiendo. Ésa es la verdad pura y dura.

–Yo lo interpreto como una huida. ¿No podrías, por una vez en tu vida, decir la verdad, lo que pasó?

–No puedo explicártelo. Algo se quebró de pronto. Tenía que alejarme. Me pasé un año entero bebiendo sin parar, deambulando por ahí, gastando dinero, quemando puentes tras de mí. Después di con aquella pandilla de insensatos que habían decidido salvar la memoria del mundo. Así nos llamábamos, «los protectores de la memoria». He intentado quitarme la vida con el alcohol, con el trabajo, con la desidia, con la pesca o alimentando a los papagayos rojos hasta morir. Y he sobrevivido a todo.

–Mira, Aron, ahora necesito que me ayudes a comprender qué ha sucedido en realidad. La muerte de Henrik es también mi muerte. No soy capaz de volver a la vida sin antes haber comprendido qué ocurrió. ¿Qué estuvo haciendo durante los meses previos a su muerte? ¿Con quiénes se relacionaba? ¿Qué estaba pasando? ¿Habló contigo de todo ello?

–Bueno, Henrik dejó de escribirme de improviso hace unos tres meses. Hasta entonces solía recibir una carta suya cada semana.

–¿Conservas esas cartas?

–Sí, las guardo todas.

Louise se levantó del banco.

–Necesito que me ayudes. Quiero que revises unos discos compactos que he traído conmigo. Son copias de documentos de su ordenador, que, por cierto, no encontré. Quiero que hagas lo que tan bien sabes hacer, que bucees en ese mar de unos y ceros para desvelar el contenido de estos discos.

Siguieron el sendero, que ascendía en abrupta pendiente, hasta volver al punto de partida. Un autobús escolar lleno de niños acababa de aparcar allí. Los pequeños empezaron a corretear enseguida con sus chubasqueros de vivos colores.

–Los niños me infunden alegría –aseguró Aron–. Ellos adoran la altura de los árboles, el secreto de los barrancos, los arroyos que sólo se oyen y que no pueden verse.

De regreso a la casa de los papagayos, Aron entró en una tienda para comprar algo de comida. Louise lo acompañó. Parecía conocer a todo el mundo, y esto la sorprendió. ¿Cómo reconciliar aquel hecho con su deseo de pasar inadvertido? Cuando subían la quebrada pendiente de la montaña, le preguntó acerca de ello.

–No saben ni cómo me llamo ni dónde vivo exactamente. Existe una diferencia entre conocer a alguien y saber de él. Los tranquiliza que mi rostro les resulte familiar. Yo pertenezco a este lugar. Y, en realidad, ellos no quieren saber más. Les basta con que yo sea una persona que aparece entre ellos con regularidad, que no plantea problemas y que paga sus cuentas.

Ese mismo día, Aron cocinó para los dos, otra vez pescado. Cuando se sentaron a comer, él parecía más aliviado, pensó ella. «Como si hubiese desaparecido el peso que lo agobiaba, no el dolor, sino algo que guarda relación conmigo.»

Después de comer, Aron le pidió que le refiriese nuevamente cómo se desarrolló el funeral y que le hablase de la joven llamada Nazrin.

–¿No te habló nunca de ella en sus cartas?

–Jamás. Si hablaba de alguna mujer, nunca mencionaba su nombre. Les asignaba un cuerpo y un rostro, pero en ningún caso un nombre. Henrik era, en muchos sentidos, una persona curiosa.

–Era como tú. De pequeño y, después, de adolescente, siempre pensé que era como yo. Pero ahora tengo la certeza de que se parecía a ti. Creí que, si vivía el tiempo suficiente, Henrik habría dado la vuelta al mundo y, después, habría vuelto a mi lado.

El llanto se abrió paso por su garganta. Aron se levantó, salió y puso en la mesa un poco más de mijo para los pájaros.

Después, por la tarde, se acercó y dejó ante ella dos montones de cartas.

–Estaré fuera unas horas –anunció–, pero volveré.

–Sí –afirmó ella–. Sé que ahora no te esfumarás.

Louise sabía, aun sin haberle preguntado, que iba a pescar al puerto. Empezó a leer las cartas y se dijo que, con toda certeza, quería dejarla que las leyera a solas. Aron siempre había sido comprensivo con la necesidad de soledad. Ante todo, con su propia soledad. Pero quién sabe si no había aprendido ya a respetar también las necesidades ajenas.

Dos horas le llevó la lectura de aquellas cartas. Fue un viaje doloroso a un paisaje desconocido, el paisaje de Henrik sobre el que ella nunca había sabido demasiado, a juzgar por lo que iba averiguando a medida que se adentraba en él. Nunca había comprendido a Aron. Pero ahora descubría que también su hijo había vivido protegido por una fortificación. Louise sólo había conocido la superficie. Sus sentimientos hacia ella eran sinceros, la quería. Sin embargo, sus pensamientos más íntimos habían sido un enigma para ella. Mientras leía, aquello la torturaba como unos celos sordos que no conseguía eliminar. ¿Por qué nunca habló con ella como lo había hecho con Aron? Después de todo, ella lo había educado y había asumido su responsabilidad, mientras que Aron había vivido en su mundo de alcohol y ordenadores.

No le quedó más remedio que sincerarse. Las cartas le procuraban un tormento indecible y la hacían sentirse enojada con su hijo muerto.

Pero ¿qué descubrió en ellas que no hubiese sabido con anterioridad? ¿Qué la llevó a constatar que ella había conocido a un Henrik, en tanto que el que se había mostrado a Aron era otro muy distinto? Henrik se dirigía a Aron en un idioma extraño para ella. Intentaba desarrollar razonamientos y, a diferencia de lo que contaba en las cartas que le enviaba a ella, describir sus sentimientos, sus ideas en los momentos de inspiración.

Apartó las cartas y salió un momento al porche. El mar ejecutaba a lo lejos una danza gris, los papagayos aguardaban en las copas de los eucaliptos.

Yo también estoy dividida. Ante un hombre como Vassilis, era una persona, con Henrik, era otra, y soy otra diferente con mi padre; con Aron, ¡Dios sabe como quién me he comportado! Unos delgados hilos unen esos fragmentos de los que estoy compuesta. Pero el conjunto es frágil, como una puerta desvencijada que cuelga de sus bisagras.

Volvió a las cartas. Se extendían por un periodo de nueve años. Al principio eran espaciadas y después, según las épocas, cada vez más regulares. Henrik describía en ellas sus viajes. En Shangai, por ejemplo, anduvo vagando por el famoso paseo marítimo, fascinado por la habilidad de los artesanos chinos que recortaban siluetas. «Se las arreglan para recortar las siluetas de modo que en ellas se hace patente parte del interior de la persona. Me pregunto cómo lo harán.» En noviembre de 1999 estuvo en Phnom Penh, camino de Angkor Vat. Louise rebuscaba en su memoria, pero Henrik jamás le había hablado de aquel viaje; simplemente, le mencionó que había estado en varios países asiáticos en compañía de una amiga. En dos de las cartas dirigidas a Aron la describía como «hermosa, callada y muy delicada». Viajaron juntos por el país, sobrecogidos por el «intenso silencio que sucedió a todo el horror que allí se había desarrollado. He empezado a comprender a qué quiero dedicar mi vida. A reducir el sufrimiento, al menos lo poco que esté en mi mano, y a ver la grandeza de las cosas pequeñas». A veces sonaba sentimental, casi sensiblero en la descripción del inmenso dolor que le producía el mundo en general.

Pero en ningún pasaje de esas cartas aludía al cerebro desaparecido del presidente Kennedy. Tampoco el aspecto de ninguna de las jóvenes a las que describía coincidía con el de Nazrin.

Lo más sorprendente, lo que más dolor le causaba, era que en ningún momento la mencionaba a ella. Ni una palabra sobre su madre y sus excavaciones bajo el ardiente sol griego. Ni una alusión a la relación que mantenían, a sus confidencias. Con aquel silencio, Henrik la negaba. Comprendía que probablemente fuese por deferencia hacia su padre; pese a todo, lo sintió como una traición. Ese silencio la atormentaba.

Se obligó a seguir leyendo, prestando gran atención cuando llegó a las últimas cartas. Entonces empezó a ver lo que, tal vez inconscientemente, había estado esperando: un sobre con un matasellos legible. «Lilongwe, Malawi, mayo de 2004.» Aludía a una experiencia sobrecogedora vivida en Mozambique, una visita que realizó a un lugar en el que cuidaban a personas enfermas y moribundas. «El desastre es tan insoportable que uno sólo puede guardar silencio. Pero también es, ante todo, estremecedor. En Occidente, la gente no tiene ni idea de lo que sucede. Hemos renegado de los últimos bastiones del humanismo y ni siquiera estamos dispuestos a ayudar a defender a estas personas, para frenar la expansión de la enfermedad o para contribuir a que los moribundos lleven una vida digna, por corta que ésta sea.»

Había dos cartas sin sobre. Louise supuso que Henrik había vuelto a Europa cuando las escribió. Habían sido enviadas con un intervalo de dos días, el 12 y el 14 de junio de ese mismo año. Traslucían una inestabilidad extrema: una de las cartas expresaba abatimiento; la otra, alegría. En una se rendía, en la otra aseguraba: «He hecho un descubrimiento aterrador que, pese a todo, me infunde determinación. Aunque también miedo».

Leyó esas frases varias veces. ¿A qué se refería? ¿De qué descubrimiento hablaba? ¿De qué determinación, de qué miedo? ¿Cómo había reaccionado Aron al recibir aquella carta?

Releyó las cartas una vez más, intentando descifrar un mensaje entre líneas, pero nada halló. En la última carta, la fechada el 14 de junio, había una última alusión al miedo: «Tengo miedo, pero haré lo que debo hacer».

Se tendió en el sofá. El contenido de las cartas bombeaba en su sien como un flujo de sangre agitada.

Yo sólo conocía una ínfima parte de su persona. Aron tal vez llegase a conocerlo mejor. Pero, ante todo, llegó a conocerlo de un modo muy distinto.

Aron volvió a casa cuando ya había anochecido y traía algo de pescado. Cuando, en la cocina, Louise se puso a pelar patatas a su lado, él intentó besarla. Ella se apartó. Fue un gesto por completo inesperado; en ningún momento se imaginó que él fuese a intentar una aproximación de esa naturaleza.

–Creí que querías.

–¿Que quería qué?

Él se encogió de hombros.

–No sé. Perdona, no era mi intención.

–Por supuesto que era tu intención. Pero no queda ya nada de eso entre nosotros. Al menos, no por mi parte.

–No volverá a ocurrir.

–No, desde luego que no volverá a ocurrir. No he venido hasta aquí para buscarme un hombre.

–¿Tienes alguno?

–Lo mejor que podemos hacer en estos momentos es dejar en paz nuestras vidas privadas. ¿No era eso lo que solías decir tú, que no había que escarbar demasiado en el otro?

–Sí, eso decía y eso mismo sigo pensando hoy. Pero dime si hay en tu vida alguien con intención de quedarse en ella –insistió entonces Aron.

–No, no hay nadie.

–Tampoco yo tengo a nadie.

–No es necesario que respondas a una pregunta que no te he formulado.

Aron la miró sorprendido. Su voz empezaba a sonar chillona, reprobadora.

Comieron en silencio. La radio estaba encendida y emitía noticias del país. Una colisión de ferrocarriles en Darwin, un asesinato en Sydney.

Después tomaron café.

Louise fue a buscar los discos y los documentos que había traído de Estocolmo y los dejó en la mesa ante Aron. Él se quedó mirándolo todo sin tocarlo.

Aron se marchó de nuevo. Ella oyó el motor del coche al arrancar y no lo vio volver hasta después de medianoche. Para entonces, ella se había dormido, pero el ruido de la puerta al cerrarse la despertó. Lo oyó moverse en silencio por la casa. Ya creía que él se había dormido cuando, de pronto, oyó que encendía el ordenador y empezaba a teclear. Con sumo cuidado, se levantó de la cama y lo observó por la rendija de la puerta entreabierta. Aron, tras colocar bien el flexo, estudiaba con atención lo que le mostraba la pantalla. De pronto, ella recordó el tiempo en que vivían juntos, el alto grado de concentración que convertía su rostro en un espectáculo de estatismo. Por primera vez desde que lo encontró en el espigón bajo la lluvia, sintió una oleada de gratitud en su interior.

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